3.2.11

ORSAI

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20.12.10

"Los villanos"



El que te sirve Sulky y te dice Peter -igual que a mí- se llama Dardo, Dardo Barbatto.
El padre del chico termina con este último de enumerar uno a uno a los hermanos Barbatto. Los dueños del almacén de la esquina de la casa donde vive el chico y al que concurren asiduamente ya sea para comprar fiambre, aceitunas, spaghettis sueltos que Dardo saca de una enorme cajonera de madera, o con el solo fin de tomarse una copa . Padre e hijo.
Y el hombre que come los chorizos sin cocinar ¿como se llama, papá?
No sé , es polaco, igual que Lato, el pelado que jugó el Mundial. Debe ser costumbre de su país comer la carne de esa forma, cruda y con mucha pimienta, le explica.
Lo que luego no puede explicarle con precisión -no lo puede hacer porque él mismo, en realidad aún no lo puede asimilar del todo, aunque evidentemente no le son desconocidos los motivos, es la marcada división que existe en el interior de lo de Barbatto. El chico le ha preguntado por qué sobre la barra de estaño, la que atiende el Negro Barbatto, se reúnen solo hombres mal vestidos, con apariencias de pobres -los Hombres Sucios, así los ha denominado- y sobre el mostrador de madera los Hombres de Traje, todo como si un límite geográfico los separara por completo sin que en ningún momento lleguen a mezclarse. Eso es lo que le ha preguntado. No de ese modo, claro. Su padre y Carlitos el abogado pelirrojo, son los únicos concurrentes a lo de Barbatto que suelen pasar de un lado a otro como si no reconocieran ese límite. Su padre se pasa al lado de los Hombres Sucios para, como el dice y el chico no entiende bien a que se refiere, para jugar un número o para invitar una vuelta de vino para todos los presentes. Cuando su padre se acerca al mostrador de estaño el chico se apega a él como una rémora. Se impresiona con el penetrante olor a vino de damajuana que impera en ese rincón, con el indescriptible vaho acre del Amargo Obrero y con la visión cercana de esos rostros trabajados por la angustia y la pobreza. La gente que vos ves con ropa vieja y alpargatas son personas que trabajan de albañiles o son empleados municipales , otros venden querosén, los de traje por lo general son abogados.
Ya sé papá.
Por la cara que ha puesto el padre siente lo ha colocado en un aprieto.
No me expliques más papá, que ya entiendo.
Ahora están en la cocina esperando la llegada de su madre y de su pequeña hermana. Las dos, como todos los viernes han ido a visitar a la abuela Agustina. Padre e hijo, se pasan de listos cada vez que ellas regresan. Dicen que la pasan bien cuando están solos, que entre otras cosas, juegan a la pelota en el pequeño patio o que van a tomar algo a El Pub también cercano a su casa, como lo de Barbatto, pero para el otro lado. Allí donde en un rincón se pueden lanzar dardos. Pero en el fondo las extrañan. Y esperan ansiosos que vuelvan. Como ahora. Simplemente por el hecho de volver a estar juntos bajo el mismo techo.
El chico se ha cansado de hacer rebotar la pelota de goma contra la pared. Por un rato a sido Salinas y después Mastrángelo. Para terminar ha sido ese prometedor centrofoward surgido de las inferiores llamado Husillos. Le gustan los que meten goles, él mismo quiere ser un goleador. Un goleador de Boca. Domina el balón por la punta derecha la joven promesa xeneixe. Así, el padre lo ha escuchado relatar, relatarse más precisamente. Le ha causado gracia el lenguaje radial de Muñoz minuciosamente trasladado a la voz de su hijo de seis años. El padre del chico a esta altura de la tarde ya leyó hasta los avisos fúnebres de Clarín y también de La Razón. No le queda nada por leer. Pone la radio. La carcaza de la radio es un globo terráqueo color dorado. El dial un surco que va de polo a polo, paralelo al meridiano de Grenwich. El chico deja la pelota y se acerca hacia donde esta su padre. Con el dedo recorre el mapa y comienza otro de sus juegos preferidos. Señalar los paises insulares que son los únicos con límites reconocibles, como en lo de Barbatto piensa. Islandia, Inglaterra, Irlanda, Australia . Posa su dedo en una isla al este de Africa y mira a su padre buscando que este lo ayude:
Mada…
Madagascar, papá, donde cultivan la pimienta verde.
Antes de que el padre pueda felicitar al chico por sus precoces conocimientos de geografía el timbre suena con insistencia.
Seguro que es tu madre. Se olvidó la plata para pagarle al taxi, dice en voz alta. Trata de esa forma de darle un justificativo a esos tres timbrazos que no podrían ser de alguien que no esté realmente con alguna prisa. El chico le va a la zaga. Como siempre. Casi enredado entre sus piernas.
La puerta. No llega a abrirla del todo. El chico advierte que el cuerpo del padre retrocede, casi que lo pisa. Nunca ha visto a su padre retroceder. A no ser hace unos meses cuando un perro grande intentó morderlos mientras cruzaban los canteros de la 30 mientras volvían de lo de Laurino. El movimiento de su padre le es casi totalmente desconocido y lo impresiona, por eso se sobresalta. No llega a preguntar si otra vez es ese maldito perro negro que amenaza con atacarlos sino que ve con sus propios ojos como un hombre vestido de verde lo empuja a su padre con insidiosa constancia, apoyando la culata de un fusil sobre su pecho. Detrás del hombre de verde, más soldados. Sí ya divisó los cascos de metal. Ya se dio cuenta que son soldados. Han entrado a su casa casi sin pedir permiso. Los llevan por el pasillo que va de la puerta de entrada al living. El chico se da vuelta. Y los mira. Tres fusiles les apuntan. A su padre y a él. Encañonados, sería la palabra, pero aún no la conoce. Le causa angustia ver como la cara de su padre ha perdido completamente la compostura. Los rasgos habituales de su rostro como el tono fuerte de su voz parecen haberse extraviado no sabe muy bien en que lugar de la casa. Pese a eso y luego de que el hombre de bigotes que tiene unas jinetas rojas sobre su uniforme le ha pedido que se identifique, el padre del chico, fortaleciendo un poco su voz y arriesgandose a imponer algo de su autoridad aunque este dentro de su propia casa ante estos imprevistos visitantes les pide por favor que dejen de apuntarles.
Al menos a mi hijo dice.
Después de una orden del capitán, demorada y a desgano, los tres bajan las armas y uno de ellos acompaña al padre del chico hasta la pieza donde guarda su documento. Mientras vuelven el chico observa como los otros dos soldados comienzan con la punta de sus fusiles a escarbar dentro del aparador del living. Tiene ganas de salir corriendo. Salir a pedir ayuda a los Barbatto. Seguro que esos cinco hermanos, rudos como son, le darían su merecido y los pondrían en su lugar a estos soldados que más que soldados, por el modo en que se comportan, parecen mas bien ladrones. También llamaría a los Hombres Sucios a los cual, por la fiereza de sus rostros supone valientes en la pelea , se asemejan mucho a Giro Batol, a Kammamuri, a Sambigliong a los combatientes javaneses y malayos que Sandokán tiene como aliados en sus travesías reivindicatorias por el Océano Indico. Historias que ya conoce porque su padre se las cuentas a menudo. A los “hombres de traje” no, no los convocaría. Los intuye poco hábiles para esta tarea de rescate. No se le ocurre para nada que podrían ser parte de los Tigres de Mompracem. Salvo su padre , claro, que lo va a defender de los invasores cueste lo que cueste. A sangre y fuego, como escribe Salgari. Eso es lo que espera. Pero uno de ellos, el que tiene cara de pájaro, no le saca la vista de encima. Lo custodia. Cuando el padre del chico vuelve de la pieza donde duerme con su documento en la mano escucha dicha por el capitán, esa palabra. Ese término que actúa como llave para empezar a dar una explicación a la situación que estan atravesando. El capitán dice de un momento a otro, intercalándola en una frase que no llega del todo a comprender: extremistas. Una palabra esta que los oídos del chico han escuchado ya varias veces, desde como dicen, tiene uso de razón. Y que despierta en el más de una curiosidad. La ha escuchado en boca de su madre, de su padre, de los verduleros de enfrente, de su abuela Agustina y de los que conducen el noticiero de la tele. Su significado le intriga desde el primer día que la escuchó, aunque a decir verdad, por el tono sigiloso con que siempre fue proferida nunca se animó a preguntar de que se trata tal cosa. Extremistas. Sabe que no es eso que su mente precariamente configura. Ese significado provisorio para algo que desconoce. Se dice que nunca los ha visto. En realidad si los ha visto, pero siempre boca abajo con los brazos extendidos, muertos, en la tapa de los diarios y de las revistas. No los vio caminando por la calle, eso quiere decirse. Se imagina que los extremistas son algo así como seres extraterrestres, oscuramente mágicos o algo por el estilo. Seguro que el sonido del prefijo ex lo arrastra a esas deducciones. Esta en esa etapa de su vida donde el mundo se divide binariamente en héroes y villanos. Le encantaría saber a cual de los bandos pertenecen los extremistas. Por lo que escucha parece ser que tienen más que ver con el último grupo. Pero duda, duda mucho de que sea así. El capitán le avisa al padre del chico, menos por delicadeza que por demostrar las facultades omnipotentes que tiene, que van a proceder a revisar la casa. El chico sigue con la palabra girando en su cabeza hasta que intuye que tipo de peligros lo acechan, a él y a su padre. Su corazón late asustado. Igual que el del canario enjaulado de su abuela cuando mucha gente se acerca a mirarlo. Recuerda la conversación que hace menos de una semana sostuvo su madre con Carmencita, la chica rubia de la verdulería. Con voces mínimas comentaban lo que le había sucedido a Ginger la señora irlandesa que es su única vecina. Sobre ese tramo de la 25 solo hay casas de comercio. Así que la de Ginger y la suya son las únicas familias que viven en la cuadra. Vinieron unos hombres y entraron a su casa. Le cuenta su madre a Carmencita. Les vendaron los ojos y las llevaron en un auto verde. A Ginger y a Armony su hija de 15 años. 10 días las tuvieron encerradas, desnudas y con los ojos vendados. Durante todo el tiempo. Para hacer pis tenían que recorrer una cuadra tomadas de una soga. Las llevaban como a dos perritas. A esa altura de la conversación Carmencita le ha estirado un racimo de uvas al chico. Que se dio cuenta que su intención es distaerlo y hacerle olvidar lo que está escuchando, como si lo que acabara de escuchar fuera algo inconveniente o prohibido para él. Sobre el final del relato de su madre, el chico entendió que a la pobre Ginger y su hija le ha sucedido esto porque su hijo- al que el chico nunca vio en la casa- es como dicen, extremista.
El chico estudia minuciosamente la relación de su familia con la familia de Ginger. Anota mentalmente mientras mastica las uvas como si fueran chicles. Primero: son sus únicos vecinos. Cuando se van de vacaciones, el y su madre le dan de comer a su perro. Jerónimo. Un inmenso mastín que mantienen atado en el fondo del patio sin que nunca salga a la calle. Para hacerlo Ginger les deja una llave que abre una puertita de chapa del costado de la casa. (La misma puertita que veinte años después atravesara el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos para declarar ante los tribunales de Mercedes). Segundo: no hace mucho su madre, a instancias de la muerte de la abuelita de la familia, la ha arreglado para que luzca bien en el cajón, le ha puesto un vestido limpio y le ha pintado los ojos y las mejillas. Le da escalofríos pensar que su madre haya hecho eso. No sabe por qué. Debe ser por el trato íntimo que su madre trabó con la muerte, algo que recién se le empieza a revelar como algo particularmente real. La viejita muerta, una irlandesa de Dublín, ha querido en los últimos meses de vida darle unas informales clases de inglés al chico y a su pequeña hermana. Les enseñó a saludar, a nombrar los colores, y cuando le estaba por comenzar a enseñar los números abandonó este mundo. Tercero: Armony, la chica de quince años siempre los saluda y les da un beso. No viene a jugar con ellos porque ya es grande para eso. Sino vendría piensa el chico. Esos son los vínculos más marcados entre una familia y otra, según la memoria del chico. También está Francisco el padre de la familia, con él, el trato es más distante, solo anota que un día de lluvia los llevó en su auto a la escuela.
Mientras los soldados recorren la cocina, al chico comienza a amenazarlo el ogro de una angustiante situación. Supone que si no es capaz de correr hasta lo de Barbatto, si no tiene el valor suficiente para escabullirse de la mirada de los soldados que lo vigilan, tomar velozmente por el pasillo y pedir auxilio a los Barbatto y a los Hombres Sucios, él y su padre se verán envueltos en un drama similar al que vivieron Ginger y Armony. No quiere que esto suceda. Nunca. Pero los soldados no lo dejan moverse. Quedate quieto, le dice uno de los soldados y ya se ve metido dentro del auto verde que según su madre es donde se llevaron a Ginger. Su boca se seca al pensarse con su padre, desnudos y encerrados en una pieza con los ojos vendados. Yendo a hacer pis con los ojos tapados. Esto último, las consecuencias directas de esto le producen mucho asco,seguro que con los ojos vendados se va a orinar sobre sus propias manos, pero lo que más le aterra, lo que ahora se ha convertido en su peor pesadilla es que maten a su padre, que se cumpla ese sueño maldito y recurrente que por noches y noches se ha sostenido en su cuarto de la calle 30 y donde los hombres peludos del Planeta de los Simios, después de atarlos de pies y manos van acabando con cada uno de los miembros de su familia.
El capitán le ordena al padre del chico que abra cada uno de los cajones del aparador. Le dice que lo haga lentamente. De a uno por vez. Tazas viejas y cachadas. Manteles. Adornitos amontonados que la madre recambia constantemente para decorar la casa. Juguetes en desuso. Los cubiertos de cocina. Allí se detiene el capitán. Le ordena a uno de los soldados que revuelva con sus manos entre las cucharas, tenedores y cuchillos. El joven soldado remueve los cubierto produciendo ese ruido característico de metales chocándose hasta que el capitán le dice que saque el arma de cabo de madera. El padre del chico los mira azorado le cuesta creer que a la vieja cuchilla de cocina la llamen arma, si bien tiene una hoja de considerable tamaño, bien afilada y que podría destrozar a un hombre si algún asesino de instintos carniceros la empleara metódicamente con ese fin, no deja de ser la vieja y nunca bien ponderada cuchilla de cocina heredada de la abuela y con el cabo de la cual, eso sí, con la hoja bien protegida por un trapo, el chico ayuda a su madre a golpear la bola de lomo para preparar las milanesas. En ese momento, igual que si el capitán le hubiese traspasado algo de su paranoia, sospecha que alguien le ha tendido una trampa, que algún enemigo oculto a aportado datos falsos acerca de él y de sus actividades. Piensa en Edmundo Dantés traicionado por Danglars. Piensa que alguien en lo de Barbatto o dentro del Tribunal ha dejado caer un maldito sobre en el bolsillo de su saco sin que se de cuenta y que ese sobre lo involucra dentro de algún tipo de conspiración contra el régimen, siente que tanto su hijo como él van a ser secuestrados por esto con la excusa de la inocente cuchilla de cocina. El capitán la toma en sus manos, la sopesa y mira al padre del chico. Lo mira como diciendole, usted no es ningún boludo, está bien preparado para atacar a alguien. Para liquidar a alguien si lo desea. Esto hace que el padre del chico comprenda cada vez menos lo que le esta sucediendo esta tarde. No puede discernir si el capitán habla en serio o sencillamente le está tomando el pelo. Con un hilo de voz , vacilante y entrecortado le dice que es lo único que tiene en la casa para cortar la carne. No agrega nada más. Sabe que si quieren, estos tipos son capaces de involucrarlo en cualquier cosa que se les ocurra y hacer de él lo que quieran. Como nunca en su vida se sienta a merced de unos peligrosos orangutanes. Monos con navaja. Así los considera desde ahora. Se le hacen vivas las palabras de Pepe (no de El Pepe, por Dios!! el padre del chico es profundamente antiperonista. Tampoco le gustan para nada esos chicos de la JP que proclaman la Patria socialista, los cree absolutamente equivocados en esa ilusoria aventura les esta costando vanamente sus jóvenes vidas) Pepe es el profesor de Historia, su viejo amigo, que coincidentemente es primo del dictador de turno. El padre del chico revive la frase de Pepe en su cabeza.
No bien ha sabido que el dictador es su primo le ha preguntado que tal tipo de persona era.
Una basura, Peter, le ha respondido su amigo. Nada bueno nos espera. Estate seguro de eso.
Le toca el turno a la pieza matrimonial. El padre del chico ya se imagina el desparramo de ropas que, en breve, tendrá lugar en su habitación. Un revoltijo insuperable naciendo desde las puertas del ropero. Pero no. Eso es los que hacen cuando no hay nadie. Más que buscando objetivamente algo esto lo hacen para intimidar. Para que vean que tan salvajes son. Para que sientan que con ellos no se jode. Así que en esta ocasión apenas abren el ropero. Solo se detienen en la mesa de luz del padre del chico. Este agradece a todos los santos del cielo, que la exiguas dimensiones de la casa donde han ido a parar desde hace un año, esa casa a la que su esposa no deja de tildar de pañuelito, a veces en forma cariñosa y otras exigiendo casi a gritos una un poco más grande. Decía que agradece no haber traído todos los libros que tenía en la casa de la calle 30. Dos mil y pico de libros. Sabe que los militares se han empecinado en esta labor. Como si supieran algo, revisan cada uno de los libros tratando de que el título de alguno de ellos involucre de manera maliciosa a su poseedor. En eso piensa cuando el capitán recoge los dos unicos volúmenes que hay sobre la mesa de luz. Lee en voz alta. La isla de las Tormentas, Ken Follet, El honorable colegial, John Le Carré. Lecarre dice. Son rusos pregunta con un tono indagante en sus voz. No ingleses, le responde el padre del chico. Novelas de fantasía, pavadas para distaerse un poco. El capitán los vuelve a depositar sobre la mesa de luz con un gesto de desconfianza. Precaviendose de este modo si el padre del chico le ha mentido acerca del contenido de los libros. No quiere pasar por sonso ni por ignorante. El no, un capitán al servicio de la patria, no puede serlo, de ninguna manera.
Una vez en el baño, el padre del chico cree por primera vez desde que llegaron que se han reducido un poco las tensiones, que el capitán se está dando cuenta que el no es el hombre que sospechan ni su casa es el lugar por donde se escapa el vecino, el hijo de Ginger, cada vez que han venido a capturarlo. No obstante uno de los soldados pide una banqueta para comprobar lo que el padre del chico acaba de decir. Que la claraboya del baño está trabada desde que llegaron, que es imposible abrirla. Es el chico el que le alcanza la banqueta que se esconde detrás de la puerta. Los soldados y el capitán se han multiplicado en el espejo del lavatorio. Pareciera que ahora hay un ejercito dentro de su baño. Sobre la banqueta hay un diario viejo. El chico lee, entonces, la segunda palabra de su vida, siguiendo a la primera que a leído lee Davis, Da- vis, silabea. Esta vez no es como la primera que leyó hace dos días. Esta vez no siente el estremecimiento en todo su cerebro. No siente que de alguna manera esta pisando por primera vez una nueva realidad organizada. No percibe los haces lumínicos que brotaron del choque de las dos primeras sílabas que pudo ensamblar con acierto en su vida. Co-pa a leído. Copa. Y ha corrido a decírselo a su padre. Ya se leer papá le ha dicho emocionado. Pero ahora no, no se ha producido el sortilegio. Es que es imposible emocionarse con un ejercito completo dentro de tu baño, no?. Aunque sea la segunda palabra que lee de corrido en su vida.
El soldado comprueba que es verdad lo que decía el padre del chico, que la claraboya por el oxido o por algún defecto de fabricación, parece sellada a cal y canto y que es imposible que alguien entre o salga por allí. El padre del chico sabe lo que ahora va a suceder. Otra vez ese maldito vértigo del temor corriendo por toda su sangre. Sobre la mesada de la cocina esta posada la radio. La esfera dorada con forma de globo terráqueo. La bomba, que otra cosa podría ser para el capitán. La sacude contra su oído. Hace correr el dial con rostro de demente mirándolos a todos, a sus soldados incluidos, como si estuviera manejando un detonador que en segundo haría volar todo por los aires. El padre del chico siente que no tiene aliento para una nueva explicación. Una taquicardia nerviosa se ha apoderado de él. Si el capitán cree que es una bomba que lo crea. Si quiere llevársela que se la lleve. Pero por favor que de una buena vez lo dejen en paz, a él y a su hijo. El capitán luego de evaluar mentalmente la situación decide que no le va a robar la radio y la deposita otra vez sobre la mesada, con sumo cuidado no vaya a ser que explote en el momento menos esperado , no?

Salen todos al patio. Al primer patio. Donde está el lavadero y donde el chico juega a la pelota. Pese a la pequeñez de la casa esta posee otro patio que en realidad es un terreno contiguo, que bien podría ser el famoso pulmón de la manzana. Es abiertamente deforme y casi del tamaño de todas las habitaciones cerradas que componen la casa. Todavía hay una montaña de arena que ha servido para preparar el material y revocar las paredes. Unos soldaditos de juguete yacen incrustados en el pico de la montaña. Son soldados árabes que su padre le ha traído de Buenos Aires . El chico mira como su padre disimuladamente y a la pasada, pero en forma harto trabajosa levantando su pierna ha sepultado con el taco de su zapato a la mayoría de los guerrilleros beduinos de plástico. No quiere que el capitán piense que él, tiene algo que ver con la OLP. Mejor precaverse ante tanta requisitoria absurda, piensa.
También se destaca la presencia de una enorme olla sobre la parrilla donde el domingo pasado la abuela Agustina, sin fortuna ha intentado hacer dulce de leche. Y más allá la sombra finita pero alta de cuatro plantas de palán palán que se alzan en lo alto del tapial. Desde que llegaron y desde que se dio cuenta de su poder destructivo el padre del chico no las ha podido combatir. Están rajando con sus raíces todos la losa del techo. En ese patio no puede haber nada que les interese. El capitán solo pregunta, como si no supiera, a donde da este tapial. En un segundo los dos soldados caminan como equilibristas sobre el tapial estudiando, bajo la precisas directivas del capitán toda la gramática de losa y chapas de los techos. Hasta que unos de los soldados le advierte al capitán que hay olor a podrido allá arriba, olor a muerto. El padre del chico cree que se va a desmayar. Pero no, no es de hombre esto. No de un hombre curtido en novelas de espionaje y en la ardua metafísica de su incontrastable agnosticismo estoico. Lo que si no puede evitar es la escomúnica. Así denomina al soponcio que le da de vez en cuando en situaciones de estrés. Queda mudo, transpira y se tiene que sentar urgente en algún lado sino se tumba. Escomunica es un término que a extraído de alguno de los tantos libros que su espiritu diletante y universalista lo ha llevado a leer. Uno de los libro es una novela que transcurre en un pueblo vasco del sur de Francia durante la ocupación nazi. También tiene en cuenta su acepción lunfarda. Maleficio. Ningún médico hasta el momento lo comprende y el todavía no es capaz de acudir a ellos con sus libros y sus galimáticas explicaciones. Así se lo comento a la su esposa. Decía que cuando el soldado advirtió que sobre las cornisas hay olor a muerto el padre del chico entró en escomúnica. Pero no hay forma alguna de que el capitán lo entienda. Eso es lo que acertadamente cree. Así como tampoco hay forma de pedirle a su hijo que le sirva un vaso de vino y le corte un pedazo de queso de rallar. El único y casi infalible remedio que hasta ahora ha encontrado contra la escomúnica. No le queda otra que afrontar la situación, explicar el olor a muerto con su mal a cuestas y todo.
El capitán después de lo dicho por su subordinado, mira fijo al padre del chico. Lo mira en silencio con los ojos ligeramente entornados buscando que este le brinde alguna explicación. Extiende el suspenso de forma exagerada, como si dentro de la casa del chico estuviera oculto, por ejemplo, el cadáver de Evita. Hasta que apoyándose con sus brazos contra la pared para no tumbarse dice: palomas, palomas muertas, en el techo del zaguan, el que da a la calle.
El capitán ordena que trepen a ese lugar. El chico recuerda el arduo combate que su padre sostiene desde que llegaron a esta casa tanto con las irreductibles plantas de palán palán como con las palomas que anidan dentro del zaguán. Debido a la cercanía del Palacio de Tribunales, situado en la misma manzana donde se asienta la casa, la zona es invadida constantemente por enormes palomas grises. Siguiendo el consejo del Gran Mangacha el padre del chico ha volcado dos tarros de pega pega en los insólitos recovecos del techo del zaguán. Los dos soldados sacan ahora cadáveres de palomas en descomposición. Esqueletos con plumas y restos viscosos de pichones muertos. Es lo último que hacen antes de irse. Repentinamente, sin saludar, con la misma y desagradable insolencia de cuando entraron dejando en la casa una tenebrosa sensación de vejación y de impunidad.
El padre del chico se seca el sudor de la frente con el pañuelo que ha extraído de su bolsillo y le dice al chico que le sirva un vaso pero que además, en esta ocasión, también le traiga la botella. La de Ponteveccio blanco que está en la puerta de la heladera.
No le cuentes nada a mamá, le dice después del primer trago. Se va a preocupar.
Bueno pá.
Videla y la reputa madre que te parió. Eso ha proferido el padre del chico. Con la garganta en negativo. O sea que si bien estruendoso su anatema se pierde muy cerca de su cuerpo sin llegar a expandirse. Despues mira. Mira hacia sus costados. Mira hacia atrás. Hasta que el chico le dice que no hay nadie. Que han quedado solos en la casa. Recién ahí vuelve al vino. A sorberlo ràpido. En torrentes que se mezclan con el humo ácido de los Kent suaves. Videla, puede ese hombre ser el responsable del mal trago que ambos -padre e hijo- acaban de pasar, hace un rato nomás. Puede , piensa el chico, ser Videla la misma persona en que el está pensando. En nada más y nada menos que el presidente. El presidente mercedino. Ese que hace solo unos meses visitó la ciudad. Y que el junto a su padre han ido a ver. Esa mañana en que la 29 se colmó de gente. Mucho mas que en el corso. Videla, el viejo flaco de bigotes finitos que en la escuela le han hecho pegar en su cuaderno, el día después de su visita. El chico no da crédito a esta posibilidad. Pero su padre sigue convulso -entre trago y trago- insultando a Videla. Y él, su padre, siempre tiene la verdad.
Corre hacia la montaña de arena. A desenterrar a los guerreros beduinos que el taco del zapato de su padre a sepultado, a formarlos otra vez como si atravesaran infinitamente la dunas. Huyendo todavía de las garras del capitán. Todavía no ha decidido, si considerará a los extremistas como los buenos, no lo sabe, lo tendrá que consultar con su padre. De lo que si está seguro es que sus soldaditos verdes serán indiscutiblemente, al menos por un tiempo, los malos. Sobre eso no tiene la menor duda. Como podría tenerla. Los ha condenado al oprobio de la villanía por el solo hecho de asustar a su padre, por transformarle la cara y por hacerle perder la voz. La tarde, carece de libertad. Se hace notorio en el celeste muerto del cielo, la franjita de cielo que el puede divisar desde ese patio de la calle 25 parece más que parte de un cielo un producto enlatado que cubre la ciudad de un país a punto de asfixiarse.

14.12.10

"En el Coliseo de La Boca"





“Cuando era niño y conocí el estadio Azteca/ me quede duro/ me aplastó ver al gigante/de grande me volvió a pasar lo mismo/ pero ya estaba duro mucho antes.”


El chico tiene siete años. Está pisando por primera vez las gradas de la Bombonera. Sus ojos parecen mucho más grandes de lo que verdaderamente son. Tal es el asombro.
La gloriosa Bombonera. Así la ha nombrado su padre. Igual que si estuvieran en el atrio del Partenón o ante la colosal pirámide de Gizeh. Bueno, en realidad, están ante lo que muchos llaman el Coliseo de la Boca.
El padre intenta que en su debut el chico respire aires épicos que se embeba de las cuantiosas mitologías que se forjaron dentro de esa cancha. El mismo padre que dos años atrás haciendo uso de las fibras de colores que él mismo compró para que su hijo dibuje, -con el pulso desangelado de los que no saben dibujar ni siquiera monigotes, pero conciente de las amplias bondades del ejercicio de la libertad- colorea las distintas camisetas del fútbol argentino, las expone como un extenso catálogo de posibilidades para que su hijo, de entre todas, elija una.
Obnubilado por la cantidad de colores que su padre ha desplegado sobre una hoja oficio, el chico elige. Y decide para siempre su futuro de hincha.
No demora demasiado tiempo en hacerlo. Solo unos segundos pasan. Segundos en que sus ojos se reconcentran.
Apoya uno de sus pequeños dedos sobre una de las casacas dibujadas por su padre. Elige la azul de ultramar cruzada en forma horizontal por la iridiscencia aurífera de una franja amarilla a la altura del pecho.
El padre lo abraza. Feliz y sin que ello interceda en nada su felicidad se prepara para rehuírle un poco a la culpa, producto de algún tipo de influencia que ha ejercido instantes antes de definir la elección.
Lo primero que moviliza su atención es el verde del campo de juego y después la colosal construcción de cemento de las tribunas. Le parece imposible que más allá de los palcos de divisen los techos oxidados de las casitas de La Boca. Como si el mundo se hubiera estrechado de tal forma que no pudiera existir nada más que no fuera el interior del estadio. El chico es sabedor que nunca a estado en un lugar así. Apenas si tiene una vaga idea de los que son los estadios de fútbol a través de la tele lluviosa y en blanco y negro.
En el borde de la tribuna donde se concentra más gente lee la palabra Cinzano sobre un fondo azul y rojo. Es el mismo logotipo que tienen los ceniceros de los bares. Tío Oscar que también ha sido de la partida esta tarde, el tío sordo y bonachón, que en realidad es tío de su madre, le dice al chico que Cinzano es el vermut color negro que él toma cuando van al boliche de Davobe. Vos tomás Sulki que no tiene alcohol, completa su intervención didáctica.
Otro que ha sido de la partida en esta tarde inaugural para el chico es el Gran Mangacha, un consuetudinario hincha de Boca, amigo personal del padre del chico, que oficia de cicerone esta tarde puesto que el padre del chico hace años que no viene a La Boca. Desde antes de casarse. Desde que jugaba Rattín. Tantos que casi ya no recordaba como llegar.
El Gran Mangacha -singular personaje de voz nasal del que se destacan pese a su cabeza calva una serie de largos rizos anaranjados que penden desde su nuca, unos tupidos bigotes también anaranjados y un extraño abultamiento en su espalda que no llega a resolverse en joroba- ha conseguido cuatro plateas ubicadas cerca del codo que desemboca detrás del arco que da a Casa Amarilla.
El chico le pregunta al padre si pueden ir hacía allí. Señala con el dedo. El lugar es el centro mismo de la Doce que ya comenzó a calentar la garganta. El padre y el Gran Mangacha se ríen y le prometen que dentro de unos años, cuando sea más grande, podrá ir él solo a ese sector de las tribunas.
Lo alerta La Voz del Estadio, que anuncia que los equipos están por entrar a la cancha. Deja de mirar a aquellos inquietos y ruidosos hinchas y vuelve la vista otra vez hacia el campo de juego. Que chiquitos son los jugadores que desde un agujero en el piso van saliendo en fila india, casi casi se parecen a los muñequitos que decoran las tortas de cumpleaños, piensa el chico. El aliento de la hinchada, su música apasionada, inigualable como pocas cosas en este mundo, hace que su corazón gire emocionado, también él grita.
Aguzan la vista, se acostumbra a la distancia que imponen los estadios. Así los jugadores se han ido agrandando un poco. Ahora puede distinguir a Gatti, al Chino Benitez y al Mono Perotti precalentando cerca del lugar donde están ubicados. También puede distinguir lejanamente la textura de sus camisetas de piqué, parecidas a la que el guarda en su casa y la que se ha puesto para ir a la Plaza san Martín a festejar la última Libertadores.
El padre del chico, guía la mirada de su hijo hacía el centro del campo, le dice que mire al Toto, ese hombre de traje azul que cruza la cancha con los brazos en alto y al que todo el estadio aplaude. Le dice que se parece cada vez más a Don Corleone. Pero el chico aún no sabe quien fue el rey de la mafia.
Lorenzo es una figura muy querida para el chico. Tanto que así le ha puesto a su primer perro. En el tren mientras viajaban el padre le ha pedido que le repita al Gran Mangacha la frase del Toto respondiéndole a un periodista. Al chico le ha gustado mucho esta frase, tanto que la repite de memoria:
-¿Usted es conciente de que la selección argentina salio campeón del mundo con un equipo donde no había ni un solo jugador de Boca?
Y el chico remeda al Toto.
-¿Y usted es conciente de que Boca salió campeón del mundo con un equipo donde no había ni un solo jugador de la selección argentina?
Por los altoparlantes dan la formación: Gatti; D’angelo, Alonso, Squeo y Bordón; Abel Alves, Rio y Benitez; Potente, Salguero y Perotti. Un Boca disminuido indudablemente, con demasiados suplentes y con un viejo que no da más como Potente. Esto debe pensar el padre que comienza de alguna manera, como intuyendo algo negativo, a sufrir en silencio.
El Gran Mangacha les dice que después de ganar la Libertadores- la segunda, la obtenida después de vencer a los colombianos del Dep. Cali- el Toto y Alberto J. Armando les han dado vacaciones a los muchachos. Por eso no están ni Mouzo, ni Sá, ni Mastrángelo, ni Zanabria, ni Pernía, ni el Chapa Suñé, ni el negro Salinas.
-Pero nos sobra, Peter, contra estos chiquilines, nos sobra dice el Gran Mangacha dirigiendose al padre del chico. Está tan confiado que hoy Boca gana como todos los hinchas presentes.
-Si hoy jugamos contra nadie- recalca.
Es verdad, del otro lado envueltos en camisetas blancas y negras a bastones. Un ignoto Gimnasia y Esgrima de Mendoza corre con timidez por el césped de la Bombonera tratando de ganar confianza sobre el terreno, tratando de que el vértigo que le impone la Bombonera a los jugadores visitantes, esa energía insondable que se despliega desde los cuatro costados de la cancha, no los maree tanto. Han pasado tan desapercibidos en su ingreso a la cancha, que ni los han silbado. Es un club del interior que participa por primera vez del Nacional. Por el pelo rasurado en la parte de atrás de sus cabezas todos intuyen que la mayoría de los inexpertos jugadores son colimbas. Pese al disminuido Boca, no puede haber, no tendría que haber, ningún inconveniente esta tarde para que el local se lleve los dos puntos. No puede haber sorpresas dicen los pragmáticos. Los improvisados mendocinos no pueden ser rivales del afamado Boca, ebrio de victorias que conduce Juan Carlos Lorenzo.
He aquí su seguidilla de títulos en los últimos tres años: Metro y Nacional ’76, la final con River en la cancha de Racing y el pícaro tiro libre de Suñé mientras Fillol acomodaba la barrera – dicen que en algún lugar de su mente todavía la sigue acomodando; Libertadores e Intercontinental ’77, la del penal de Vanderley y la hazaña de Karlsruhe contra el Borussia Moenchengladbach de Bertie Vogt y Rainier Bonhof ,cuando todos lo daban por muerto antes de jugar –tanto que ningún medio cubrió la final alemana- y la reciente Copa Libertadores de América ( hace escasos veinte días), trofeo que el chico ha contemplado con un tipo de éxtasis místico, igual que si estuviera ante el Grial, en las vitrinas del interior del club, junto a su padre, mientras el Gran Mangacha sacaba las entradas.
El primer tiempo es aburridísimo. Faltas estratégicas, fricción excesiva en el mediocampo, pelotazos largos a ningún lado. 17 minutos de juego real contabiliza Dante Zavatarelli. El chico está impaciente por ver que se concrete un gol. Quiere ver como es eso. Como lo grita la gente en el estadio. De que modo impacta la pelota en la red. Como lo grita sobre todo “la hinchada”. Así denomina, por motu propio, a la parte más exaltada que grita atrás del arco, sector que tanto se diferencia del resto del público por su protagonismo constante dentro del estadio, y a la que le dedica cada vez más atención. No sabe, entre otras cosas, que su líder histórico es Quique, el carnicero y que muy pronto será desbancado por su actual lugarteniente José, alias “el Abuelo”. Otro que con el tiempo se convertirá en historia.
Al cabo del primer tiempo el chico ha estado atento a los cánticos que de la bandeja inferior han partido. Lo ha mirado a su padre cuando a coro insultaron al árbitro, Iturralde, la concha de tu madre han repetido varias veces y buscando primero la aprobación de su padre, él ha reído.
Ha quedado bastante intrigado con aquello de: Se va acabar, se va acabar, la dictadura militar aumentado por el redoble de los bombos que su padre por primera vez en la tarde siguiendo a la hinchada acompañó marcando el compás con su mano sobre una baranda y esa otra canción con música pegadiza y palabras similares a las de las canciones patrias que entonan en su colegio y de las que solo recuerda.. todos unidos triunfaremos… y que esta vez su padre no siguió como antes golpeando su mano contra la baranda. Para nada. No solo eso, sino que además puso una terrible cara de asco al escucharla.
También ha estado atento a un cuadro singular en los márgenes del campo de juego, en esos canales llenos de agua, que al preguntarle su padre le ha dicho que se denominan fosas y que sirven para que la gente no entre a la cancha. Le ha llamado mucho la atención que durante el juego varios chicos de su edad naden dentro de ellos como si fuera una gran piscina.
Se reanuda el segundo tiempo. El Gran Mangacha vaticina que antes de los ’15 el Mono Perotti lo liquida. El padre del chico no está tan seguro. Alguien que escucha una radio a transistores avisa para todos que River pierde con Atlanta. 2 a cero, dice.
Hay una jugada confusa. Bordón se la quiere dar a Gatti pero la pelota, caprichosa en su destino va a parar dentro del arco. Nadie en la cancha grita el gol. Ni los jugadores de Gimnasia.
A los diez minutos el mismo Bordón herido en su amor propio encabeza un ataque por el lateral izquierdo de la defensa mendocina y tira un furibundo buscapié al centro del área el zaguero derecho de Gimnasia quiere despejarla pero con tanta mala suerte que la pone contra un palo. Otro autogol. Pero esta vez a favor de Boca. Goooooooooooolllllllll, grita el chico por primera vez en la Bombonera y estrecha sus brazos con los del padre y juntos gritan Sí, si señores/ yo soy de Boca, Si, si señores de corazón/ porque este año/ desde La Boca/ desde La Boca/ salió el nuevo campeón.
Pocos minutos después, penal para Boca. El Gran Mangacha advierte, vociferando, como si el Toto lo escuchara del otro lado de la cancha. Que no, dice, que no lo pateé el 2, que es amargo, se llama Alonso como el degeneradito de River. Dicho y hecho, tenía razón el Gran Mangacha, de los pies del zaguero salió una masita a las manos del arquero. El chico lo mira azorado. El Gran Mangacha putea hasta en latín.
El padre del chico, como dicen en la jerga firma el empate, lo firma ahora mismo, no quiere por nada del mundo que su hijo vea perder a Boca, menos el día de su debut en la Bombonera, por eso y no por otra cosa a elegido este partido –fácil- contra los mendocinos. Lo firma porque sabe que algo terrible esta por suceder. Sabe porque le sudan las manos, los pies y una vibración recorre su nuca, la misma que en las mesas de juego y en el casino le advierte que es hora de retirarse que los caprichos del azar se han esfumado de su suerte.
Ahora hay penal para Gimnasia. Faltan menos de veinte minutos.
Todos sabemos que el Loco va a ponerlo nervioso al shoteador, un pibe que lo mira temblando. Pero el pibito cierra los ojos, leda fuerte de puntín y la manda adentro. 2 a 1.
El comienzo de la debacle. Iturralde otorga otro penal para los mendocinos y Gatti no lo puede soportar. Exceso verbal. Roja. Afuera. El chico observa a la gente enfurecida. Nunca ha visto tanto quilombo, nunca ha escuchado tantos insultos juntos dirigidos a una persona. De su propia garganta sale un tímido, hijo de puta. Cuando Miguelito Bordón se calza el buzo celeste del arquero expulsado y se dirige cabizbajo hacia el arco a intentar contener el penal se comienzan a apagar los insultos y reinar el silencio. Un silencio sepulcral. 3 a 1.
El gran Mangacha ha desaparecido de la escena, no lo ha podido soportar nos espera afuera del estadio mientras da cuenta de un pingüino de blanco en un barcito.
El padre del chico tiene ganas de hacerse el hara kiri con el pinche de los chorizos que se asan en el fondo de las plateas.
La tarde soleada se ha puesto gris. Hace frío y llovizna.
Contragolpe mendocino. Y un pibe que nunca más pisará el césped de la Bombonera pone el 4 a 1.
Otro contragolpe mendocino. 5 a 1.
Hay un detalle curioso que el chico advierte con los ojos ciegos de lágrimas.
“La hinchada” sigue cantando.
Igualmente no lo consuela en nada esa estampa épica, ese gentío de lomo desnudo que canta aún en la derrota. Apenas será una imagen que alimentará su alma mucho tiempo después. Nada en estos momentos es capaz de detener su desazón. Infinita desazón. Llora como si una noche maldita alguien ingresando a su casa le hubieran robado todos sus juguetes, todos sus soldaditos romanos, y los Guardias de la Reina con sus morriones, su acorazado machtbox y su metegol de madera, su pelota de goma y su proyector. Como cuando hace cuatro años le sacaron el chupete. Llora con rabia. Pero con otra rabia que no es berrinche, sino una expresión ardiente y pasional que de un extraño modo lo emparienta tempranamente con el mundo de los adultos.
El padre no tiene palabras para consolarlo. Apuesto que a nadie le gustaría estar en su piel. Para calmarlo solo atina a abrazarlo sosteniéndolo del cuello. Lo estrecha contra su cuerpo. La impotencia hace que pruebe con cualquier cosa. Como por ejemplo. Que River ha perdido 3 a 0 con Atlanta. O un absurdo, viste de todo esta tarde hijito, goles en contra, penales, expulsión del arquero. O que deje de llorar que ahora van a comer unas pizzas a Banchero.
El chico inunda de lágrimas el ajado asfalto de Del Valle Iberlucea. No, no hay consuelo posible. Su llanto también riega la calle Brandsen, Zolezzi, Palos, Martín García y la avenida Alte. Brown.
La breve sombra de la calle Brandsen le ha parecido un círculo negro interminable, un pozo por donde no termina nunca de caer. Todas las glorias recientes se han esfumado de su memoria. No hay otro recuerdo que la derrota que acaban de sufrir esta tarde. Sospecha que esta sensación de dolor será interminable y eso lo tortura y le provoca cada vez más llanto. No se da cuenta -no podria darse cuenta nunca- que esta siendo bautizado en el arte de sufrir. Karma inherente a todo aquel que se precie de verdadero hincha. Y que pese a ser de Boca, el no está, no estará exento para nada, y que no obstante con el paso del tiempo lo verá convertido en el equipo con más copas internacionales ganadas en el mundo, tendrá que aceptar, en más de una oportunidad, este tipo de laceraciones.
Recién al llegar a la histórica pizzería se calma un poco. Seguir llorando ante la mirada dura y desfachatada de los chicos de la Boca le ha llamado a la vergüenza. Para seguir consignando iniciaciones, sin sentarse a la mesa todavía, parado en el mostrador, prueba por primera vez la fainá xeneixe de la Boca. Ese sabor intenso que no solo corona los festejos de los triunfos sino que parece poder conjurar todos los males que acarrean las derrotas.
El padre le da de su vaso un pequeño traguito de moscato. Con ese breve fuego bajandole por la garganta.
Se siente algo mejor. Todos se sienten mejor cuando beben moscato en la República de La Boca.
Mientras comen, mientras el Gran Mangacha, Tío Oscar y su padre elogian la muzarela de Banchero y cambian el moscato con el que han acompañado la fainá por porrones de cerveza, el chico se pierde a instancia de otro match, esta vez los players se desplazan sobre el mosaico pringoso de Banchero. Son unos chicos que juegan con una tapita de Pepsi. Incansablemente la mueven de un lado a otro con la misma destreza casi con que moverían una pelota de cuero.
Se levanta de la mesa y se arrima al insólito campo de juego del piso gris de la pizzería.
Un morochito sin desatender el juego lo mira y ordena:
- Jugás para nosotros. Para Los Tigres del Riachuelo. Y le hace seña con su mano para que tome posiciones en el fondo. Para que defienda el arco que componen las patas de una silla de madera.
No quiere pasar por flojo ante sus rudos y desfachatados compañeros. Ante esos pibes que ya se estan haciendo fuertes en la Placita Solís. Así que cuando por primera vez la chapita pasa cerca de sus pies. La revienta con alma y vida, resbalándose y cayendo de espaldas contra el piso. Por lo menos no ha pifiado.
El gran Mangacha, yerra el segundo vaticinio de la tarde. Yerra feo esta vez.
- Que sangre Peter, este va a ser como Pernía.
Ni Saturno que por lo menos hacia la bicicleta. Ni el Mosquito Monroig que una vez la puso contra Italiano. Ni Pimpinela Tessone que tuvo al menos una jornada de gloria. Ni siquiera Matuzcik que si bien en vano, el pobre las corría a todas.
Hoyos, Trellez quizás, Charles.
Pero el Gran Mangacha murió antes de que esta perrada se calcé la azul y oro. Así que le fue imposible trazar una justa y acertada analogía. Esa tarde en La Boca.

18.8.10

LA CARNICERA DE LUXOR (del volùmen virtual "Has visto tu a Rosa Pantopòn")

Nos conocimos en Musimundo bailando JI JI JI.
El pogo de JI JI JI.
El pogo más grande del mundo.
Esto es decir, el ritual más fiel, al siglo más violento de la historia.
Deben recordar la época en que bailábamos dentro de las disquerías.
Un tiempo en que los seguidores de los Redonditos, aún no habíamos alcanzado el mote genérico de ricoteros. Chicos y chicas, que al menor sonido ejecutado por Skay Beilinson tomábamos por asalto cualquier tipo de superficie y de espacio.
Las disquerías fueron uno de ellos.
No tendríamos más que un par de Satisfacion y Obras encima, cuando me enteré que esto sucedía.
El Gordo que vivía en Capital desde hacía unos años y venía a Mercedes los fines de semana, me contó, birra mediante, en el Comu, que había entrado a una disquería y que no bien pusieron a los Redondos el setenta por ciento de los que estaban allí se pusieron a agitar de un modo increíble.
No podía creer lo que me contaba.
Podía imaginarme, lo había vivido ya, a una multitud de gente bailar el baile de la desmesura dentro de un recital o dentro de una disco. Pero no me lo imaginaba dentro de un comercio. Aunque sea un comercio dedicado a la música.
Sí, reafirmaba el Gordo, tendrías que estar ahí para verlo.
Me imaginé la escena. Una disquería tranquila y careta. Una empresa que realiza un enorme despliegue de su infraestructura para vomitar sus discos de Luis Miguel y de Tecnotronic en los ranchos burgueses, invadida de un momento a otro por el haka suburbano de los Redonditos.
De un momento a otro, contaba el Gordo, cuando el chaboncito de atrás del mostrador, pasó de Phil Collins a Vencedores Vencidos se armó la cosa. En la birra siguiente me contó que algo parecido observó en Once con los cumbianteros que bailan los domingos a la noche en la puerta de las disquerías de la estación.
Oh feroz coincidencia, dijo.
Quise comprobar con mis propios ojos aquello de lo que me había hablado el Gordo. No hacía mucho había terminado de leer El Libro de Manuel y, salvando ciertas distancias, no dejaba de emparentar el fenómeno de la disquería con las intervenciones culturales que Andrés Fava, Loenstein y Cía. realizaban en ese París, que por cierto ya no conoceríamos nunca, taumaturgizado por la mano maestra de Julio Cortázar. Claro que lo nuestro tenía otro tenor.
No quise quedar afuera de esta posible eventualidad que se estaba suscitando en torno a lo que todos sabíamos era el comienzo definitivo de la gran era de los Redondos. Algo así como la última gran gestación de Patricio Rey antes de convertirse en el fenómeno de masas por todos conocidos. El gran salto cuantitativo que la segunda camada de seguidores le estaba dando a la banda para catapultarla a la eternidad. Así que la semana siguiente viaje con el Gordo a Capital.
El aire acondicionado de Musimundo, ese frescor artificial que todo lo envanece, me dijo que hoy no sería posible. ¿De que modo podía surgir una masa de jóvenes ardientes dentro de semejante ambiente caricaturizado por el clima?.
Apenas observamos a un chabón con pinta de rocker revolviendo unos discos de La Polla Record, los demás, eran sin lugar a dudas de un palo sin palo.
Salimos del lugar y caminamos unas cuadras. El Gordo saco su pequeño nebulizador manual para combatir el asma y seguimos caminando. Enseguida nos topamos con otro Musimundo. Más grande este, más prometedor. El Gordo me miró con buena cara cuando pisamos el interior del local y de los parlantes escuchamos sonar Little Red Roster. Igualmente estábamos solos. No había nadie que prometiera el esperado espectáculo. Nos dejamos llevar por la voz de Jagger mientras revisábamos discos de rock nacional. Con un disco de los Abuelos en la mano. Vasos y besos, para ser más precisos vi entrar a Xima, su extenso cabello teñido de rojo, su diminuta musculosas blanca con la estampa de Oktubre sobre sus pechos. Nos miró de reojo y se perdió enseguida entre las bateas. El gallo rojo estaba por empezar a agonizar cuando nos dimos cuenta que el local se había llenado de gente.
La viola de Skay marcando los primeros acordes de Ji ji ji nos hizo zumbar. No tuve mucho tiempo en pensar que en este Musimundo no iba a ocurrir nada. Cuando la voz del Indio entro en escena, fui testigo de los primeros saltos en el lugar. Ocho , nueve o diez de los que estaban comenzaron a gravitar al son del himno, saltando en el lugar. También nosotros, comenzamos a dar saltitos. Me imagine como sería el baile cuando comenzara a estallar el estribillo. Había tiempo de sobra en mi cabeza para pensar esas cosas.
Mire para todos lados y vi como desde una punta de la disquería, Xima empujaba a todos, incitando a un pogo abierto. El tipo de Musimundo tuvo la delicadeza de poner Todo preso es político y el Reggae de paz y amor. No vendió ningún disco y todos salimos transpirados y eufóricos caminando por una calle de Buenos Aires de la que lamentablemente no recuerdo el nombre.
La última en salir fue Xima, mientras los otros chicos se habían dispersado entre la gente. El Gordo y yo la esperamos en la puerta.
Toque mi bolsillo para ver si todavía tenía los dos billetes de diez, si no los había perdido entre los saltos y la invitamos a Xima a tomar una cerveza.
Cuando Xima fue al baño los dos nos miramos. Extrañados. Subterráneamente desafiantes. Dos hombres y una mujer. Una mujer que comenzaba a ejercer el poder de su magia. Oh no. Pero con el Gordo éramos demasiados amigotes y era ley que uno de los dos, más generoso, se retirase a tiempo.
La voz de Xima era espesa, seductora parecía imposible que desde un cuerpo tan flaco pudiera salir esa voz cascada, torrentosa, como si fuera un río que arrastrara el alma de mil lanchones perdidos.
La esperé en la 17 y 16 que baje del 57 y de allí comenzamos a recorrer los bares de Mercedes. Bares que por aquellas épocas eran pocos, muchos menos que los que ahora. En general, concurríamos a viejos clubes donde la única disciplina deportiva que se practicaba era la baraja y el equilibrio del codo apoyado en el mostrador.
Xima se sorprendió con la antigua edificación del Nacional en la calle Diecinueve. ¿Club de qué es? Preguntó tratando de descifrar lo pequeños trofeos que se depositaban sobre una vitrina tapada de tierra. De rifas, le respondí.
El Bar de Betty en la Dieciséis, a las seis de la tarde cuando los obreros de la construcción llegan bañados de sudor y cal después de una jornada agotadora; el Belgrano, a media luz, solitario todavía, con apenas la presencia de Lupepo en una punta clavándose un séptimo Cynar; el Vómito Negro en 31 street con la señora de Gálvez sirviéndonos ginebra; el almacén del mítico Alfredo Laurino donde le presenté a Xima al más grande de los delanteros del fútbol mercedino, Canario Biaggini y donde comentamos una hermosa editorial de Symns en la Cerdos y Peces. Los ojos acerados de Xima citando a Symns que citaba a Borges. La unica venganza es el olvido. Mucho saben de ellos los lúmpenes del tetrabrik y el roinol.
A eso de la diez de la noche llegamos a La Vieja Esquina, Juan Adano charlaba o daba indicaciones a su sobrino Gustavo. Pedí dos fernet. Xima estaba un poco cansada por las cervezas que veniamos tomando. El fernet frío y algo de comer le iban a caer bien. Pese al cansancio se sentía muy a gusto en la barra de madera barnizada de la vieja esquina. Le pregunté que le parecía Mercedes y abrió lo ojos grande dándome a entender que si bien no tenía todavía un comentario formado acerca de la ciudad, algo de ella le gustaba o le llamaba la atención. Me dijo que la próxima vez iba a traer la cámara de fotos para fotografiar la Vieja Esquina. Nada más porteño, pensé. Le comenté que por el hecho de concurrir al lugar desde muy chico, cuando todavía era el viejo almacén de Barbatto, el lugar no me resultaba para nada excepcional o pintoresco.
Xima sacaba muy buenas fotos. Desde que terminó el secundario trabajaba con su padre en una casa de fotografía, ayudándole con el revelado y demás cosas relacionadas a la actividad. Desde hacía dos años venía realizando cursos donde iba aprendiendo todos los secretos de la cámara. Prefería las viejas cámaras y revelaba en blanco y negro. Me dijo que también sabía revelar en sepia. Le dije que desde ya me debía una fotos de esas abrazado a la tapa de Gulp o leyendo una revista homenaje a Luca. Pedimos dos fernet más y nos quedamos en silencio viendo como de a poco se empezaba a llenar de gente la barra de la vieja esquina. Smells like a spirit bullendo de uno de los parlantes, contrastaba con la madera vieja y tranquila del lugar.
Hasta acá la relación con Xima no había tenido ningún sobresalto mayor. Solo los sobresaltos provenientes de dos personas que habitan en el universo del rock y que lentamente se van enamorando. Yo que no trabajaba ni hacía nada solía pasar las semanas viajando a verla a Buenos Aires. Xima de vez en cuando me acompañaba de vuelta a Mercedes y se quedaba a dormir en mi casa.
Pese a su parquedad, Xima le había resultado simpática a mi madre. Pero nada más que eso. El halo conservador de mi madre no dejaba que Xima llegara a más de lo que había llegado. Pienso que Xima tenía una táctica parecida para con mi madre. Por ahora todo convivía en paz. Por aquellos días en viaje a Buenos Aires o cuando estabamos en mi casa recuerdo especialmente las lecturas compartidas de algunos libros que nos partieron la cabeza. Ficciones y El Extranjero. El proceso y Gotan. Discos y más discos escuchados en mi precario grabador (hay de entre todos uno de los Cowboy Junkies que no voy a olvidar). Y claro Salud Universal.
Una tarde de verano después de levantarnos de la siesta me dijo si me gustaría irme de viaje.
Claro le respondí.
Supuse que Xima dispondría sus ahorros para que los dos nos vayamos a alguna de esas playas uruguayas que se estaban poniendo de moda en aquellos tempranos noventa.
Desde hacía unos meses me venía contando el modo alucinante en que la había pasado con sus amigas la temporada pasada. Me habló de pueblos sin energía eléctrica, de playas vírgenes y de crepúsculos profundos como un bajón de heroína.
Así que cuando me habló de un viaje no dejé de proyectar el fantasma de esos parajes desolados, aunque felices, junto al mar.
Montada a un juego infantil de tira y afloja que solía remontarme a una felicidad también infantil, me dijo que solo me revelaría detalles del viaje si le compraba un pote de Dulciora de higo.
Claro, le dije otra vez y rumbeé rápido hacia el super no si antes ofrecerle una mermelada de mejor calidad.
Dulciora de higo, repitió con tono irrevocable.
Volví con el dulce en mis manos y una lata de cerveza para mi. Le ofrecí unas tostadas que sabía mi madre guardaba en un rincón del aparador.
Sólo necesito una cuchara sopera.
Vi como levantaba cierre metálico del pote y procedía a comerse la mermelada como un postrecito.
Yo sorbí a fondo mi cerveza para evitar que el comer de Xima me refracte su dulzor empalagoso.
Cuando iba por la mitad del tarro. Me dijo que tenía dos pasajes con destino El Cairo para el miércoles que viene.
Vacié la lata. Egipto, le dije.
Egipto, me respondió, bajando y subiendo el mentón y esbozando una leve sonrisa.
La abracé y llené de besos su cuello.
Salimos a comprar unas latas más. En el camino le conté que solo conocía Egipto a través de “Érase una vez el hombre”. Una historieta francesa que recorría la historia de la humanidad.
Xima me dijo que conocía “Érase una vez el hombre” a través de la tira televisiva que había realizado en base a la historieta.
Le pregunté si recordaba la polémica que se suscitó cuando descubrieron que los historiadores franceses que dirigían la colección habían omitido el nacimiento de cristo.
A mitad de la colección tuvieron que incluirlo de prepo por que si no en los países católicos no iban a dejar que se siga distribuyendo.
Le dije que ese desliz de los historiadores ateos hizo que para mi el alumbramiento del hijo de dios quede situado en un cajón oscuro entre la edad media y el renacimiento.
Tengo baches peores, dijo Xima.
Nos quedamos pensando en el extraño personaje del Maestro, en Juan y Pedro y en los dos villanos, el Tiñoso y…y… Estuvimos todo el viaje de ida y todo el de vuelta tratando de recordar el nombre del otro villano hasta que mirando hacía el cielo y casi con un grito exclamó, el Canijo!!.
Nos reímos y llegamos a que el Canijo era una versión enana de Malcom Mc Claren.
En casa volvimos al tema que nos concernía: Egipto.
No le pregunté nunca a Xima por que se le había ocurrido ese punto de la geografía. Desde siempre supuse que a alguien como Xima, como a muchos otros el rastro exótico de aquel antiguo pueblo la había convocado sin más. Nunca pensé que el macabro milagro económico del uno a uno había sido el trampolín mágico de las decisiones de Xima.
Abrimos las latas y continuamos bebiendo. Mi madre había salido por lo que estábamos solos en la casa.
Xima me bajó los pantalones comenzó a succionármela. Mientras continuaba su labor yo rasqueteaba de las entrañas de mi cerebro lo poco que sabía sobre Egipto.
El ejército napoleónico tuvo serios inconvenientes en su paso por Egipto, dije entre jadeos de placer intentando remedar la voz grave de un historiador.
Sin sacarla de su boca Xima me miro a los ojos y ejecutó el milagro de hablar. Por qué? -dijo.
Parece que mi bien pisaron el delta del Nilo los soldados franceses descubrieron que por todos lados crecía silvestre y poderosa la cannabis sativa.
Napoleón los dejó hacer por unos días hasta que se dio cuenta que los fisurados eran incapaces de enfrentarse a los ocupantes mamelucos que intentaban defender a sangre y fuego el Imperio Otomano. Cuentan que sometió a pelotón de fusilamiento a los rebeldes que seguían fumando.
Xima corrió el rostro. Un gotón enorme de semen pendía de mi pene relumbrante como una telaraña mojada.
Me recosté sobre la cama y me quedé mirando la mesa de luz. Mi propia mesa de luz de pino amarillo que debería llevar allí más de diez años. Miré las calcos pegadas en el frente de sus cajones, las letras y dibujos fluo de motivos skater y recordé que sobre esa misma mesa alguna vez se había posado las famosas tres pirámides de Egipto. La cerveza y la depresión post eyaculación me hacía ver todo nublado. Apagué el velador y le dije a Xima que se recueste a mi lado. Sentí que Xima se empezaba a dormir. Seguí en el intento de recordar qué era lo que me había llevado a confeccionar las tres pirámides en yeso, pintarlas de amarillo y colocarlas junto al velador. Supuse que podía ser producto de algún tipo de reproducción que intentaban a través de moldes difundir las revistas infantiles de la época. Pero no. No sabía que me había llevado a tal cosa. Seguí mirando la superficie de la mesa donde ahora había latas vacías, el Adán de Marechal, una edición de tapas negras de la editorial Sudamericana, un pequeños cortaplumas de mango brillante que solía utilizar para picar el faso o para salir cuando me internaba en barrios peligrosos de Moreno y sobresaltado recordé los tres pedazos de tela adhesiva que a los pies de cada una de las pirámides indicaban el nombre de cada una de ellas. Keops, Kefren y Miserino.
Creo que mi aversión a todo lo concernientes con Egipto, le conté a Xima ,que ya se había vuelto a despertar y raspaba el fondo de la Dulciora de higo, tiene que ver con mis primeros paseos por las librerías de capital. Tanta novelita mamona acerca de los misterios de Egipto como las de Cristhian Jaqc o las de Wilbur Smith me daban la sensación que no era una temática con linaje para que la empiece a abordar un joven aspirante a dandy. Ni que hablar de todo el arsenal de bibliografía esotérica acerca del poder de las pirámides. Una basura intolerable.
Xima me dijo que si quería podía devolver los pasajes.
No seas boluda, le dije, solamente te cuento mi relación con el lugar que vamos a visitar.
Preparamos algo para comer. Papas fritas o algo así.
Mi madre miraba en la tele como terminaban de sacar los últimos cuerpos de los escombros que se había producido en un atentado a la mutual de Israel en la Argentina. Parecía que el hecho había ocurrido hacía ya varias horas. Con Xima recién nos enterábamos.
A estos los mandó el cabrón hijo de puta que tenemos de presidente, dijo mi madre muy seria.
Mientras nos volvíamos a desvestir para acostarnos y Xima regulaba el volumen del grabador ( había puesto por quinta vez en el día ese disco de los Cowboy Junkies) para que mi madre al otro día no proteste, me dijo que después de los diez días en Egipto volaríamos a París donde nos quedaríamos una semana. Hubieras empezado por ahí le dije, el de Paris es un ratoneo mucho más interesante que el de esas pirámides mugrosas.
Me dormí con el sueño de un tanguero de los años treinta a poco de llegar al gran prostíbulo de la civilización, a punto de conocer la Ciudad Luz, podía presentir el frescor del champán bebido en la terrazas corriendo por la garganta como lo presintió el joven poeta Cadícamo.
En el aeropuerto del Cairo las cosas no deben ser muy diferentes a lo que sucede en los demás aeropuertos del mundo, me dije aunque salvo el argentino no había pisado otro que no sea este el de El Cairo y toda mi referencia al tema se reducía a lo que conocía a través de la tele y el cine. Gente con maletas de aquí para allá. Rostros veladamente preocupados por que sus aeronaves lleguen a horario o simplemente que lleguen. Y el olor a pobreza y a condimentos exóticos o desconocidos para mí que emanaba de los pequeños niños que se ofrecían a llevar las maletas o a conducirnos hasta un taxi. Nos dejamos acompañar por uno de tez color té que vestía una camiseta de nuestra selección nacional. Le pregunté como se llamaba y como la había conseguido, pero como era lógico, pareció no entenderme nada. Nos condujo hacia un auto amarillo y rojo, tomó los billetes de mi mano con rapidez y salió corriendo hacía el interior del aeropuerto otra vez. Antes de subir al taxi miré hacia el cielo y deje que mi rostro se embeba de los rayos del sol africano. Xima me preguntó que hacía. El sol africano, le dije. Me embebo de sol africano. Xima me dijo que el sol era el mismo para todos. Que no existe el sol africano. Que el sol era tanto noruego como bengalí. Quise que la razón la tenga ella y no discutí.
Comimos unos sanguches con un pan bastante duro y con un fiambre no identificado que parecía salchichón pero su sabor era mucho más fuerte como si el embutido estuviera elaborado con carne de animal salvaje. La noche egipcia, su suntuosa oscuridad nos hizo dejar de inmediato del lobby del hotel.
Xima se calzó el walkman y terminamos de salir. Le pregunté que llevaba puesto dentro del walkman. Me contestó subiendo el volumen al palo para que yo pueda escuchar Cua Cua Amén. Yo preferí sumergirme en los ruidos de la consabida noche egipcia. Esta vez no elegí, como había hecho tantas veces ante prometedoras sonoridades la voz del Indio. Aunque sea cantando un inédito que apenas conocía. Igualmente la milagrosa guitarra de Skay se colaba y era el fondo musical de mis ojos deslumbrados por los edificios viejos de la capital egipcia.
Tanto a Xima como a mí nos hacía falta una cerveza. Habíamos recorrido más de treinta cuadras a pie y teníamos sed. Cuando pronunciamos la palabra sed nos dimos cuenta que en todo el trayecto no habíamos visto a nadie tomando cerveza. Bueno, será vino dije. Xima me miró con mala cara entreviendo que iba a sernos difícil ingerir algo que contuviera un mínimo de graduación alcohólica. Entramos a un bar bien iluminado donde lugareños se mezclaban con turistas de elevada edad. Miré sus mesas y en ninguna pude observar botella alguna, de algo que se pareciera a una bebida. Xima preguntó en inglés y los dueños del lugar le respondieron que no en su idioma. Salimos rápido y no metimos en el bolichito siguiente donde además de comidas y bebidas también vendían prendas típicas. Un gordo con barba candado apenas cubierto con unas babuchas y un chaleco de hilo de cáñamo teñido de amarillo también no dijo que no había cerveza, ni vino, ni nada por el estilo. Insistió durante unos minutos en que nos quedáramos en su local a comer no se qué nos explicó y después nos mostró un estante donde tenia a pilados lo que yo considere babuchas como las que él tenía puestas. Nos retiramos prometiéndole que luego volveríamos. El gordo se quedó mirándonos desde la puerta mientras seguíamos recorriendo la calle. Xima me dijo que estábamos en un país musulmán y que no íbamos a poder tomar ni un sorbo de algo que pegue. Le dije que éramos unos boludos por no darnos cuenta antes, pero no me resigné, sin conocer el lugar, sabía que como en todo el mundo, lo que no se consigue en el mercado legal se consigue en el mercado negro. Nos sentamos en una esquina a tomar una gaseosa egipcia y mientras mirábamos unas hermosas y extrañas pinturas, que en varias secuencias, daban cuenta de la caza de hipopótamos en el Nilo, hasta que apareció Nuno. Un joven portugués en Egipto. Se presentó, pidió permiso para sentarse a nuestra mesa y nos pasó a contar de que modo la caza de hipopótamos fue considerada en Egipto como el deporte nacional durante muchos siglos. Nos entendíamos bastante bien con Nuno, tanto Xima como yo falabamos bastante y las diferencias entre el idioma de los brasileños y el de sus padres europeos no es tan grande como algunos suponen. Nos quedamos hablando sobre los bumerang que utilizaban los egipcios para cazar a los hipopótamos. Nuno dijo, mientras nos hacía observar en uno de los cuadros donde se percibía con claridad lo que nos explicaba, que sobre el borde del bumerang engarzaban una planchuela de metal para hacer más artera el arma. Nuno miró hacía la barra como si estuviera buscando el descuido o la anuencia de sus dueños, para proceder con su labor. Para de un momento a otro, como un sofisticado metre de un restó internacional proponernos en un claro español: Que desean tomar?.
Lo palmeé a Nuno en el brazo a la altura del codo. Nuno se asustó y levanto los brazos. Le dije que no se asuste, que estaba todo bien, que solo le estaba expresando mi felicidad por haberlo encontrado.
Nos condujo por la calle principal hasta que llegamos a una esquina donde unos jóvenes egipcios acompañados de unas jóvenes de piel negra, seguramente prostitutas nigerianas, fumaban porro. Le pregunté a Nuno que era aquello que fumaban. El barandazo no me resultaba del todo familiar. Me dijo que fumaban hachis mezclado con polvo de ángel, pero que el no tenía nada que ver con eso, que si quería me podía conectar con el marroquí Dick cuando estemos dentro. Lo mío son los tragos dijo Nuno sonriendo. Le dije que no se moleste que desde que la conocí le prometí a Xima que nunca más me metería en asuntos de drogas pesadas. Bajamos tres o cuatro cuadras hasta que llegamos a lo que parecía la puerta de un gran garage. En ese momento me pareció estar caminando por la calle Catorce unas cuadras después del Colegio San Patricio.
Nuno golpeó tres veces y alguien desde adentro abrió.
Atravesamos un porche oscuro hasta que escuchamos el bullicio de decenas de personas arracimadas en torno a una barra de discoteca. De algún parlante escondido salía un música lenta y a bajo volumen que daba a entender el carácter clandestino del lugar. Nuno nos dijo que pidamos lo que quisiéramos, que había desde cerveza holandesa hasta aguardiente moscovita y que los precios eran por demás considerados. Dicho esto Nuno se retiró. Seguramente a buscar más clientes para el bar. Xima pidió dos daikiris. Mientras sorbía con enorme placer su trago me dijo que qué cara nos habrá visto Nuno en el barcito de la esquina para creernos potenciales consumidores de su bar. Nos reímos juntos.
Un árabe panzón charlaba con un chino mientras tomaban una Heineken detrás de otra. De un momento a otro, noté que nos miraban. En realidad, que el árabe, miraba a Xima. Terminé mi daikiri y le dije a Xima que iría hacía la barra a pedir algo más. Xima se quedó sentada en una mesita con sombrilla al lado de una pileta escuchando con el walkman algún disco y tratando de descifrar con la mirada el eco milenario de la noche egipcia. Le pregunté si tenían fernet. Al principio creí que el egipcio no me escuchaba así que levanté la voz.Fernet- Branca. Pero evidentemente no tenía lo que pedía. Mientras me ponía de acuerdo connmigo para decidir que otra cosa iba a tomar a falta de fernet, sentí que me tocaban la espalda. Me di vuelta y vi al chino, que hace un rato hablaba con el árabe. Me saludó de un modo diríamos oriental y me dijo ,en un español trabado pero comprensible, que pidiera lo que quiera, que el rajá invitaba. No me gustó nada el chino. Menos el rajá que desde lejos nos miraba con expresión extraña. Sin que pida nada el chino puso en mis manos una botella de champán y dos copas. Me dijo que iba a ser claro y preciso. El rajá quiere comprar a su mujer. Y le ofrece cien caballos árabes como paga.
Volví con un merlot californiano cosecha 1982. Fue la ultima vez que vi la cara de Xima. Sus facciones frescas, sus ojos llenos de vida, su piel rosada.Su voz arrastando mil lanchones perdidos.
Al salir del lugar donde nos había traído el portugués, dos hombres encapuchados nos golpearon mientras yo orinaba contra un árbol y Xima esperaba a unos metros. Luché todo lo que pude pero lograron dejarme fuera de combate con dos tremendos golpes efectuados con un garrote.
Enseguida supe que los dos hombres que se llevaron a Xima no tenían nada que ver con los hombres que estaban en el bar, ni con Nuno, ni con el árabe, ni con el chino.
Di parte a la policía y esperé en la puerta del hotel que algún móvil de la policía de El Cairo venga con Xima o con noticias sobre Xima.
Comencé a atravesar una de las peores pesadillas que recuerdo. Por si esto fuera poco el calor egipcio me sofocaba de una manera que no podía controlar. Cada medía hora me metía bajo la ducha e intentaba que el agua fría apague todo el fuego que brotaba de mí.
Comencé a patrullar solo los barrios periféricos de El Cairo. Me levantaba temprano. Me levantaba es un decir porque en realidad no dormí ninguna de esas noches. Mejor dicho, salía del hotel no bien salía el sol, y me internaba en lugares extraños tratando de obtener alguna pista sobre Xima.
Una noche me encontré con Nuno. Casi lo sostuve del cuello. Lo puse contra la pared y con mi cortaplumas juré que le abriría el cuello como a un pato si no me decía que pasó con Xima. Nuno se puso a llorar como un chico y me dijo que no tenía nada que ver con la desaparición de Xima, pero que me iba a ayudar a buscarla. A la noche lo volví a encontrar. Me dijo que lo acompañe. Tomamos un taxi. Estuvimos más de cuatro horas recorriendo caminos y rutas. Nuno sacó dinero de su bolsillo y pagó al taxista. Bajamos cerca de una aldea muy precaria que rezumaba miseria. Nuno me señaló un callejón polvoriento que descendía hasta orillas del Nilo. Entre cientos de mujeres que lavaban ropa, vi a Xima. De espaldas con el agua hasta las rodillas parecía un espectro femenino orando a los viejos dioses egipcios. El portugués me ayudo a abrirme paso entre las lavanderas y a llegar hasta Xima. Cuando llegamos a ella, apenas esbozo una leve sonrisa y se arrojó a mis brazos.
En el hotel Xima no quiso comer. En los ocho días en que estuvo perdida había perdido varios kilos. La obligue a tragar el pescado y las zanahorias. Pedí un licuado de frutas y se lo hice sorber lentamente. Recién cuando el sol se fue escondiendo, Xima pronunció sus primeras palabras. Su voz tenía un tono religioso y aterrado, como si hubiera atravesado una fase mística y maldita al mismo tiempo.
Me contó que los dos tipos la condujeron a lo que parecía una mezquita y la dejaron en manos de unas mujeres que parecían monjas. La hicieron despojarse de su jean y de su remera y le dieron una túnica negra con vivos rojos.
Luego descendió por unas escaleras de tierra interminables. El lugar parecía una cárcel, dijo Xima. Me enloquecí y golpeé a una de las monjas tratando de huir, pero enseguida me maniataron, me desnudaron la parte de arriba. Xima me miraba imperturbable. Pensé que por lo que me contaba en cualquier momento se iría quebrar al recordar lo que le había sucedido. Pero no. Xima parecía una traficante de paz.
Me miró a los ojos. Juntó sus dos pequeños dedos y me dijo que con un pequeño escarabajo de cristal. Un qué?!! -le pregunté exaltado.
Un escarabajo de cristal, volvió a repetirme.
Un escarabajo que parecía un fuerte broche para el pelo, me lo aplicaron en la espalda, en algún lugar de la columna vertebral. Toda mi piel se erizó ante lo que me contaba Xima. Sentí un pinchazo en la parte superior de la espalda y toda mi voluntad quedó en manos de aquella gente, dijo mientras contraía los párpados.
Cerré los ojos. Una ráfaga de cobardía estuvo a punto de pedirle a Xima que suspenda su relato. No quería saber que habían hecho de ella. No.
La voz de Xima volvió a encauzarse en ese ritmo religioso y aterrado. Era una voz desconocida para mí. Se sostuvo el pelo con sus dos manos y prosiguió.
Me bajaron por barrancos infectados de mosquitos, hasta que vi las celdas. En ellas alojaban a soldados norteamericanos que habían caído prisioneros el año pasado durante la Guerra del Golfo. Ásperos marines e infantes que paradójicamente miembros del bando ganador se encontraban encerrados en calabozos musulmanes.
Pasadas unas horas me pusieron una cimitarra en la mano, colgaron a varios de ellos de los pies y me enseñaron a decapitarlos.
Que hijos de puta. Fue lo único que dije en un suspiro tan largo que pareció asfixiarme .
La mano de Mahoma no mata prisioneros, dijo Xima intentando explicar por qué era ella la encargada de las ejecuciones y no las propias mujeres musulmanas que regenteaban esa casa de la muerte.
Pasé ocho días decapitando hombres, dijo Xima. Me arrojé sobre ella y la abracé. Me sorprendió que su cuerpo permaneciera rígido e imperturbable, que de sus ojos no salga ni una lágrima ni en su pecho resuene el eco alguno de un sollozo. Se libró de mi y me dijo que quería estar sola.
Volamos a París. En el viaje no pronunció ni una palabra. Me miraba fijo para que yo pueda leer en el interior de esas dos rocas que ahora tenía como ojos todas las entrelíneas que evidentemente dejaba translucir la historia que me acababa de contar.
Mientras caminábamos por París rumbo a una de las dependencias de Naciones Unidas para radicar la denuncia pertinente vino a mi mente un fragmento de memoria que contenía pasajes del recital de los Redonditos en el microestadio de Racing donde, entre tema y tema, bajo una bandera gigante de Iraq, gritábamos por Sadam Hussein. Abrí la puerta de la ONU y Xima me tomó del brazo para que no entre. Intenté forzarla pero se volvió a resistir. Se acercaron unos tipos de traje y les dije que estaba todo bien, que no se preocupen. Nos miraron con gesto desconfiado mientras nos retirábamos.
Antes de volver al hotel llamé a mi madre. No lo había hecho desde que había llegado a Egipto por lo que sospechaba estaría un tanto preocupada. No pensaba contarle nada de lo sucedido con Xima. Solo le diría que estaba bien. Se alegró al escucharme. Me dijo que la Negrita había tenido cachorritos y que no sabía que hacer con ellos. Parecía desesperada ante la situación. Nueve tuvo, cuatro blancos y cinco marroncitos nueve me repetía. No te preocupes mamá que la semana que viene ya estoy por allá. Yo me voy a encargar de ubicarlos y corté.
Mientras tomaba un wiskey en el hotel, pensé con acierto que Xima no volvería a ser más la chica que había conocido. Intenté, por medio del sexo, tener un poco del viejo contacto que había tenido con Xima.
Mientras nevaba en las calles de París me metí en la cama e intente hacerle el amor. Me encontré con un cuerpo tibio, suave y dispuesto pero el no poder penetrar en su fortaleza mental, hizo descender mi libido hasta escalas elementales del deseo. Y todos saben lo que pasa cuando se intenta jugar pool con una soga en vez de con un sólido taco de madera.
Busqué por todos los medios que Xima vuelva a ser la que era. No podía soportar más su actitud ausente y a la vez altiva que se iba consolidando según pasaban las horas. Puse en reiteradas ocasiones su disco preferido de los Cowboys Junkies, me puse en pelotas con la sábana anudada al cuello como una capa e improvisé una versión de La oración del niño, probé conmoverla con daikiris y Mi genio amor, pero nada.
Si había algo que yo no quería era volver a escuchar era el relato de Xima, de su infierno subterráneo en la entrañas de Luxor, allá en Egipto. Pero fue eso la que la hizo salir del marasmo en que se encontraba mientras comprábamos unas camperas en un mercado de pulgas cerca del Quartier Latino. No bien salimos los dos enfundados en sendos gamulanes negros y nos metíamos en “362” ( un café que recordaba los tres últimos números del teléfono de Sartre y que tenía mucho en común con el café de Aldo Capurro en mi ciudad).
Al primer sorbo de café, Xima tomó mis manos. Dijo que no podía olvidar el rostro de los infantes mexicanos y hondureños que había tenido que ejecutar. Sentí que ese ablandamiento, esa suerte de sensibilidad por la que comenzaba a deslizarse iba a ser la puerta de salida para que, de un momento a otro, expurgue todo el infierno instalado dentro suyo. Miré caer la nieve por la ventana. El rostro frío de los franceses recorriendo las calles. Acoracé mi pecho para resistir una dura confesión, pero Xima volvió a incorporarse en su silla como si no hubiera dicho nada y a permanecer grave y religiosa, mientras ella ahora también miraba caer los copos celestes de nieve por los grandes ventanales del “362” de Paris. Como si nada.
Puedo contar con los dedos de una mano las veces que vi a Xima después del viaje.
No vino más a mi pueblo. Fui yo siempre el que se interesó en volver a verla.
En ninguna de las ocasiones en que volví a estar con ella la vi resignar su actitud, religiosa y altiva.
Una de las noches en que me quedé a dormir en su cuarto observe como cuidadosamente oculto un corán bajo la cama para que yo no lo viera.
Nuestra situación amorosa no daba para más. Si bien Xima disfrutaba de mi compañía. Evidentemente ya no era más la misma.
Dejamos definitivamente de vernos.
El treinta y uno de diciembre de mil novecientos noventa y cuatro me llamó a mi casa. Yo estaba con mi madre, bebiendo una sidra Rama Caída, bastante tibia por los cierto (las heladeras de Facciolo cada vez calientan menos) y escuchando como hacían explotar miles de elementos de pirotecnia convirtiendo el cielo en un campo de luces. Me habló despacio, modulando cada una de sus palabras como si supiera que era la última vez que hablaba conmigo. Me dijo que yo era lo más importante que le había sucedido en su vida. La frase aún no estaba tan descascarada por el uso. Lo que llevó a conmoverme. Siempre fui un pésimo interlocutor telefónico y apenas esbocé con cuatro garabatos verbales, algo de reciprocidad a lo que me decía. Le pregunté si quería que viaje a verla. Me dijo que no. Que no la iba a encontrar. Insistí. Del otro lado de la línea, Xima, no puso excusas. No me vas a encontrar, repitió con la voz más segura que nunca. Tardó en cortar, como si me estuviera regalando el halo de su último suspiro.
Yo que pensé que me estaba olvidando un poco de ella, que entre tanta adrenalina que estaba derrochando junto a los amigos por la noches, que tanto morbo palero estaba volviendo a insensibilizar mi corazón como quien anestesia el cuerpo de una bestia africana, sentí el turbión del amor colárseme otra vez por las entrañas. Un mal presagio tuve cuando después de liquidar la segunda botella de Rama Caída con mi madre, salí de mi casa para pasar a buscar al Gato Palazzo por su casa y salir a festejar Año Nuevo.
Hace pocos días me encontré con una de sus amigas en las puertas de acceso del estadio de River antes del recital de Roger Water. Yo había ido con Pantuflita y con Tati Valenzuela. Hice todo lo posible por estirar el saludo con que me reconoció. Lo normal hubiese sido que después de saludarme tibiamente como si fuéramos fantasmas del pasado, cada cual se hubiese perdido por su lado, entre la marea de gente que intentaba entrar al estadio. Pero algo me ató a ella. Mientras Pantuflita y Tati hacían migas con las amigas y se convidaban bicherío y macoña, con Julia comenzamos a hablar de lo único que podíamos hablar, de Xima. Estaba pasada de rosca Julia, no se si tanto bicho le había limado buena parte de su corteza cerebral o era simplemente el medio litro de Branca que se había clavado antes de salir lo que le daba ese aspecto Modigliani a su alucinada figura.
Las palabras se le trababan para comenzar y luego producía inmensos baches de donde la tenía que rescatar sacudiéndole un poco el brazo. De todos modos Julia pudo narrarme el trágico desenlace de la vida de Xima.
Roger Water ya estaba haciendo sonar su guitarra sobre el escenario. De un momento a otro su inmortal cerdo cruzaría el rectángulo del campo de juego volando como una gaviota. Ninguno de nosotros quería perderse ese momento. Julia se había pegado tanto a mí, para que la pueda escuchar, puesto que sus palabras se oían cada vez menos, que el desprevenido que veía la escena podía asegurar que estábamos transando. Pero nada de eso. Como si el espíritu de una sirena se hubiera metido en el cuerpo de esa pendeja, mis oídos escuchaban el más extraño y cadencioso de los tangos brujos.
Las palabras de Julia se arrastraban como alacranes que destrozaban mi corazón. Él de ella estaba destrozado hace tiempo, me dijo, desde que supo lo que le había sucedido a su amiga.
A medida que me iba enterando del destino final de Xima una suerte de calor comenzó a invadirme el cuerpo.
Si hay algo de lo que estaba seguro era de que Julia no me estaba mintiendo, ni estaba delirando. Cuánto lo hubiese querido, estimado lector, cuanto hubiera pagado por que lo escuchado en esa noche no hubiese sido más que el cuento truculento y delirante de una pendeja en ácido.
Mientras la oía, las sensaciones se me mezclaban.
¿Había Xima aprendido a hablar en árabe?¿Como se arrastrarían sus mil lanchones perdidos en su garganta en el idioma de los mahometanos?
Puedo imaginarme el modo de vestir de Xima en Oriente. Seguramente vestiría el traje común que utilizan los miembros de las células de choque cuando están en actividad.
Puedo imaginarme sus ojos templados con el fuego de una heroína mesiánica.
Puedo imaginármela empuñando una ametralladora para enfrentar junto a los guerreros afganos al ejército invasor.
Puedo imaginármela preparando un cóctel molotov y orando para que su granada flamígera arrebate la piel de quienes humillan las sentencias sagradas del Corán.
Puedo imaginármela, también, escondiendo entre sus ropas un cassette de Oktubre o del Baión ante la mirada inquisidora de algún jefe que la hubiera mandado a degollar si la hubiese descubierto con semejante material. Lo puedo imaginar porque sé de fanatismos.
Lo que no puedo imaginarme y en realidad es lo que no me deja dormir por las noches, como si intentara recomponer las piezas de un rompecabezas sátanico es su rostro alcanzado por la metralla en la noche de Kabul.
Pasó el cerdo volando.
Pero no lo pude ver.

13.7.10

Giros (del volúmen virtual "Has visto tú a Rosa Pantopón")


El tío se hallaba de espaldas a la puerta, haciéndole lo que debía hacerle a Donna. Llaman el misionero a esa posición. Se encontraba en pleno momento. Alcancé a escuchar sus gemidos que se precipitaban sobre el final, pero no era tu día, chico, lo puedo asegurar.
Tosí y amenacé llevar mi mano derecha a la cintura. El tío estaba que se moría. Juro que si por la misma puerta por la que yo ingresé hubiera entrado la huesuda se hubiera sentido más a gusto.
Le dije que se levante.
Donna comenzaba a componer el teatro de siempre. Lloraba con la cabeza hundida en la almohada y me pedía entre sollozos que no le haga daño. Es un buen chico repetía. No le hagas daño Martin. Por favor Martin no te enfades con él.
-Dejare que este mamón coja sus cosas y se vaya. En cuanto a ti, ya veremos cuando quedemos a solas.
El tío me echó una mirada de soslayo. Se sintió en el aprieto de intentar aplacar mis ánimos cuando dije aquello de quedar a solas con Donna. Volví a amenazar con meter mi mano en la cintura. Esta vez con más vehemencia. El tío dio un respingo sobre la cama y se cubrió la cabeza con los brazos. Un ominoso pedo salio de su aterrado culo. Le arrojé su chaqueta y comenzó a colocársela. Hice que sollozaba mientras le replicaba a Donna cuantas veces más pensaba hacerme lo mismo.
-Es que me has tomado por gilipollas.
-Juro Martin que no volverá a repetirse. Lo juro por mi madre.
El tipo estaba a semivestir arrodillado en la cama. Volví a dar un sollozo. El esfuerzo hizo que mis mocos saltaran por mi nariz. Me limpié con el antebrazo. Donna se levantó de la cama y tapo sus pechos con una toalla sucia que había debajo de la cama.
-Ahora si pareces una dama- le dije con ironía.
Se acercó y me preguntó que iba a hacer con él.
-Lo dejaré ir, coños. Dije que con el no es el rollo. Sino contigo.
El tipo seguía mirando todo sin poder incorporarse del todo de la cama. De a poco había recuperado el suspensor entre las sábanas y se lo había colocado.Un tanto atravesado. Se le podía ver la parte superior de la línea de su trasero. Cogí su pantalón. Lo sostuve en mi mano sin mirarlo. La prenda era de lana gruesa. No iba con la época pero debía valer por lo menos lo mismo que diez botellas de bourbon. Miré al tipo y luego el pantalón.
-Bonita prenda, no- le dije con tono apagado para que el tipo sospechara que en mi puñetera vida había tenido una prenda de esa clase.
El tipo que estaba mudo hasta hace un momento comenzó a tartamudear.
-Que- que- quédatelo si quieres-me dijo casi al borde del colapso.
Donna ya tenía en sus manos la prenda baja de un mugriento joggins.
-Tomá cogelo le dijo Donna.
El tipo se lo calzó de inmediato y miró la puerta. Era hora de dejarlo salir. La función había terminado. Corrí mi cuerpo de la puerta. Eructé el último gin que había bebido minutos antes en el bar y le dije al mamón que podía retirarse. Que tenía muchas cosas que arreglar con mi esposa.
Como si la sirena del edificio hubiese dado alerta roja de incendio el tipo corrió hasta la puerta y desapareció.
-Oye, Martin. Procura hacerlo menos extenso la próxima vez.
-Es que me causaba gracia el rostro de gilipollas del tío. Gozaba en verlo sufrir.
-Te estas convirtiendo en un psicópata Martin.
-Veamos cuanto llevaba este mamón en sus bolsillos.
Metí mis dedos en los bolsillos del pantalón de lana y extraje la billetera. Miré a Donna. Ella se acercó y besó mis labios.
-Eres un amor cariño, me dijo.
Antes de abrir la billetera apostamos.
Donna fue a que el tío poseía más de doscientos dólares en su billetera.
Yo, que tenía menos de cien. Tenía el cuerpo pálido de un empleado bancario y todos eso tipos son unos amarretes.
Conté.
220.
-Gané -exclamó Donna.
-Al menos ve y enjabónate.
-Claro, cariño.
Vi como el hermoso culo de Donna desaparecía por la puerta del cuarto de baño. No demoró más que unos segundos en sacarse de encima los rastros del tipo que se acababa de ir.
Donna se tendió sobre la cama y yo procedí a pagar la apuesta. Hundí la poderosa paleta de mi lengua entre los pliegues rosados de su coño.
Mientras se lo hacía Donna contemplaba el reloj de pulsera bañado en oro que el tipo había olvidado sobre la almohada.
No quiero interrumpirte Martin pero creo que con lo que vale este reloj podré costearme la peluquería durante todo el año.
Fueron estupendos aquellos años con Donna. Luego Donna se cansó. No se si de mi o de nuestra profesión. O de las dos cosas a la vez. Debo confesar que muchas chicas fallaron en el intento. En más de una oportunidad tuve que lidiar con el tio en cuestión. A puñetazos o acercandole el caño frio de una pistola a su cabeza. Odio hacer esto. Odio las armas de fuego. Soy tan cobarde que tiendo a cerrar los ojos cada vez que veo una. Solo que hay veces que la situación sencillamente lo amerita.
Luego de Donna llegó Daisy, después Patti y la cosa fue empeorando. Hoy no hay tantas tias dispuestas a ganarse la vida timando tios bajo la estetica consolidada de una profesión como la mía. Ya no hay chicas con aquel temple. Se los puedo asegurar. A veces pienso que han encontrado un camino más fácil. Soy un tipo sofisticado según ellas. Me doy cuenta de ello cuando me largo a explicarle de que va la cosa y se marchan. Se largan sin explicarme de que otro modo, con que otro plan intentarán comer y vestirse como dios manda. Estoy seguro que tienen otro plan mucho más sencillo que no me quieren revelar. Claro que para que yo pueda llevarlo a cabo debería poseer un coño propio.
Esto mismo que les cuento a ustedes es parte del mismo relato que una noche le conté a Digby en The Star. Recuerdan The Star aquel bar de borrachos alla en el fin de la calle 24. Cerró sus puertas la misma noche en que unos matones balearon a Carl Morgan.
Estabamos aburridos mirando como las moscas revoloteaban sobre nuestras cervezas. Digby me dijo que esa misma noche cuando llegue a su bohardilla se iba a colgar.
-Estoy harto de levantarme cada día y de respirar la mierda de este mundo, Martin. Ya no lo volveré ha hacer.
-Escucha, Digby. Te contaré una buena historia. Quiero al menos te vayas a la tumba con una de las enseñanzas de tu amigo Martin. Puede que del otro lado del mundo te sean de utilidad.
Dije que ya que era su último día entre los vivos disponga de todo su dinero para compartir copas con su amigo Martin.
-Tienes razón amigo. Ben trae una buena botella de bourbon. La mejor que tengas, Ben.
Ben cogió la escalerilla y trepó hacia lo alto del estante. Sopló el polvo que escondía la etiqueta.
-Este bourbon está aquí desde el día que los malditos japoneses atacaron Pearl Harbour.
Digby escucho la historia mientras bebíamos aquel bourbon.
Pensé que el mamón de Digby se dormía en medio de la historia. Pero que importaba si teníamos una botella aún llena. En la mitad del relato Digby se comenzó a comprometer con la historia. Me interrumpía después de cada frase para que abunde en detalles.
Terminamos cogiendo una borrachera fatal con Digby aquella noche. El muy cobarde no se colgó el día después. Le faltaban agallas para hacerlo. Tomó un bus a California y terminó cargando los equipos de sonido de una banda de rock. Cuatros yonquis gatos sucios. Digby debería trabajar por una botella de aguardiente. Imagino al pobre cargar y descargar caja de sonidos sobre su lomo en pocilgas infectas donde se reunirían a arruinarse los oídos todos aquellos malditos rockeros de la costa oeste.
Los tipos comenzaron a lograr fama. Recorrian la costa de punta a punta. Sus discos sonaron en la radio y cruzaron el Atlantico. En un periquete Digby se había convertido en el fiel colaborador de unos tipos con éxito.
Debe haber sido en aquellas giras que Digby contó mi historia de timador al marrano que escribía las letras de la banda. Parece que el tipo cogió papel y lapiz y copió lo que Digby le narraba. Tienen que conocer a Martin, Mi viejo amigo Martin. Estoy seguro que los va a divertir mucho,les debe haber dicho.
Vi el video en MTV hace una semana. Podrian haberme convocado para filmarlo. El actorzuelo que hace de mi. Ese mierdecilla con cara de poco hombre no se me parece ni en el modo en que respira. Pero eso a quien le importa. A quien de los millones que compran sus putos discos les importa quien es el verdadero Martin de la canción. Martin el timador. Asi le han puesto por título. Un enjambre de guitarras desafinadas que termina por hacer arder los oidos. La tía que hace de Donna no esta mal. Una rubiona con rostro de zorra que relaja los labios a cada segundo en que la cámara la pilla. Aunque observando en detalle debería decir que la putita del video no podría ni enjuagarle los pies a la verdadera Donna. Había un charme muy especial en todo el contorno de su figura. Donna si que era una verdadera diva.
Hace un par de días Digby me telefoneó desde el Oeste. Dijo que Morton Calavera quería conocerme. Ponte en marcha Martin. Saca tu maldito coche y ponle proa hacia California. Corté y me imaginé frente a esos tipos. Esos sucios pelilargos junto a su musa fetiche. O sea yo. Pasaríamos largos días bebiendo y fumando mota. Largos días y noches derrochando dinero en fichas de casino y en tragos preparados dentro de una coctelera. Nos tiraríamos a algunas fanáticas después de los conciertos y después nos tostaríamos como lagartijas bajo el sol del Pacífico.
Salí a la calle después de echar llaves al fregadero de coches. Caminé unos metros y giré sobre mis pasos. Vi como la luz de la luna iluminaba el cartel. FREGADERO MARTIN. Fue la primera vez que me sentí orgulloso de poseer lo que poseía. De algo había servido timar a tantos tipos. Sentí que no todo había sido en vano. No todo el dinero se me había ido en apuestas y tías. Esa noche me pase sin dormir. Pensaba una y otra vez en Donna. Di vueltas sobre el colchón hasta dejar las sábanas convertidas en un nudo.
Me levanté temprano. Había tomado la decisión de viajar a Califorrnia. Sobre todo quería estrechale un abrazo a Digby a quien realmente extrañaba. Aunque también quería verle la cara al tipo ese que me había hecho famoso. Morton Calavera. Seguramente un niño de pecho jugando a psicópata. Algo me decía que debía viajar acompañado. Fui hasta la oficina del fregadero. Lucy estaba pasando el paño sobre el piso.
-Buen día Martin- dijo.
La saludé y comenzé revolver los cajones del escritorio. En alguno de ellos tenía una fotografía de Donna. En el dorso de esa fotografía Donna había escrito con un bolígrafo su dirección. Le dije a Lucy que deje de fregar el piso y que me ayude a buscar.
-Parece que es una mujer muy importante para usted-dijo lucy.
-Ya lo creo niña- le contesté.
Al cabo de unos minutos de búsqueda cuando ya creía que no la hallaría Lucy dio con ella.
-Es verdaderamente guapa esta Donna, señor. Espero que se conserve tan bien como usted.
-Guarda cuidado Lucy. Gracias por ayudarme, puedes irte a tu casa.
Me puse una chaqueta roja y un sombrero de ala blanco. Las gafas negras me ayudarían a conducir en la carretera. Golpeé la puerta. Me atendió un niño.
Pregunté por Donna. Los músculos de mi estómago se contrajeron. Sentía que los nervios subían en bandada por todo mi cuerpo. No sabía de qué modo podía reaccionar Donna después de tantos años. Recordaba la fuerza de su carácter. Sabía que podía asomarse de una de las ventanas e insultarme o sacar un arma y dispararme. En pocos segundos la vi atravesar el porche. Se metió dentro del carro como si alguien la persiguiera. Miró hacía atrás y le hizo señas al niño para que vuelva al interior de la casa. Me miró un largo tiempo sin decirme nada. Yo hice lo mismo.
-Martin el timador -dijo después de unos largos minutos.
-O veo que no olvidas nada Donna.
-Es que es difícil Martin dejar caer en el olvido los años más intensos de la vida.
El rostro de Donna rebozaba de frescura. No obstante parecía como si el peso de algo hubiese desarticulado sus facciones hasta dejarlas muertas.
-No fue facil abandonarte, Martin
Temí algún pase de factura que igualmente no tardaría en llegar. Le dije que si estaba al tanto de los famosos que eramos.
Donna comenzó a canturrear aquello de Ohh Martin y Donna/ si te los cruzas/ te esquilmaran Ohh Martin y Donna si duermes con ellos/ no los olvidaras.
-Mis sobrinos no dejan de cantarla como todos los jóvenes del barrio.
-Como todos los jóvenes del mundo- le respondí dandole a entender el alcance que habíamos obtenido.
-Creo que mis sobrinos sucumbirían de sorpresa si supieran que Donna es su tía.
Reimos juntos. Observé el rostro de Donna que parecía ir recomponiendo poco a poco esa sonrisa encantadora de hace tiempo.
-Estaba enamorada de ti dijo Donna. No podía soportar ser solamente tu socia. No podia soportar que después de cada atraco salieras a cenar con esas zorras. Que te tiraras a esas zorras.
-Perdoname Donna. Es que…
-No tienes de que disculparte, Martin.
Le conté que había cambiado de vida. Que desde hace un año solo bebía algo liviano por la noche. Que ahora era un hombre decente que llevaba un fregadero de coches.
-Me alegro por ti, Martin. Estas en edad.
-En edad de qué.
-Nada Martin, déjalo así.
Me dijo que desde que dejó mi apartamento vivía con su hermana. Confeccionaban ropa para niños a pequeña escala y la vendían en tiendas de los alrededores.
Le dije si quería ir conmigo a California. Vamos a conocer cara a cara a ese maldito Morton Calavera. Vamos a cantarle nuestra canción.
Pisé el acelerador. La carretera estaba vacía. Quería hacerle sentir a Donna un poco del antiguo vértigo.
Crees que hay dinero tras el viaje a California- me dijo. Pensé que Donna había recuperado parte de su ánimo, parte de su incansable forma de encarar la vida. Pero solo me estaba estudiando.
-No lo sé Donna. Pero algo me trajo hasta ti. Algo quiere que viajes conmigo a California.
Solo eso, preguntó.
Vayamos de a poco.
-Tienes alguna treta legal entre manos para darle por culo a ese Calavera.
-Nada de eso Donna. Sabes que nunca me he llevado bien con la ley. Ni siquiera con sus aspectos más oscuros. Tampoco quiero nada de ese sucio rockero.
Advertí que a Donna no le interesaba viajar a California.
La vera de la carretera comenzó a cubrirse de arboledas y campos sembrados de cebada. Grandes bandadas de grajos formaban letras consonantes en el cielo. Tenía suficiente combustible en el tanque para seguir deslizándome sobre la carretera toda la tarde. El aire daba en mi rostro.
Donna dijo de detenernos. Había elegido el tramo más desolado.
Una hilera de hayas se erigía sobre el costado de la carretera como un ejercito imperial de la naturaleza. Bajo ellas comenzamos a caminar.
Donna tomó mi mano.
-Nunca deje de pensar en ti.
-Yo tampoco Donna.
-Crees que aún es nuestro tiempo?
-No lo sé. Acaso hay alguien que lo sepa?.
Sentí un enorme deseo de tomar un gran vaso de whisky con leche. Me solacé viendo como el cielo comenzaba a perder la nitidez del celeste para ir virando a un azul rojizo, la fuerza del cielo es una buen placebo para un ex-alcohólico. Donna parecía frágil. La sentí volar sobre sus pies mientras caminaba a mi lado.
-Podría prepararte el desayuno- dijo- Podría colaborar en el fregadero.
-Podríamos coger una canasta los fines de semana y llegarnos hasta el lago a pescar truchas- dije con un lento entusiasmo.
-Podríamos pintar tu casa. He aprendido mucho sobre decoración en estos años.
-Podríamos sentarnos a mirar televisión toda la noche tomados de los hombros.
-Podríamos tener un canario rollers. O una cacatúa.
Nos fuimos internando cada vez más en el campo. El coche aparcado al costado de la carretera se fue haciendo cada vez más pequeño hasta transformarse en un juguete. La luz de giros había quedado encendida Los últimos rayos de sol golpeaban sobre el capó formando un haz de brillos plateados.
-Podría cocinarte pastel de peras. Recuerdo como te gusta- dijo y echó a correr como una adolescente entre la hierba crecida del campo. La seguí hasta atraparla por la cintura.
Donna seguía siendo una actriz genial capaz de convencer a cualquiera de lo que se proponga.
Quedamos cogidos de los hombros mirando hacia la carretera. Donna me hizo notar la luz de giros encendida.
-Es increíble la constancia con que repite su juego- dijo.
Nos quedamos contemplado esa pequeña luz roja sobre la extensa cinta de la carretera mientras mi mano acariciaba la suave piel de su estómago.