2.12.09

Oráculo del Paraná


A J.J.Saer
In memorian



Se acerca a la parrilla y el calor le sacude la cara.
Un manto de cenizas oculta las brasas encendidas. Sobre los fierros engrasados de la parrilla están los restos del dorado que fueron despedazando a medida que comían.
El Turco observa. La carne que fue rosa, después blanca y que ahora solo queda, entre restos de cebolla y ají, la hilera de vértebras, tostadas por el fuego. Un delicado y frágil encadenado de naturaleza ya inútil.
Sentados en la mesa Paco y Noé no dejan de putear contra el viejo Borges.
Paco teoriza.
Para él Borges es todo lo que un intelectual latinoamericano no debe ser. Nunca.
Escupe un pedacito de corcho que tragó con el vino y sube el tono de sus insultos.
Noé hace equilibrio en su silla. La mantiene con la fuerza de sus talones como si se tratara de una reposera. Desde esa pose aprueba todo lo que Paco dice. Lo hace con el mismo encono de su amigo.
Juan José, Juanjo o El Turco para los amigos, sigue con la última espina del dorado sostenida sobre la parrilla: un gris arpón de ceniza, una metáfora de la muerte y de la extinción.
También percibe el ámbito de la noche. Su devenir oscuro y húmedo en contacto con el rumor vegetal que transita por el zaguán arbóreo de la costa del río.
Por último repara en las voces de sus amigos; cavernosas, desprolijas, parte de una ópera bizarra que interfiere la armonía agreste y litoral del silencio del río.
-Cierren el upite, manga de intelectuales de izquierda (él también lo es) Borges es el mejor escritor argentino desde hace tiempo.
Se para con las dos manos apoyadas sobre el tablón que oficia de mesa junto al río y desgrana, con un tartamudeo creciente de sus gestos y su voz, una a una las virtudes borgeanas, que según él, lo eximen de cualquier juicio de orden político que ellos puedan realizarse.
Cuando habla, su voz se alarga. Parece holgarse a medida que penetra el espacio y se pierde definitiva más allá de la empalizada ondulante que forman los sauces junto al río.
El Turco alza la damajuana. Vuelca lo que queda en la conservadora donde se derriten los últimos rolitos. Alza el grotesco cáliz de telgopor, toma y se lo pasa a Noé.
La discusión se extiende. Mina de insidia la sobremesa hasta limites insoportables.
El Turco, desencajado, grita a sus amigos.
-Hay que cruzar a la isla, dice.
Esto representa que Noé “El lingüista”, Paco “El poeta de la revolución” y El Turco cruzarán en una balsa todo el trayecto que separa la costa, del islote donde vive Juan, “El Oráculo del Paraná”, el gran poeta de la zona que menos como un tutor intelectual que como un padre insomne que vela por sus hijos, es el único capaz de conciliar las posiciones de los tres.
Acomodan en la balsa unos litros de vino previamente traspasados de la damajuana a unos botellones, un frasco con duraznos en almíbar y cuatro paquetes de tabaco suelto que El Turco y Paco le compraron a un contrabandista paraguayo.
Solo cuando, entre los tres, aseguran con una soga el farol en el mástil de la balsa y ésta empieza a desplazarse y un rumor de camalotes que se desgarran a su paso y el salto de los peces ejecuta suaves latigazos en la superficie del río, dejan de discutir.
El Turco se reserva un rincón de la balsa y se tumba de espaldas.
Deja que el Paraná, como un conducto inanimado que entrelaza cúmulos de tierra firme, suspenda al menos por unos segundos los juegos de la razón. Como si en un rapto temporal, Juanjo, El Turco para los amigos, se aviniera conciente a la disminución de su campo perceptivo, a la fermentada embriaguez que se despierta en sus sentidos y lo dispone a conjeturas sórdidas y dilatadas acerca de todo lo que lo rodea.
Absorbidos por la noche, Noé y Paco, sienten que el aire dulzón del río penetra por sus orificios nasales, así dejan de putear. De manera que no es ahora el marco exterior, el universo físico y el Otro, los que ahora reciben la violenta impronta sino sus propios cuerpos los que recepcionan, dolorosos, el caudal anatémico que aún permanece efervescente en sus mentes.
Casi como un polizón en un carguero, como si no los vieran, El Turco, que sigue recostado y se siente de algún modo oculto o invisible, con los ojos semicerrados, emite un tono con su garganta, lo modula de modo que se puede sospechar que intenta reproducir alguna canción de Chet Baker o un solo de clarinete.
Ahora se mueve, se recuesta sobre un costado y su vista se deposita en el río.
La luz del farol reflejada en el río le hace pensar en peces luminosos escapados de la mitología misma del Paraná.
Sopesa la posibilidad que esos peces de luz que se alargan y adelgazan con los vaivenes del farol, sean tal vez, los peces primordiales que paridos por el cruce de dos círculos según la tradición pitagórica y, recreación representativa del Otro, la fuente de la creación, la simiente de toda vida en el planeta, la materia sin límites ni dueño, que inexorable y de todas formas inexplicable, serían, si el pensamiento validara, el Origen.
Dale Diógenes- le dice Noé al Turco- colaborá un poco- y le extiende el remo con que hace más de media hora viene impulsando la balsa a lo ancho del río.
Ahora es El Turco el que rema, El Turco de un lado y Paco del otro.
-La nave de los locos, le dice Paco.
El Turco hace una mueca como si esas solas cinco palabras fueran más de lo que son y se bifurcaran en múltiples sentidos en múltiples derivaciones y fueran el guiño cómplice de tantos sobrentendidos, que solo le basta cabecear afirmativo hacia delante, sin decir nada.
En el horizonte próximo del río, unas enormes plantas negras confirman a la vista de los tres la cercanía del islote.
-Dioses de brea o mejor pterodáctilos de sombras-dice El Turco.
Noé pregunta si de vuelta, en el Bar de los Pescadores, las chicas todavía estarán despiertas, dándole continuidad a la empresa más vieja del mundo.
-Te va a costar caro Noé, un polvo al filo del amanecer-le dice Paco previendo que la visita a lo de Juan se va a extender hasta altas horas.
Al paso de la voces y siguiendo el estremecimiento del río, se divisa ya, en su plenitud, el islote donde desde que enviudo vive en soledad Juan “El oráculo del Paraná”, el dueño de las palabras según los tres amigos, el único capaz de resolver “el problema Borges”. La buena excusa de esta aventura.
El Turco alcanza a ver, en la costa, una figura que la luz de la luna recorta sobre el horizonte, una figura humana que indudablemente y salvo que Juan- Robinson fluvial- haya encontrado a su Viernes, corresponde a su persona.
A medida que se acercan, distinguen cada vez más el cuerpo del poeta; la boina tejida de lana, la extrema flacura y la inconfundible pipa de caña que estará soltando, para el que lo ve de cerca, estiradas volutas azules, de humo; de humo que cansa los pulmones de Juan para darle esa inflexión a su voz de piedra erosionada, de tiempo duro y generoso.
El Turco contempla al viejo poeta, pasearse sin rumbo por las orillas del río como si buscara primero en el piso y después levantando la vista, un objeto perdido; la sobria y elegante búsqueda de Juan, no tiene para El Turco otro objeto, que una palabra. Una palabra que le falta para terminar un poema.
Paco, que también es poeta, dice que debe andar buscando al perro, que las palabras no se buscan en el piso.
Mientras amarra la balsa al muelle y Noé salta a tierra para ir al encuentro de Juan, El Turco vuelve a replegarse sobre su interior y contradiciendo a Paco ensaya una sinfonía fluvial de palabras puras que surgen como criaturas de un vientre de tierra y agua; palabras embarradas del seno de la tierra que en consonancia con el viento húmedo del río y apenas unidas por el lodo fresco de la sintaxis, van expresando en un ilimitado susurro, la ambición del ser, del hombre, de la tierra y de la creación, como su auténtico y único clamor.













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