27.11.09

Lenin


Según la tradición viking, un perro acompaña la pira funeraria. Envuelto en llamas vela por el muerto hasta ingresar a los círculos sagrados.

Termino de aplastar la sal gruesa contra la mesada.
Con el dorso del cuchillo, reduje los cristales hasta convertirlos en un polvo que ahora se esparce sobre el mármol rojizo.
Tomo sal entre los dedos y la dejo caer.
Vuelvo a sostener entre mis dedos otra porción de sal y dejo que se vierta en el aire.
Un hilo de sangre está a punto de caer desde el borde de la mesada. Con una rejilla detengo el pequeño riacho de sangre que recorre las hendiduras del mármol.
Envuelvo las cabezas de las martinetas con hojas de diario y las arrojo a las llamas.
Extendidos sobre la tabla ,los cuerpecitos de las aves se contraen y toman un color azulado.
Hundo los dedos en la pechuga y saco un perdigón. Muevo los dedos adentro. La carne todavía está tibia.
Saco otro perdigón. Lo miro a la luz. Veo a Lenin, sus patas traseras, sus músculos tensados listos para dispararse contra la presa, el bosque aturdido por el compás del atardecer, Lenin lanzado en loca carrera por entre los árboles, sus manchas negras fundiéndose sobre el cuerpo blanco por la magia de la velocidad, las acacias monstruosas y su olor agrio a maderas vivas, Lenin furioso, gruñendo a las ramas que se agitan.
Desplazo un trozo de manteca sobre el disco, tiro las plumas en el hogar. Resplandece un fuego ocre, chispazos débiles que enseguida se extinguen.
Enciendo el farol a gas. Kinha no olvidó limpiarlo antes de partir hacia la ciudad en busca de libros, tanza y saborizador para café. La manteca cruje, se derrite dentro del disco. Los ojos de Lenin a punto de incrustarse en un horizonte fijo como si el final del bosque lo atrajera de un modo sobrenatural para que parezca un relámpago por los senderos que dejan los árboles, Lenin y su belfo hinchado, rojo, como una bandera soviética que se abre al viento.
Trituro un diente de ajo con los dedos, lo aplasto y un jugo espeso gotea sobre los pájaros cazados. Me concentro en la manteca quemada. Kinha no traerá ningún libro de Pushkin, ni de Turgueniev.
El molinillo de pimienta erigido como un ídolo maorí en un rincón de la cocina. En sus apliques de metal rebota la luz del farol, miro a Lenin cachorro recién parido por Osa, enderezando por primera vez sus patas, oliendo el aire con el ímpetu de un obseso cazador, mordisqueando mis dedos, encabezando la jauría de cachorros que brincan entre los pastos reverdecidos del parque. Lenin líder natural arrastrando a toda la jauría tras sus pasos, su cuello esbelto, alto en la mañana, oteando los fondos del bosque, buscando, desplegando su olfato como una red invisible e infalible para las presas.
Giro el molinillo, muelo negros granos de pimienta sobre las martinetas, siento que me brindo a un homenaje siniestro, las cubro con un manto espeso, tal vez sin darme cuenta o tal vez buscando en el sabor una contundencia que anule.
Mezclo coñac y agua en un copón de cristal, le introduzco hojas de menta, esencia de cardamomo, lo hago girar con el dedo. No lo pruebo. Riego las martinetas, lentamente. Lenin en el asiento de atrás viajando a Lima, Caracas, Belo Horizonte, Ushuaia. Su mirada en el paisaje, impregnada de un particular soliloquio. Su husmear en tierras extrañas. Lenin buscando trufas en la entraña de los pinos. Lenin, sus muelas carniceras apresando con brutal certeza las piezas cobradas por ambos, Lenin posando su cuello sobre las piernas de Kinha, degustando las martinetas al coñac, disfrutando de nuestra risa. Lenin bebiendo agua de nuestras copas. Nuestro Argos absoluto esperándonos hasta la petrificación en el claro del bosque, en la puerta de casa bajo la sombra de los sauces. Voy hasta el ventanal que da al río. Quiero salir de la cabaña, salir del pensamiento. El río esta espeso, la corriente es rápida. Sudo. No es el vidrio inglés el que deforma mi interior es el alba y su aullido, su subversión de luz manifiesta que precipita remordimiento y desvelo, rasgando el ojo como la daga de Buñuel, restregando memoria. Luz líquida traficando imágenes a mis almacenes sensoriales. Dolor. El mundo está circunspecto, menos clamoroso y más sólo. Mis puños apretados se deslizan contra el marco de madera de la ventana. Lenin me muestra un pasadizo entre el brezal, me inclino, la Hobson & Hobson se acciona. Los ojos de Lenin se encienden de muerte, destellan símbolos que sin dificultad alcanzo a comprender. La zona posterior de mis rodillas se ablanda. Mis brazos dejan caer la escopeta como quien se desprende de una maldición. Lenin yace con el pecho partido, estrellado de esquirlas. Lenin mastín sin tiempo hundiéndose en la maleza perdiéndose para encontrarse con sus seculares lobos, sus noctívagos ancestros, primigenios lobizones de la estepa. Paso la mano por su pecho ensangrentado. El cuerpo quieto. De entre las acacias una bandada de pájaros oscuros sale a volar en ronda. Las martinetas se carbonizan en el disco y el humo negro me envuelve.
Ya cargué de madera el bote. Ya cubrí el cuerpo de Lenin con troncos rociados de cogñac. Me aproximo a la orilla del río. Un corno vikingo anuncia el comienzo de las exequias. Mi piel será tan inflamable como el plástico del bote. Seré su perro.

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