11.9.09

Blenorragia


-Dale que es Sendic- me apuró mi madre.
¿Sendic por teléfono? No era común que Sendic llame a casa. Era raro, en realidad que entre los miembros del grupo de amigos nos telefoneáramos alguna vez. Pasábamos todo el día en la calle juntos. No había nada que no nos dijéramos fuera de ese ámbito. De vez en cuando Gustavo llamaba algún viernes o algún sábado solo para confirmar a que hora saldríamos. Pero que Sendic llame a casa me intrigaba. Salí rápido de la pieza y atendí.
Su voz no podía ocultar los ecos de ultratumba que salían de sus cuerdas vocales. Enseguida me di cuenta que nada bueno tenía para contarme. Su tono tenía el tinte de la más negra de las revelaciones.
Me debo haber vuelto pálido de golpe y mi voz habrá comenzado a desnutrirse, hasta quedar convertida en un susurro inaudible, como si dos manos poderosas atenazaran mi garganta.
Sendic fue muy económico en la transmisión de la desgracia. Me despedí en silencio.
Me quería morir.Nunca me había sentido tan mal.
Observé que mamá pasaba atrás mío y traté de disimular mi miedo.
Me quedaron grabadas las frases proferidas por Sendic en el teléfono: “Pus manando de la punta”, “un día y medio sin atreverse a mear”, “alcohol fino en la cabeza”, “una pichicata terrible”.
Salí al patio. Giré en círculos. Un demente alrededor de la calesita donde mamá tendía la ropa, que otra cosa podría decir que parecía. Me di cuenta que mi actitud llamaba la atención. Si seguía con ese deambular de enfermo mental, mis padres iban a advertir que algo fuera de lo común me estaba sucediendo.
Me interné más al fondo del patio, donde mi cuerpo se camuflaba entre las enredaderas y arbustos a conversar con los tapiales. En medio de la tensión que destrozaba mis nervios y que me llevaba por vías de la evasión al delirio, una ráfaga de luz surgida de la última frase de Sendic descomprimió un poco el peso de la locura. Si como dijo Sendic, existía una pichicata terrible, es que la peste tenía cura.
Respiré aire fresco del patio antes de entrar. Puse la mejor cara que pude y entre al living. Prendí la tele y en seguida, sin que nadie me vea entré al baño. La puerta del baño de casa no cerraba bien, quedaba una hendija que daba justo a la habitación de mis padres. Me puse de espalda a la hendija e hice que meaba. Cuando bajé la vista , tirándome el cuerito para atrás, observé el desastre; el corazón se salía por la boca. Pequeños y no tan pequeños puntitos blancos cubrian mi prepucio. Como si sobre mi pene hubiese nevado. Miré con más atención y observé que desde el centro de ellos se expandía un juguito blanco. Sí, sobre mi pene había nevado, pero nieve radioactiva. Cagamos, hermano cagamos. Estoy igual que Sendic. Pudrición total. Pudrición total.
Estaba jugado así que hice fuerza para mear, si tenía que venir ese puto dolor que había pronosticado Sendic, que venga de una vez. Cerré los ojos y esperé que mil brasas ardientes desciendan por mi conducto orinal. Pero meé casi normalmente. Era indudable que yo tenía otro tipo de peste. Distinta a la de mi amigo. Sendic no habló de granitos blancos.
¿También habría medicina para ello? Me pregunté al borde del llanto. Sería que cada una de las putas con que nos acostamos transmitiría una peste distinta? Si era así, como pensaba, Godzi sufriría en estos momentos los mismos síntomas que Sendic y Alejandro comenzaría a descubrir en breve, no bien vaya al baño, que sobre su verga ahora habitaban unos curiosos granitos blancos. Que clase de pudrición tendría Omar, el era el único que había pasado con aquella gorda espantosa. Si la peste era proporcional a la fealdad de cada una de las chicas pensé, a Omar seguro que no le quedaría otra que la amputación del miembro. Así deliraba intentando hacer racionales todo tipo de estimaciones imbéciles.
La tarde era una maravillosa estampa de mediados de febrero. Cálida y límpida. Parecía que la nitidez de los colores de las cosas se habían fijado para siempre en todos los rincones de mi casa; pero nada me importaba. Papá sentado en la mesa blanca del patio daba cuenta de una cerveza Sapporo y completaba las palabras finales de un crucigrama. Me senté a su lado en busca de protección. Me convidó cerveza japonesa de su vaso y me invitó a leer un libro que tenía debajo del diario.
-Trata sobre la batalla de Lepanto. Te va a gustar. Describe muy bien la composición de las tripulaciones de los barcos de guerra de esa época. Y se parece en algún modo a las novelas de Salgari.
Apenas escuchaba lo que me decía.
-Sabes que los hijos de puta de los turcos, mandaban al frente de los abordajes a los pobres enfermos de sífilis para sacarselos de encima. Claro en por aquellos años era una enfermedad incurable.
Encendió un Galaxy y siguió con el crucigrama.
Yo me levanté de la mesa porque la respiración había dejado de asistir a mis pulmones. Así de simple. Angustia y más angustia.
Me encerré en el baño de nuevo. Noté que no solo la peste me había producido ese pequeño sarpullido blanco sino que ahora picaba como la concha de su madre. Me rasqué como pude frotándomela contra el short, pasándomela por la rugosidad de una toalla. No quería meter los dedos. No se si por temor a que la peste me subiera a las manos infectandome por completo o por la impresión que me causaban esos asquerosos corpúsculos blancos. Abrí el botiquín y miré la botellita verde de alcohol fino. ¿Que me había dicho Sendic que era bueno o no? No me acordaba. Por suerte la deje en su lugar. El doctor me diría luego que el boludo de Sendic echandose alcohol como lo hizo estuvo a punto de dejarse la chota seca como un salamín.
Mamá golpeó la puerta.
-Estas bien hijo- preguntó con su voz suave, más dulce que nunca.
- Sí, má, ya salgo.
Se dio cuenta me dije para mis adentros.
En esos momentos la preocupación mayor ya no estaba centrada en lo que provocaba la peste en sí, en sus consecuencias directas sobre mi salud, poco a poco algo en mí se fue dando cuenta que no estabamos en la época de la batalla de Lepanto y que a esta altura la civilización occidental, la medicina, tendría alguna solución para mi mal. El problema mayor radicaba ahora en declararlo, como demonios le iba a decir a mis padres que tenía algo asi y asa en el centro del pito. Puede que a alguien a muchos esto le resultara fácil. Que se yo. Sencillamente lo dirían. Y a otra cosa. Pero para mi se había convertido en otro grave problema difícil de resolver.
A mi vieja, que era por estar siempre en casa la que habitualmente recibia primero las notificaciones de mis dolencias, era imposible pensaba. No por nada referido a su reacción, aún preocupada del mismo modo que yo estoy seguro que hubiese actuado de la misma forma en que actuó papá. Lo que tornaba imposible ese diálogo era la vergüenza que me invadiría como un maremoto. Se me caería la cara de vergüenza al intentar esbozar la primera palabra. Como le decía eso. Que trataba con putas. Que mi pito estaba enfermo. A mamá ni loco.
Era si o si con mi viejo, sin dudarlo, cosa de hombres.
Sabía que con él tampoco habría problema. Siempre fue un padre comprensivo. Pero igual me resultaba difícil contárselo yo nunca le había contado de nuestras incursiones en los bajos fondos prostibularios de capital, incursiones que el sin saberlo financiaba creyendo que sus fondos iban destinados solo a entradas de cine, tickets para el Tren Fantasma , hamburguesas y cocacola.
Sí tarde o temprano debía decírselo. No me quedaba otra.
Al menos si no quería, que en breve, a mis tempranos quince años, me la cercenaran de cuajo.
Pese a todo sentía que todavía tenía tiempo. En realidad, era solo la excusa de un cobarde para retardar la confesión.
Me puse a dar vueltas en mi pieza esperando que llegue el momento. No podía leer nada. Atravesaba en ese impasse terrible que va desde el fin de Verne al inicio de Cortázar. Así que todas las lecturas me parecían pelotudas o tristemente adultas.
No se con que cara me senté a cenar solo recuerdo que los bocados de tomates rellenos tardaban siglos en atravesar mi garganta. Apenas si sentía algún sabor. Solo el frio de la pulpa del tomate en los dientes.
Esa noche jugaban en Mar del Plata, Boca y el América de Cali. Yo me había dado plazo hasta comenzar el segundo tiempo. Cuando Graciani, metió el segundo gol, no me pregunten como fue el gol, solo vi moverse la red. Desde el inicio del partido solo miré el césped fluorescente de la pantalla buscando que esa luz me tranquilizara.
Me dirigí a la oficina de papá que aprovechó la intrascendencia del partido para terminar los papeles de una sucesión testamentaria.
-Ganamos?, preguntó no bien entré.
-Sí -le respondí con languidez- Bah todavía no terminó, faltan diez. Y me senté de este lado del escritorio, mudo. Cuando el silencio se hizo insoportable. Largué todo. Tartamudeaba. Con una voz que no era mía. Donde se mezclaba el niño y el pecador atrapado en las redes de su pecado.
Papá me escucho serio igual que si le estuviera hablando otra persona que no fuera su hijo. Asimiló con rapidez lo relatado, apartó la maquina de escribir eléctrica de sus piernas dio vuelta por el escritorio y con el rostro pleno de felicidad me abrazó.
-Te felicito hijo mío.

La visita a lo del doctor merecería un relato aparte.
Vivía a media cuadra, lo levantamos a las doce de la noche. Papá no quiso esperar más tiempo.
Donde la estuviste metiendo querido? Fue lo primero que me dijo.
Su voz meliflua que en otro momento me hubiera molestado sonaba como la del más grande de los gurús sanadores.
Con el mismo tono zumbón que a la vez contenía algo de rechazo me preguntó si me gustaban las prostis.
No le contesté sino con una sonrisa que rayaba en lo patético.
Me dijo que no me preocupara, que era algo común. Una venérea. Una venerita. Cosa de jóvenes atorrantes.
Bajate los pantalones.
Me dijo otra vez que no me preocupara.
Sendic estaba mucho peor que vos.
Echándose alcohol, el muy boludo estuvo a punto de dejarse la chota seca como un salamín.
Gonorrea, el diagnostico de Sendic.
El mío todavía sin nombre.
Ahora sí, blenorragia.
Hay pus, hay un poco de pus.
De una pequeña heladera sacó unas ampollas llenas de líquido verde.
Jeringa.
Medicación brasileña muito poderosa.
Sería un verdadero boludo si temiera a las inyecciones.
Desde mañana lavate con jabón neutro y agua. Nada más.
Y usa tu propia toalla.
Si no querés apestar a tu familia.
No te recibís de hombre hasta que no te agarrás la primer peste, dijo el doctor.
Caminé rengueando la media cuadra que separaba mi casa de la del doctor. La penicilina plus carioca parecía arena recorriendo mi pierna y papá tarareaba una canción de Serrat con el pecho hinchado de orgullo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario