4.9.09

El último maquisard


Dejamos a mi hermana y a mamá en el cine. No nos seducía la idea de estar dos horas sentado mirando una película romántica. Mañana nos tocaría a nosotros ver Pelotón y serían ellas las que se quedarían haciendo tiempo mirando las vidrieras de la peatonal San Martín hasta que se acaben las balas de la cananas.
Ante la imposibilidad de llevarme al casino -apenas si tendría unos nueve o diez años-, bajamos a Sacoa y jugué unas fichas en el Galaga y en el Gyrus. Dejé que los alienígenas destruyan mis naves a propósito. Me daba no se que el aburrimiento de papá, que nunca entendió el funcionamiento de estas máquinas, después de unos minutos se ponía tenso y entornaba la vista por entre los senderos de las cientos de máquinas que lo aturdían con sus pip- pip constantes.
-Que tal si vamos a comer a lo de los alemanes- me dijo casi exhaltado mientras desde el piso inferior del salón de entretenimientos emergíamos, otra vez, a la superficie de la calle.
Tomamos un taxi y paramos en la esquina de Luro y Belgrano donde estaba el restaurante alemán.
Hacía dos o tres años que íbamos. Tanto a mamá como a papá les encantaba la cerveza tirada que servían en distintos tipos de vaso. Su preferido era el tradicional chop. La medida justa, decían. Yo insistía en que pidan un tanque para ver como era ese vaso gigante repleto de cerveza. Pero mamá se rehusaba diciendome que se le iba a calentar.
Mi hermana y yo comiamos salchichas de Friburgo que para esa época eran imposibles de encontrar como ahora en un supermercado. Solo se podían saborear ahí. También que le habíamos empezado a tomar el gustito al chucrut. Esa comida tradicional alemana hecha a base de repollo hervido y vinagre.
El primer año que fuimos a este restaurant papá me contó que los alemanes que atendían el lugar, en general hombres viejos, rubios y con los rostros más serios que vi en mi vida, eran antiguos marinos nazis que quedaron varados con su buque, durante la guerra, en las costas uruguayas. Finalizando la misma, al intuir la inminente caída del Tercer Reich, se quedaron a vivir en Sudamérica.
Casi como una fábula me lo contó aquella vez. Una oscura fábula pero fábula al fin que me costó comprender puesto que a los siete años apenas sabía quienes eran los nazis y que había sucedido durante la Segunda Guerra.
Aquella noche, antes de entrar, casi amenazadoramente señalando con su dedo índice la puerta del lugar, me dijo:
-A estos nazis los trajo Perón.
Yo temí por primera vez en la noche que papá entre y los puteé o despliegue algún otro tipo de violencia contra los alemanes que ha esta altura, pensaba yo, no estaban en guerra con nadie pero que algún que otra arma les debería quedar guardada en algún lado.
Por suerte, una vez adentro se comportó como siempre con expresiones y gestos firmes y adustos de lo más normales. Lo único que me llamó la atención fue que se calzó sus diminutos lentes de leer que, nunca usaba para comer y que le conferían un aspecto profundo e intimidador.
En un segundo tiré por la borda la imagen clásica que tenía de los alemanes, esos graciosos barrigones de bermudas negras con tiradores y sombrerito alpino cruzado por una pequeña plumita, tal cual los tenía representados por los mundiales de fútbol y las revistas infantiles y que tanto emparenté en años anteriores con los dueños del lugar, hasta que de un momento a otro los troqué por los maquinales y despiadados soldados de grueso uniforme gris tal cual se veían en la serie Combate.
Mientras estudiaba por primera vez con atención la decoración del lugar, buscando algún indicio de su pasado nazi. Alguna svástica, una cruz gamada o una Lugger colgada de la pared, se acercó uno de los mozos, en realidad uno de los dueños que también se tomaba el trabajo de atender.
Papá lo miró a los ojos soltando una breve pero intensa llamarada desde sus ojos verdes.
Una Teem y un chop- le solicitó y antes de que el hombre se fuera de la mesa soltó las primeras palabras en francés de la noche. Fueron dos o tres. No alcanzaban a completar una frase. Parecía más bien una interjección o un saludo. Yo lo miré extrañado, jamás lo había escuchado hablar en francés, pero en ese instante no le pregunté nada, un poco distraído por una rubiecita de mi edad que se había sentado en una mesa contigua y que sentí que también, como yo, me miraba. Seguí buscando, en las paredes, esos cascos nazis que podía llegar a reconocer por las películas o alguna bandera roja y blanca con vivos negros. Pero nada.
Le pregunté a papá porqué no tenían nada que los identifique como nazis.
Están de incógnitos, tienen que hacerse los pelotudos- me respondió con voz no muy baja.
Uno de los alemanes que atendía la caja busco algo presurosamente en un cajón cercano e hizo que un hilo de frío recorra por primera vez en la noche mi espalda.
Cuando giré de nuevo la cabeza hacia el centro de la mesa el grandote rubio estaba otra vez a nuestro lado esperando que le ordenemos lo que íbamos a comer. Esta vez no fue precisamente al alemán a quien miro con fijeza mi padre, sino a mí, haciéndome cómplice de su plan . Y dijo esa parrafada incomprensible en argot maquisard, el dialecto de los miembros de la Resistencia francesa, mientras yo con la cabeza un poco baja, vi como las piernas del alemán retrocedían poco a poco hasta casi chocarse con la otra mesa.
Desde allí, desde una distancia inusual para un mozo que atiende una mesa escuchó que mi padre pedía codillo para los dos.
Vino a servirnos el codillo otro alemán más pequeño de estatura. Miraba de reojo a mi padre. Yo también miré de reojo pero hacía la barra estudiando como escapar a un posible ataque. Vi como los tres alemanes, uno de ellos el primero que nos había atendido cuchicheaban algo en su círculo íntimo, con los rostros sorprendidos y alertas.
El codillo estaba tan rico que me hizo olvidar por unos minutos de todo esto. Le pregunté a papá si el sábado iríamos al mundialista a ver a Boca y me dijo que si que ya había mandado al tio Beto a comprar las entradas. Me lo dijo serio como si nada en el mundo podría distraerlo del papel que estaba representando.
La apoteosis de la noche llegó cuando papá pidió su tercer vaso de cerveza, esta vez un cívico, una medida menos que el chop y la ensalada de frutas que yo había solicitado.
Otra vez volvía el alemán del principio, desde que salió de atrás de la barra sentí que la bandeja le temblaba y que sus pies se resistían a encaminarse hacía nuestra mesa.
Antes de llegar, mi padre se paró y otra vez lo miró fijo, le apoyo muy discretamente una mano sobre el hombro y mientras con la otra, oculta detrás del saco, parecía buscar algo cerca de su axila observé como sus labios se movían cerca de la oreja del alemán y alcancé a escuchar otra vez, un tanto lejanas las palabras en francés esta vez con un tono que hasta mí me dieron miedo y entremezclada con palabras ahora sí reconocibles como guetto de Varsovia, kaput y la resistanse.
El alemán se puso pálido y cerró los ojos como si la inminencia de la muerte por fin lo iría a alcanzar esta noche. De un movimiento brusco largó la bandeja que fue a parar al piso provocando un terrible estruendo a lata y vidrios rotos y soliviantado por mil demonio corrió a refugiarse en la cocina.
Fue lo último, papá sin inmutarse dejó un billete sobre la mesa que cubría con creces la adición de lo que habíamos comido y salimos caminando Luro abajo. Yo no me animé a mirar para atrás cuando cerraba la puerta. Temí, por un momento que una ráfaga de ametralladora o una granada nos destroce los riñones.
Le costó una cuadras a papá salirse del papel de hijo de un miembro de la resistencia en plan vengador que tan bien había interpretado dentro del restaurant alemán. Iba tan inmerso en el personaje que había olvidado que teníamos que pasar a buscar a mamá y a mi hermana por la puerta del cine. Mientras cruzabamos una esquina oscura, oí, que desde su garganta se desprendía una risa sardónica y otra vez las palabras en francés, esta vez triunfales, exhultantes.Recién a la altura de la estación de ferrocarril me tomó con fuerza del hombro. Me quedé más tranquilo al escucharlo hablar en castellano y más cuando vi su rostro a la luz y se le habían borrado ya todas esas facciones cargadas de impostados recuerdos de la guerra.
Un taxi nos conducía de vuelta al cine.
Yo tarde varios años en dilucidar si aquella noche mi padre intento darme una lección de teatro con su brillante actuación o si la lección había sido, en realidad de sagacidad y valentía. Mostrándome de cómo había sido capaz de enfrentar a un verdadero oficial de la Wersmatch.
He terminado por convencerme de que sin lugar a dudas su actuación respondía a esta última consigna. Sin que esto suene con la empalagosa rimbombancia de la máximas paternas sino con la intima sugerencia de una representación real casi desafiando los límites de la cordura.
En la puerta del cine mamá y mi hermana nos esperaban con los ojos todavía llorosos.

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