4.12.09

Buba cumple


No bien pisó el Hogar un estado de sosiego se apoderó de él. Como si al fin hubiese llegado.
Eros se preguntó por qué.
Por qué la casa geriátrica a la que terminaba de arribar le hacía sentir que una parte sus desvelos se extinguían dentro suyo.
En cuestión de segundos un empleado le presentó la estructura del Saint Claire, le hizo firmar el ingreso y lo alojó con su silla en el hall central.
Eros reparó en una señora que lloraba aferrada al sillón y en un hombre en una silla de ruedas, idéntica a la de él.
Observó con detenimiento como lustraba con una franela las fichas para después disponerlas sobre el tablero.
Al día siguiente, luego de una noche tranquila y después del desayuno Eros se encontraba con Adolfo, el hombre de la silla de ruedas, a punto de iniciar una partida de backgammon.
Se supone que el fuego embrionario que origina la amistad se halla en la niñez y en la adolescencia, que sólo en esas etapas de la vida se forjan las uniones que suelen durar, al menos en la memoria, toda la vida.
Pero los dos viejos comenzaron en la estepa de la senectud, a construir una red de contactos emocionales que los ligaría de una forma, para ellos, no esperada.
Todo comenzó con la partida de backgammon donde Adolfo y Eros remozaron su destino lúdico y continuó con ese respeto cerrado, masónico diríamos, de no hablar del pasado.
Sin establecerlo, con el sólo impulso de entender que las cosas debían ser así, sellaron los intersticios por donde se colaba la vida vivida.
El mundo exterior también quedó baldado a fuerza de evitar por completo cualquier tipo de contacto con otra cosa que no fuera el micromundo del Hogar Sainte Claire.
En pocos días Adolfo comenzó a revelarle los secretos del Hogar.
Le comentó que pese la ley seca que regía en el hogar era posible conseguir vino y algunos licores.
Tardelli, el hijo de la señora que lloraba todas las tardes en silencio, dinero mediante, se convertía en un excelente proveedor.
Solía visitar a su madre una vez por mes. Sólo había que estar atentos.
Una vez que Tardelli se hacía presente con el pedido almacenaban todo en una valija.
Adolfo y Eros bebían en el patio del hogar.
En varias oportunidades echaron de menos la falta de un par de copas de cristal. Igual esto no impedía que disfrutaran del vino bebido en la tapa de un termo.
Ni el vino, antiguo creador de la lengua latina y de su logro máximo la conversación entre los hombres, los llevó a ofrecerse algún dato relevante de vida.
Adolfo y Eros, en contradicción a las características de la edad, parecían vivir un presente absoluto. Estaban montados a un flujo continuo de tiempo que impedía cualquier expresión o efecto retroactivo de la memoria.
Adolfo en su papel de avezado habitante del Hogar lo introdujo en las distintas modalidades que existían para pasarla bien.
Mientras recorrían con sus sillas las galerías del Sainte Claire le comentó, no sin pudor, que Katty la mujer que los bañaba los martes y los jueves, con algún billete de más, no solamente lo bañaba.
Eros esbozó una sonrisa cómplice y le dijo que eso no se lo esperaba. Que creía terminada su labor con las mujeres, pero que uno nunca sabe.
Los dos viejos compartieron durante el término de tres años una mujer y lloraron abrazados, con un desconsuelo tal que parecía no tener límites, el día en que se enteraron que Katty había muerto en un accidente automovilístico.
Los años pasaban para los dos. Pasaban es una forma de decir que casi nada malo les sucedía, que sus vidas recorrían el tramo final de la carrera sin sobresaltos.
Salvo la Navidad en que Eros se atragantó con una nuez y Adolfo presto y preciso le practicó una traqueotomía con un cuchillo de cocina para salvarle la vida nada grave les había sucedido.
Los médicos se sorprendían a menudo de su buena salud.
Ninguno de los dos recibía visita. Tanto Adolfo como Eros parecían estar solos en el mundo con lo cual su amistad se veía fortalecida.
¿No tenian hijos, no tenían nietos, ni amigos? Ni Adolfo ni Eros se atrevieron a preguntarlo nunca. Eran como niños perdidos, espesas criaturas divirtiéndose en el lodo fresco del silencio, la meditación y cuando emergían de ella, en la grata compañía del otro.
La sospecha llegó una calurosa noche de febrero.
Eros cumplía ochenta años y Adolfo solicitó permiso para asar unos pollos a la parrilla en honor a su amigo.
Mientras Adolfo acomodaba y encendía el carbón, percibió los primeros rasgos que lo llevarían a la fatídica conclusión.
A medida que el fuego se encendía, a medida que los pollos se asaban y Adolfo aproximaba su rostro a las brasas, Eros restallaba de recuerdos, de imágenes de una inconcebible claridad. Ese era el rostro, esa era la cara que fue su obsesión durante tanto tiempo hasta que la fatiga y el olvido la fueron desdibujando.
Ese era su hombre sin lugar a dudas.
Menoscabado en su orgullo de comando, no podía perdonarse no haberlo descubierto antes.
Como él, el elegido por el propio jefe en persona para la misión, él que los había estudiado en fotos durante ocho meses completos en una sórdida pensión de Barcelona hasta gravárselo en la cabeza de forma indeleble no había caído en la cuenta, nunca, que durante cinco años fue, y de todos modos lo era, amigo casi hermano de Adolfo Calfia, el capitán de corbeta Adolfo Calfia, alias “El parrillero”, alias “El Carancho”. El hombre que él, Buba, así era su nombre de guerra, hacía cincuentas y cinco años, debía eliminar, debía borrar de la faz de la tierra como parte de un plan de contraofensiva encargado por la organización a la que pertenecía.
Su cuerpo se tendría que transformar en una máquina fría de matar. Su mente y sus músculos serían una explosión de venganza en nombre de tantos compañeros torturados y muertos de forma humillante.
Eros veía ahora, mientras Adolfo exprimía limón sobre un pollo, el rostro de sus amigos muertos ante sus ojos.
Tuvo que reprimir un impetuoso acceso de ira, un zarpazo furioso del instinto que lo hubiera arrojado con el cuchillo directamente al cuello de Adolfo. No podía estar equivocado su amigo era Calfia , “El parrillero”.
Su cabeza ejecutaba el Young-Old. Un programa para ordenadores donde a partir de una foto es posible desarrollar todo el proceso de envejecimiento físico de una persona. La misma nariz de águila, la misma mirada carroñera, las mismas sienes achatadas hacia arriba.
Eros concebía la razón como un orden interno capaz de asir de entre la espesa selva de lo real cada una de las partes del todo y así mantener, a fuerza de distinguir y clasificar, el delicado entramado de la cordura.
Por un momento bastante prolongado, lo que duró la cena, sintió que toda esa estructura de precisión se desmoronaba y su capacidad de percibir el mundo se reducía a un extraviado flash, a un pantallazo nebuloso de sus ojos.
Ahora, recostado en su cama boca arriba, mientras busca en el mismo substrato de la oscuridad un placebo que calme la ansiedad, Buba presiente a lo largo de todo su cuerpo la añadidura de un espíritu juvenil, su propio espíritu de otra época que viene a buscarlo.
Sus venas se inflan de sangre y su cerebro se irriga hasta contener una lucidez incontrolable.
Toda su humanidad se convierte en una composición vengadora. Un ensamble perfecto destinado a matar que lleva su nombre: Buba.
Siente todo el tiempo del mundo a su disposición y también la necesidad de completar un deber que lo urge hasta devorarlo.
Piensa en el vasto campo de soledad que se le presentará, de ahora en más, como lugar en el mundo.
Se levanta y se dirige hacia la cama de Adolfo. Piensa en sus amigos muertos y en la satisfacción que se experimenta al cumplir una misión.

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