27.11.09

Cuerpos en el Líbano


Rashid enseña a distinguir el zumbido de los aviones que surcan el cielo del Líbano: los cazas israelíes emiten un sonido agudo debido a la velocidad y a la baja altitud con que circulan; los bombarderos sirios, en cambio, suenan como el eco de una tormenta de verano. En este caso, Rashid les indica como ingresar a los refugios antiaéreos.
Hay que estar atentos a las lecciones de Rashid.
El francés con que se comunican es malo y muchas de las indicaciones no se entienden.
Sin embargo hay abnegación y entrega durante los duros entrenamientos a los que se someten a diario.
Eros piensa que una vez en Buenos Aires, las cosas van a cambiar. El perfeccionamiento militar que llevan a cabo en este campamento los capacitará para operar contra la dictadura. Una vez lanzado el ataque de la vanguardia revolucionaria, el pueblo se alineará de modo inmediato junto a ellos y dará por resultado una victoria definitiva del campo popular y nacional sobre la oligarquía cipaya.
En los intervalos de descanso Eros evalúa el objetivo al cual debe disponerse. El objetivo político militar que la organización a la que él responde esta diseñando.
No se debe dejar llevar por cuestiones personales.
Nada que no tenga que ver con el cuerpo común de la Idea.
Lo que corre por su sangre, el rencor, el dolor reactivo que se internaliza en todo su cuerpo y que ya adquirió una voz que requiere estar frente a frente a los hijos de puta, debe ser disuelto.
No puede dejarse llevar por este tipo de pulsiones. Sólo debe sumirse a las indicativas de sus superiores.
Un frío operario de la muerte. Una pieza aceitada del plan de contraofensiva. Al igual que cada uno de sus compañeros, en breve será designado para una tarea específica; que deberá cumplir con la exactitud de un reloj.

Después vienen las maniobras en conjunto. Eros forma equipo de trabajo con el Riojano.
Un asistente grafica en una pizarra lo que Rashid dice.
Deben sortear obstáculos a bordo de un auto.
Eros conduce mientras el Riojano emerge de los asientos traseros y dispara sobre objetivos marcados con pintura roja.
Símiles humanos y botellas colocadas por los soldados libaneses en un callejón que semeja el ámbito urbano de las grandes ciudades.
Termina de eludir los últimos tanques.
Rashid hace gestos de aprobación con su brazo derecho.
Eros piensa que tan importantes en el plano de la conformación de su ser revolucionario como los libros, como los encendidos escritos de la organización, lo son algunas picardías de la infancia.
Sacarle sin que se de cuenta las llaves del Ford al abuelo. El y su hermano juntos, con la cabeza que apenas asoma por el parabrisa. Esquivar pozos, aplastar sapos hasta llegar a la orilla el río.
También recuerda las miles de películas de acción, vistas en el cine, también estas como los paseos clandestinos en el Ford del abuelo aportan una experiencia inimaginable en el plano de lo práctico.
No tiene tiempo de comentarlo ni con Rioja ni con Pamela, ni con ninguno de los libaneses que una vez concluidas las acciones, se retiran a hablar entre ellos.
Cuando cae la noche se reúnen cerca de las plantaciones de bananas, en una de las carpas que tienen asignadas.
Los bananeros alineados sobre los surcos, profundizan el marco exótico. Rioja desde que llegó quiere curiosear el lugar.
Cuenta después que no bien se internó entre los bananeros y encendió un pucho, dos libaneses le cayeron como dos leopardos y lo reprendieron hasta casi hacerlo llorar.
Lo trataron de irresponsable. De poner a todos en peligro. Como se le iba a ocurrir prender un cigarrillo en la noche, habiendo sido advertido que los cazas israelíes eran capaces, debido a sus potentes radares satelitales de detectarlos en cualquier momento.
Eros palmea al Riojano y enciende un cigarro bajo la carpa.
Pamela hundida en sí misma, parece ciega a todo lo que la rodea. Eros la mira y mete su cuerpo en la bolsa de dormir.
Juntos miraron el inmenso cielo que se extiende sobre el Mediterráneo. Hablaron de amigos muertos, de sueños; y alguno de los dos, en forma confesional, dejó caer la palabra venganza.
Las manos de ella se hunden en la tierra arenosa, le dice a Eros, que los pies de Jesús caminaron esas tierras, sus pies descalzos pisaron en su peregrinar juvenil, estas tierras.
Eros toma los cabellos rubios que cuelgan al lado de su rostro. Pamela no se equivoca. Están cerca de Jerusalén, cerca del Gólgota. Los pies de aquel hombre cruzaron estos lugares, buscando apoyo en hombres rudos y elementales para como ellos y a su misma edad organizar una revuelta, con la diferencia- piensa Eros- que aquel hombre fue derrotado y ellos están a punto cimentar con sus acciones las bases de una victoria popular.
No puede compartir con Pamela, el fuego místico que la apasiona.
Ella es portadora de lo que llaman, una fe indestructible.
De nada valdría ponerse a perorar acerca de su consolidado materialismo, decirle por ejemplo que la materia se autogenera y que no existe ninguna incógnita detrás de este cascote que llamamos tierra ni tampoco más allá de esos otros gases y órbitas y más y más cascotes de luz, que llamamos galaxias, órbitas y estrellas. No existe nada.
Prefiere acompañar su trance, ser condescendiente con los mitos seculares de sus creencias, que en definitiva en algún punto son los mismos que fundamentan a la organización a la que pertenecen.
Juntos sacan las balas de sus fusiles y juntos sin decir nada, hunden sus puntas sobre la tierra bendita, como si con ese acto, estuvieran dándole un plus extra, una bendición que hará que esas balas no fallen, que los salvaguarden a ellos y que contribuyan al éxito de esta próxima campaña militar.
Bajo un cielo enrojecido por los primeros albores y un viento húmedo al que se han ido acostumbrando, se levantan.
Como todos los días desde que llegaron, los libaneses le dejan los alimentos para el desayuno. Rioja hierve arroz y saltea pequeños y oscuros trozos de oveja para completar la comida.
En un plato quedarán los dátiles. Nadie los come, salvo Eros. Rashid explicó que estos frutos disecados proporcionan un gran contenido energético al cuerpo y que son muy importantes para fortificarse en el entrenamiento de alto rendimiento que realizan. Menos por lo que dijo el libanés, que por que éste se vea ofendido por despreciar sus alimentos, Eros mastica los dátiles como chicle y se concentra para las próximas horas donde extremaran al máximo el entrenamiento militar.
Antes de empezar Rashid los aleja de los nidos de ametralladora y les comunica que deben asearse y arreglarse con lo mejor que tengan. Al mediodía llegará a visitarlos la cúpula de la organización. Sus más encumbrados jefes llegaran en pocas horas para constatar que sus soldados estén prestos para lo que ellos con denodados esfuerzo han pergeñado, por el bien y la justicia de su país, allí en sus oficinas de trabajo en la Via Capo d’ Africa de la capital italiana.
El helicóptero levanta una polvareda interminable. Por un momento los treinta y pico de argentinos que esperan a su comandancia, no ven más que un torbellino espeso que parece no diluirse nunca como si sus comandante no quisieran dejar esa condición semifantasmal con que se han manejado desde que esto comenzó, como si la visión de sus cuerpos de su plena y descubierta humanidad fueran a develar el carácter humano y no de semidioses que según parece, quieren preservar.
Ninguno de ellos los ha visto de cerca. Solo los conocen por fotos. Algunos como Eros recuerdan algo de sus rostros, entre las muchedumbres agitadas de un acto en un estadio de Villa Crespo.
Primero aparecen la botas lustrosas, luego el uniforme azul y las boinas perfectamente calzadas.
Tratan de distinguir la proliferación de insignias que cubren el pecho y los nombres de aquellos hombres. Muchos sienten algo de vergüenza por encontrarse tan desarrapados, apenas vestidos con unos mugrosos pantalones de combate y unas gruesas camisas de lona remendadas, pero hacen lo posible por sacar pecho en la formación que Rashid ordenó.
Eros mira al comandante, le duele un poco que éste y su lugarteniente, con todo lo sucedido no se acerque a ellos.
No espera estrecharse en un abrazo, pero si un saludo y un dialogo más cálido y cordial que la distancia marcial con que los miran luego de llevarse los cuatro dedos a la sien como único saludo.
Eros querría que como ellos, a una orden de Rashid, se arrojen sobre la arena y como lagartijas atraviesen todo el campo de entrenamiento. Como hacen ellos desde que llegaron. No busca para nada que un acto así sea una condición humillante para los jefes sino que piensa, sería la respuesta más clara que daría la conducción de que también como sus dirigidos están a la altura de la pretendida guerra. Les gustaría ver como disparan sus fusiles automáticos y como resolverían en un minuto la estrategia para salir de una emboscada que le han tendido. Pero lejos de esto, los tres popes solo parecen querer preservar, el almidón rígido de sus vestiduras, el brillo de sus insignias.
Algo deberá cambiar, se dice Eros. Algo debería cambiar si no queremos parecernos al enemigo.
Eros se lleva con asco, los cuatro dedos contra la sien. El viento del Líbano lo envuelve con su tierra hasta hacerlo casi imperceptible.

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