20.12.10

"Los villanos"



El que te sirve Sulky y te dice Peter -igual que a mí- se llama Dardo, Dardo Barbatto.
El padre del chico termina con este último de enumerar uno a uno a los hermanos Barbatto. Los dueños del almacén de la esquina de la casa donde vive el chico y al que concurren asiduamente ya sea para comprar fiambre, aceitunas, spaghettis sueltos que Dardo saca de una enorme cajonera de madera, o con el solo fin de tomarse una copa . Padre e hijo.
Y el hombre que come los chorizos sin cocinar ¿como se llama, papá?
No sé , es polaco, igual que Lato, el pelado que jugó el Mundial. Debe ser costumbre de su país comer la carne de esa forma, cruda y con mucha pimienta, le explica.
Lo que luego no puede explicarle con precisión -no lo puede hacer porque él mismo, en realidad aún no lo puede asimilar del todo, aunque evidentemente no le son desconocidos los motivos, es la marcada división que existe en el interior de lo de Barbatto. El chico le ha preguntado por qué sobre la barra de estaño, la que atiende el Negro Barbatto, se reúnen solo hombres mal vestidos, con apariencias de pobres -los Hombres Sucios, así los ha denominado- y sobre el mostrador de madera los Hombres de Traje, todo como si un límite geográfico los separara por completo sin que en ningún momento lleguen a mezclarse. Eso es lo que le ha preguntado. No de ese modo, claro. Su padre y Carlitos el abogado pelirrojo, son los únicos concurrentes a lo de Barbatto que suelen pasar de un lado a otro como si no reconocieran ese límite. Su padre se pasa al lado de los Hombres Sucios para, como el dice y el chico no entiende bien a que se refiere, para jugar un número o para invitar una vuelta de vino para todos los presentes. Cuando su padre se acerca al mostrador de estaño el chico se apega a él como una rémora. Se impresiona con el penetrante olor a vino de damajuana que impera en ese rincón, con el indescriptible vaho acre del Amargo Obrero y con la visión cercana de esos rostros trabajados por la angustia y la pobreza. La gente que vos ves con ropa vieja y alpargatas son personas que trabajan de albañiles o son empleados municipales , otros venden querosén, los de traje por lo general son abogados.
Ya sé papá.
Por la cara que ha puesto el padre siente lo ha colocado en un aprieto.
No me expliques más papá, que ya entiendo.
Ahora están en la cocina esperando la llegada de su madre y de su pequeña hermana. Las dos, como todos los viernes han ido a visitar a la abuela Agustina. Padre e hijo, se pasan de listos cada vez que ellas regresan. Dicen que la pasan bien cuando están solos, que entre otras cosas, juegan a la pelota en el pequeño patio o que van a tomar algo a El Pub también cercano a su casa, como lo de Barbatto, pero para el otro lado. Allí donde en un rincón se pueden lanzar dardos. Pero en el fondo las extrañan. Y esperan ansiosos que vuelvan. Como ahora. Simplemente por el hecho de volver a estar juntos bajo el mismo techo.
El chico se ha cansado de hacer rebotar la pelota de goma contra la pared. Por un rato a sido Salinas y después Mastrángelo. Para terminar ha sido ese prometedor centrofoward surgido de las inferiores llamado Husillos. Le gustan los que meten goles, él mismo quiere ser un goleador. Un goleador de Boca. Domina el balón por la punta derecha la joven promesa xeneixe. Así, el padre lo ha escuchado relatar, relatarse más precisamente. Le ha causado gracia el lenguaje radial de Muñoz minuciosamente trasladado a la voz de su hijo de seis años. El padre del chico a esta altura de la tarde ya leyó hasta los avisos fúnebres de Clarín y también de La Razón. No le queda nada por leer. Pone la radio. La carcaza de la radio es un globo terráqueo color dorado. El dial un surco que va de polo a polo, paralelo al meridiano de Grenwich. El chico deja la pelota y se acerca hacia donde esta su padre. Con el dedo recorre el mapa y comienza otro de sus juegos preferidos. Señalar los paises insulares que son los únicos con límites reconocibles, como en lo de Barbatto piensa. Islandia, Inglaterra, Irlanda, Australia . Posa su dedo en una isla al este de Africa y mira a su padre buscando que este lo ayude:
Mada…
Madagascar, papá, donde cultivan la pimienta verde.
Antes de que el padre pueda felicitar al chico por sus precoces conocimientos de geografía el timbre suena con insistencia.
Seguro que es tu madre. Se olvidó la plata para pagarle al taxi, dice en voz alta. Trata de esa forma de darle un justificativo a esos tres timbrazos que no podrían ser de alguien que no esté realmente con alguna prisa. El chico le va a la zaga. Como siempre. Casi enredado entre sus piernas.
La puerta. No llega a abrirla del todo. El chico advierte que el cuerpo del padre retrocede, casi que lo pisa. Nunca ha visto a su padre retroceder. A no ser hace unos meses cuando un perro grande intentó morderlos mientras cruzaban los canteros de la 30 mientras volvían de lo de Laurino. El movimiento de su padre le es casi totalmente desconocido y lo impresiona, por eso se sobresalta. No llega a preguntar si otra vez es ese maldito perro negro que amenaza con atacarlos sino que ve con sus propios ojos como un hombre vestido de verde lo empuja a su padre con insidiosa constancia, apoyando la culata de un fusil sobre su pecho. Detrás del hombre de verde, más soldados. Sí ya divisó los cascos de metal. Ya se dio cuenta que son soldados. Han entrado a su casa casi sin pedir permiso. Los llevan por el pasillo que va de la puerta de entrada al living. El chico se da vuelta. Y los mira. Tres fusiles les apuntan. A su padre y a él. Encañonados, sería la palabra, pero aún no la conoce. Le causa angustia ver como la cara de su padre ha perdido completamente la compostura. Los rasgos habituales de su rostro como el tono fuerte de su voz parecen haberse extraviado no sabe muy bien en que lugar de la casa. Pese a eso y luego de que el hombre de bigotes que tiene unas jinetas rojas sobre su uniforme le ha pedido que se identifique, el padre del chico, fortaleciendo un poco su voz y arriesgandose a imponer algo de su autoridad aunque este dentro de su propia casa ante estos imprevistos visitantes les pide por favor que dejen de apuntarles.
Al menos a mi hijo dice.
Después de una orden del capitán, demorada y a desgano, los tres bajan las armas y uno de ellos acompaña al padre del chico hasta la pieza donde guarda su documento. Mientras vuelven el chico observa como los otros dos soldados comienzan con la punta de sus fusiles a escarbar dentro del aparador del living. Tiene ganas de salir corriendo. Salir a pedir ayuda a los Barbatto. Seguro que esos cinco hermanos, rudos como son, le darían su merecido y los pondrían en su lugar a estos soldados que más que soldados, por el modo en que se comportan, parecen mas bien ladrones. También llamaría a los Hombres Sucios a los cual, por la fiereza de sus rostros supone valientes en la pelea , se asemejan mucho a Giro Batol, a Kammamuri, a Sambigliong a los combatientes javaneses y malayos que Sandokán tiene como aliados en sus travesías reivindicatorias por el Océano Indico. Historias que ya conoce porque su padre se las cuentas a menudo. A los “hombres de traje” no, no los convocaría. Los intuye poco hábiles para esta tarea de rescate. No se le ocurre para nada que podrían ser parte de los Tigres de Mompracem. Salvo su padre , claro, que lo va a defender de los invasores cueste lo que cueste. A sangre y fuego, como escribe Salgari. Eso es lo que espera. Pero uno de ellos, el que tiene cara de pájaro, no le saca la vista de encima. Lo custodia. Cuando el padre del chico vuelve de la pieza donde duerme con su documento en la mano escucha dicha por el capitán, esa palabra. Ese término que actúa como llave para empezar a dar una explicación a la situación que estan atravesando. El capitán dice de un momento a otro, intercalándola en una frase que no llega del todo a comprender: extremistas. Una palabra esta que los oídos del chico han escuchado ya varias veces, desde como dicen, tiene uso de razón. Y que despierta en el más de una curiosidad. La ha escuchado en boca de su madre, de su padre, de los verduleros de enfrente, de su abuela Agustina y de los que conducen el noticiero de la tele. Su significado le intriga desde el primer día que la escuchó, aunque a decir verdad, por el tono sigiloso con que siempre fue proferida nunca se animó a preguntar de que se trata tal cosa. Extremistas. Sabe que no es eso que su mente precariamente configura. Ese significado provisorio para algo que desconoce. Se dice que nunca los ha visto. En realidad si los ha visto, pero siempre boca abajo con los brazos extendidos, muertos, en la tapa de los diarios y de las revistas. No los vio caminando por la calle, eso quiere decirse. Se imagina que los extremistas son algo así como seres extraterrestres, oscuramente mágicos o algo por el estilo. Seguro que el sonido del prefijo ex lo arrastra a esas deducciones. Esta en esa etapa de su vida donde el mundo se divide binariamente en héroes y villanos. Le encantaría saber a cual de los bandos pertenecen los extremistas. Por lo que escucha parece ser que tienen más que ver con el último grupo. Pero duda, duda mucho de que sea así. El capitán le avisa al padre del chico, menos por delicadeza que por demostrar las facultades omnipotentes que tiene, que van a proceder a revisar la casa. El chico sigue con la palabra girando en su cabeza hasta que intuye que tipo de peligros lo acechan, a él y a su padre. Su corazón late asustado. Igual que el del canario enjaulado de su abuela cuando mucha gente se acerca a mirarlo. Recuerda la conversación que hace menos de una semana sostuvo su madre con Carmencita, la chica rubia de la verdulería. Con voces mínimas comentaban lo que le había sucedido a Ginger la señora irlandesa que es su única vecina. Sobre ese tramo de la 25 solo hay casas de comercio. Así que la de Ginger y la suya son las únicas familias que viven en la cuadra. Vinieron unos hombres y entraron a su casa. Le cuenta su madre a Carmencita. Les vendaron los ojos y las llevaron en un auto verde. A Ginger y a Armony su hija de 15 años. 10 días las tuvieron encerradas, desnudas y con los ojos vendados. Durante todo el tiempo. Para hacer pis tenían que recorrer una cuadra tomadas de una soga. Las llevaban como a dos perritas. A esa altura de la conversación Carmencita le ha estirado un racimo de uvas al chico. Que se dio cuenta que su intención es distaerlo y hacerle olvidar lo que está escuchando, como si lo que acabara de escuchar fuera algo inconveniente o prohibido para él. Sobre el final del relato de su madre, el chico entendió que a la pobre Ginger y su hija le ha sucedido esto porque su hijo- al que el chico nunca vio en la casa- es como dicen, extremista.
El chico estudia minuciosamente la relación de su familia con la familia de Ginger. Anota mentalmente mientras mastica las uvas como si fueran chicles. Primero: son sus únicos vecinos. Cuando se van de vacaciones, el y su madre le dan de comer a su perro. Jerónimo. Un inmenso mastín que mantienen atado en el fondo del patio sin que nunca salga a la calle. Para hacerlo Ginger les deja una llave que abre una puertita de chapa del costado de la casa. (La misma puertita que veinte años después atravesara el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos para declarar ante los tribunales de Mercedes). Segundo: no hace mucho su madre, a instancias de la muerte de la abuelita de la familia, la ha arreglado para que luzca bien en el cajón, le ha puesto un vestido limpio y le ha pintado los ojos y las mejillas. Le da escalofríos pensar que su madre haya hecho eso. No sabe por qué. Debe ser por el trato íntimo que su madre trabó con la muerte, algo que recién se le empieza a revelar como algo particularmente real. La viejita muerta, una irlandesa de Dublín, ha querido en los últimos meses de vida darle unas informales clases de inglés al chico y a su pequeña hermana. Les enseñó a saludar, a nombrar los colores, y cuando le estaba por comenzar a enseñar los números abandonó este mundo. Tercero: Armony, la chica de quince años siempre los saluda y les da un beso. No viene a jugar con ellos porque ya es grande para eso. Sino vendría piensa el chico. Esos son los vínculos más marcados entre una familia y otra, según la memoria del chico. También está Francisco el padre de la familia, con él, el trato es más distante, solo anota que un día de lluvia los llevó en su auto a la escuela.
Mientras los soldados recorren la cocina, al chico comienza a amenazarlo el ogro de una angustiante situación. Supone que si no es capaz de correr hasta lo de Barbatto, si no tiene el valor suficiente para escabullirse de la mirada de los soldados que lo vigilan, tomar velozmente por el pasillo y pedir auxilio a los Barbatto y a los Hombres Sucios, él y su padre se verán envueltos en un drama similar al que vivieron Ginger y Armony. No quiere que esto suceda. Nunca. Pero los soldados no lo dejan moverse. Quedate quieto, le dice uno de los soldados y ya se ve metido dentro del auto verde que según su madre es donde se llevaron a Ginger. Su boca se seca al pensarse con su padre, desnudos y encerrados en una pieza con los ojos vendados. Yendo a hacer pis con los ojos tapados. Esto último, las consecuencias directas de esto le producen mucho asco,seguro que con los ojos vendados se va a orinar sobre sus propias manos, pero lo que más le aterra, lo que ahora se ha convertido en su peor pesadilla es que maten a su padre, que se cumpla ese sueño maldito y recurrente que por noches y noches se ha sostenido en su cuarto de la calle 30 y donde los hombres peludos del Planeta de los Simios, después de atarlos de pies y manos van acabando con cada uno de los miembros de su familia.
El capitán le ordena al padre del chico que abra cada uno de los cajones del aparador. Le dice que lo haga lentamente. De a uno por vez. Tazas viejas y cachadas. Manteles. Adornitos amontonados que la madre recambia constantemente para decorar la casa. Juguetes en desuso. Los cubiertos de cocina. Allí se detiene el capitán. Le ordena a uno de los soldados que revuelva con sus manos entre las cucharas, tenedores y cuchillos. El joven soldado remueve los cubierto produciendo ese ruido característico de metales chocándose hasta que el capitán le dice que saque el arma de cabo de madera. El padre del chico los mira azorado le cuesta creer que a la vieja cuchilla de cocina la llamen arma, si bien tiene una hoja de considerable tamaño, bien afilada y que podría destrozar a un hombre si algún asesino de instintos carniceros la empleara metódicamente con ese fin, no deja de ser la vieja y nunca bien ponderada cuchilla de cocina heredada de la abuela y con el cabo de la cual, eso sí, con la hoja bien protegida por un trapo, el chico ayuda a su madre a golpear la bola de lomo para preparar las milanesas. En ese momento, igual que si el capitán le hubiese traspasado algo de su paranoia, sospecha que alguien le ha tendido una trampa, que algún enemigo oculto a aportado datos falsos acerca de él y de sus actividades. Piensa en Edmundo Dantés traicionado por Danglars. Piensa que alguien en lo de Barbatto o dentro del Tribunal ha dejado caer un maldito sobre en el bolsillo de su saco sin que se de cuenta y que ese sobre lo involucra dentro de algún tipo de conspiración contra el régimen, siente que tanto su hijo como él van a ser secuestrados por esto con la excusa de la inocente cuchilla de cocina. El capitán la toma en sus manos, la sopesa y mira al padre del chico. Lo mira como diciendole, usted no es ningún boludo, está bien preparado para atacar a alguien. Para liquidar a alguien si lo desea. Esto hace que el padre del chico comprenda cada vez menos lo que le esta sucediendo esta tarde. No puede discernir si el capitán habla en serio o sencillamente le está tomando el pelo. Con un hilo de voz , vacilante y entrecortado le dice que es lo único que tiene en la casa para cortar la carne. No agrega nada más. Sabe que si quieren, estos tipos son capaces de involucrarlo en cualquier cosa que se les ocurra y hacer de él lo que quieran. Como nunca en su vida se sienta a merced de unos peligrosos orangutanes. Monos con navaja. Así los considera desde ahora. Se le hacen vivas las palabras de Pepe (no de El Pepe, por Dios!! el padre del chico es profundamente antiperonista. Tampoco le gustan para nada esos chicos de la JP que proclaman la Patria socialista, los cree absolutamente equivocados en esa ilusoria aventura les esta costando vanamente sus jóvenes vidas) Pepe es el profesor de Historia, su viejo amigo, que coincidentemente es primo del dictador de turno. El padre del chico revive la frase de Pepe en su cabeza.
No bien ha sabido que el dictador es su primo le ha preguntado que tal tipo de persona era.
Una basura, Peter, le ha respondido su amigo. Nada bueno nos espera. Estate seguro de eso.
Le toca el turno a la pieza matrimonial. El padre del chico ya se imagina el desparramo de ropas que, en breve, tendrá lugar en su habitación. Un revoltijo insuperable naciendo desde las puertas del ropero. Pero no. Eso es los que hacen cuando no hay nadie. Más que buscando objetivamente algo esto lo hacen para intimidar. Para que vean que tan salvajes son. Para que sientan que con ellos no se jode. Así que en esta ocasión apenas abren el ropero. Solo se detienen en la mesa de luz del padre del chico. Este agradece a todos los santos del cielo, que la exiguas dimensiones de la casa donde han ido a parar desde hace un año, esa casa a la que su esposa no deja de tildar de pañuelito, a veces en forma cariñosa y otras exigiendo casi a gritos una un poco más grande. Decía que agradece no haber traído todos los libros que tenía en la casa de la calle 30. Dos mil y pico de libros. Sabe que los militares se han empecinado en esta labor. Como si supieran algo, revisan cada uno de los libros tratando de que el título de alguno de ellos involucre de manera maliciosa a su poseedor. En eso piensa cuando el capitán recoge los dos unicos volúmenes que hay sobre la mesa de luz. Lee en voz alta. La isla de las Tormentas, Ken Follet, El honorable colegial, John Le Carré. Lecarre dice. Son rusos pregunta con un tono indagante en sus voz. No ingleses, le responde el padre del chico. Novelas de fantasía, pavadas para distaerse un poco. El capitán los vuelve a depositar sobre la mesa de luz con un gesto de desconfianza. Precaviendose de este modo si el padre del chico le ha mentido acerca del contenido de los libros. No quiere pasar por sonso ni por ignorante. El no, un capitán al servicio de la patria, no puede serlo, de ninguna manera.
Una vez en el baño, el padre del chico cree por primera vez desde que llegaron que se han reducido un poco las tensiones, que el capitán se está dando cuenta que el no es el hombre que sospechan ni su casa es el lugar por donde se escapa el vecino, el hijo de Ginger, cada vez que han venido a capturarlo. No obstante uno de los soldados pide una banqueta para comprobar lo que el padre del chico acaba de decir. Que la claraboya del baño está trabada desde que llegaron, que es imposible abrirla. Es el chico el que le alcanza la banqueta que se esconde detrás de la puerta. Los soldados y el capitán se han multiplicado en el espejo del lavatorio. Pareciera que ahora hay un ejercito dentro de su baño. Sobre la banqueta hay un diario viejo. El chico lee, entonces, la segunda palabra de su vida, siguiendo a la primera que a leído lee Davis, Da- vis, silabea. Esta vez no es como la primera que leyó hace dos días. Esta vez no siente el estremecimiento en todo su cerebro. No siente que de alguna manera esta pisando por primera vez una nueva realidad organizada. No percibe los haces lumínicos que brotaron del choque de las dos primeras sílabas que pudo ensamblar con acierto en su vida. Co-pa a leído. Copa. Y ha corrido a decírselo a su padre. Ya se leer papá le ha dicho emocionado. Pero ahora no, no se ha producido el sortilegio. Es que es imposible emocionarse con un ejercito completo dentro de tu baño, no?. Aunque sea la segunda palabra que lee de corrido en su vida.
El soldado comprueba que es verdad lo que decía el padre del chico, que la claraboya por el oxido o por algún defecto de fabricación, parece sellada a cal y canto y que es imposible que alguien entre o salga por allí. El padre del chico sabe lo que ahora va a suceder. Otra vez ese maldito vértigo del temor corriendo por toda su sangre. Sobre la mesada de la cocina esta posada la radio. La esfera dorada con forma de globo terráqueo. La bomba, que otra cosa podría ser para el capitán. La sacude contra su oído. Hace correr el dial con rostro de demente mirándolos a todos, a sus soldados incluidos, como si estuviera manejando un detonador que en segundo haría volar todo por los aires. El padre del chico siente que no tiene aliento para una nueva explicación. Una taquicardia nerviosa se ha apoderado de él. Si el capitán cree que es una bomba que lo crea. Si quiere llevársela que se la lleve. Pero por favor que de una buena vez lo dejen en paz, a él y a su hijo. El capitán luego de evaluar mentalmente la situación decide que no le va a robar la radio y la deposita otra vez sobre la mesada, con sumo cuidado no vaya a ser que explote en el momento menos esperado , no?

Salen todos al patio. Al primer patio. Donde está el lavadero y donde el chico juega a la pelota. Pese a la pequeñez de la casa esta posee otro patio que en realidad es un terreno contiguo, que bien podría ser el famoso pulmón de la manzana. Es abiertamente deforme y casi del tamaño de todas las habitaciones cerradas que componen la casa. Todavía hay una montaña de arena que ha servido para preparar el material y revocar las paredes. Unos soldaditos de juguete yacen incrustados en el pico de la montaña. Son soldados árabes que su padre le ha traído de Buenos Aires . El chico mira como su padre disimuladamente y a la pasada, pero en forma harto trabajosa levantando su pierna ha sepultado con el taco de su zapato a la mayoría de los guerrilleros beduinos de plástico. No quiere que el capitán piense que él, tiene algo que ver con la OLP. Mejor precaverse ante tanta requisitoria absurda, piensa.
También se destaca la presencia de una enorme olla sobre la parrilla donde el domingo pasado la abuela Agustina, sin fortuna ha intentado hacer dulce de leche. Y más allá la sombra finita pero alta de cuatro plantas de palán palán que se alzan en lo alto del tapial. Desde que llegaron y desde que se dio cuenta de su poder destructivo el padre del chico no las ha podido combatir. Están rajando con sus raíces todos la losa del techo. En ese patio no puede haber nada que les interese. El capitán solo pregunta, como si no supiera, a donde da este tapial. En un segundo los dos soldados caminan como equilibristas sobre el tapial estudiando, bajo la precisas directivas del capitán toda la gramática de losa y chapas de los techos. Hasta que unos de los soldados le advierte al capitán que hay olor a podrido allá arriba, olor a muerto. El padre del chico cree que se va a desmayar. Pero no, no es de hombre esto. No de un hombre curtido en novelas de espionaje y en la ardua metafísica de su incontrastable agnosticismo estoico. Lo que si no puede evitar es la escomúnica. Así denomina al soponcio que le da de vez en cuando en situaciones de estrés. Queda mudo, transpira y se tiene que sentar urgente en algún lado sino se tumba. Escomunica es un término que a extraído de alguno de los tantos libros que su espiritu diletante y universalista lo ha llevado a leer. Uno de los libro es una novela que transcurre en un pueblo vasco del sur de Francia durante la ocupación nazi. También tiene en cuenta su acepción lunfarda. Maleficio. Ningún médico hasta el momento lo comprende y el todavía no es capaz de acudir a ellos con sus libros y sus galimáticas explicaciones. Así se lo comento a la su esposa. Decía que cuando el soldado advirtió que sobre las cornisas hay olor a muerto el padre del chico entró en escomúnica. Pero no hay forma alguna de que el capitán lo entienda. Eso es lo que acertadamente cree. Así como tampoco hay forma de pedirle a su hijo que le sirva un vaso de vino y le corte un pedazo de queso de rallar. El único y casi infalible remedio que hasta ahora ha encontrado contra la escomúnica. No le queda otra que afrontar la situación, explicar el olor a muerto con su mal a cuestas y todo.
El capitán después de lo dicho por su subordinado, mira fijo al padre del chico. Lo mira en silencio con los ojos ligeramente entornados buscando que este le brinde alguna explicación. Extiende el suspenso de forma exagerada, como si dentro de la casa del chico estuviera oculto, por ejemplo, el cadáver de Evita. Hasta que apoyándose con sus brazos contra la pared para no tumbarse dice: palomas, palomas muertas, en el techo del zaguan, el que da a la calle.
El capitán ordena que trepen a ese lugar. El chico recuerda el arduo combate que su padre sostiene desde que llegaron a esta casa tanto con las irreductibles plantas de palán palán como con las palomas que anidan dentro del zaguán. Debido a la cercanía del Palacio de Tribunales, situado en la misma manzana donde se asienta la casa, la zona es invadida constantemente por enormes palomas grises. Siguiendo el consejo del Gran Mangacha el padre del chico ha volcado dos tarros de pega pega en los insólitos recovecos del techo del zaguán. Los dos soldados sacan ahora cadáveres de palomas en descomposición. Esqueletos con plumas y restos viscosos de pichones muertos. Es lo último que hacen antes de irse. Repentinamente, sin saludar, con la misma y desagradable insolencia de cuando entraron dejando en la casa una tenebrosa sensación de vejación y de impunidad.
El padre del chico se seca el sudor de la frente con el pañuelo que ha extraído de su bolsillo y le dice al chico que le sirva un vaso pero que además, en esta ocasión, también le traiga la botella. La de Ponteveccio blanco que está en la puerta de la heladera.
No le cuentes nada a mamá, le dice después del primer trago. Se va a preocupar.
Bueno pá.
Videla y la reputa madre que te parió. Eso ha proferido el padre del chico. Con la garganta en negativo. O sea que si bien estruendoso su anatema se pierde muy cerca de su cuerpo sin llegar a expandirse. Despues mira. Mira hacia sus costados. Mira hacia atrás. Hasta que el chico le dice que no hay nadie. Que han quedado solos en la casa. Recién ahí vuelve al vino. A sorberlo ràpido. En torrentes que se mezclan con el humo ácido de los Kent suaves. Videla, puede ese hombre ser el responsable del mal trago que ambos -padre e hijo- acaban de pasar, hace un rato nomás. Puede , piensa el chico, ser Videla la misma persona en que el está pensando. En nada más y nada menos que el presidente. El presidente mercedino. Ese que hace solo unos meses visitó la ciudad. Y que el junto a su padre han ido a ver. Esa mañana en que la 29 se colmó de gente. Mucho mas que en el corso. Videla, el viejo flaco de bigotes finitos que en la escuela le han hecho pegar en su cuaderno, el día después de su visita. El chico no da crédito a esta posibilidad. Pero su padre sigue convulso -entre trago y trago- insultando a Videla. Y él, su padre, siempre tiene la verdad.
Corre hacia la montaña de arena. A desenterrar a los guerreros beduinos que el taco del zapato de su padre a sepultado, a formarlos otra vez como si atravesaran infinitamente la dunas. Huyendo todavía de las garras del capitán. Todavía no ha decidido, si considerará a los extremistas como los buenos, no lo sabe, lo tendrá que consultar con su padre. De lo que si está seguro es que sus soldaditos verdes serán indiscutiblemente, al menos por un tiempo, los malos. Sobre eso no tiene la menor duda. Como podría tenerla. Los ha condenado al oprobio de la villanía por el solo hecho de asustar a su padre, por transformarle la cara y por hacerle perder la voz. La tarde, carece de libertad. Se hace notorio en el celeste muerto del cielo, la franjita de cielo que el puede divisar desde ese patio de la calle 25 parece más que parte de un cielo un producto enlatado que cubre la ciudad de un país a punto de asfixiarse.

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