19.2.09

El Coliseo de La Boca



“Cuando era niño y conocí el estadio Azteca/ me quede duro/ me aplastó ver al gigante/de grande me volvió a pasar lo mismo/ pero ya estaba duro mucho antes.”



El chico tiene siete años. Está pisando por primera vez las gradas de la Bombonera. Sus ojos parecen mucho más grandes de lo que verdaderamente son. Tal es el asombro.


La gloriosa Bombonera. Así la ha nombrado su padre. Igual que si estuvieran en el atrio del Partenón o ante la colosal pirámide de Gizeh. Bueno, en realidad, están ante lo que muchos llaman el Coliseo de la Boca.


El padre intenta que en su debut el chico respire aires épicos que se embeba de las cuantiosas mitologías que se forjaron dentro de esa cancha. El mismo padre que dos años atrás
haciendo uso de las fibras de colores que él mismo compró para que su hijo dibuje, -con el pulso desangelado de los que no saben dibujar ni siquiera monigotes, pero conciente de las amplias bondades del ejercicio de la libertad- colorea las distintas camisetas del fútbol argentino, las expone como un extenso catálogo de posibilidades para que su hijo, de entre todas, elija una.


Obnubilado por la cantidad de colores que su padre ha desplegado sobre una hoja oficio, el chico elige. Y decide para siempre su futuro de hincha.


No demora demasiado tiempo en hacerlo. Solo unos segundos pasan. Segundos en que sus ojos se reconcentran.


Apoya uno de sus pequeños dedos sobre una de las casacas dibujadas por su padre. Elige la azul de ultramar cruzada en forma horizontal por la iridiscencia aurífera de una franja amarilla a la altura del pecho.


El padre lo abraza. Feliz y sin que ello interceda en nada su felicidad se prepara para rehuírle un poco a la culpa, producto de algún tipo de influencia que ha ejercido instantes antes de definir la elección.



Lo primero que moviliza su atención es el verde del campo de juego y después la colosal construcción de cemento de las tribunas. Le parece imposible que más allá de los palcos de divisen los techos oxidados de las casitas de La Boca. Como si el mundo se hubiera estrechado de tal forma que no pudiera existir nada más que no fuera el interior del estadio. El chico es sabedor que nunca a estado en un lugar así. Apenas si tiene una vaga idea de los que son los estadios de fútbol a través de la tele lluviosa y en blanco y negro.


En el borde de la tribuna donde se concentra más gente lee la palabra Cinzano sobre un fondo azul y rojo. Es el mismo logotipo que tienen los ceniceros de los bares. Tío Oscar que también ha sido de la partida esta tarde, el tío sordo y bonachón, que en realidad es tío de su madre, le dice al chico que Cinzano es el vermut color negro que él toma cuando van al boliche de Davobe. Vos tomás Sulki que no tiene alcohol, completa su intervención didáctica.


Otro que ha sido de la partida en esta tarde inaugural para el chico es el Gran Mangacha, un consuetudinario hincha de Boca, amigo personal del padre del chico, que oficia de cicerone esta tarde puesto que el padre del chico hace años que no viene a La Boca. Desde antes de casarse. Desde que jugaba Rattín. Tantos que casi ya no recordaba como llegar.



El Gran Mangacha -singular personaje de voz nasal del que se destacan pese a su cabeza calva una serie de largos rizos anaranjados que penden desde su nuca, unos tupidos bigotes también anaranjados y un extraño abultamiento en su espalda que no llega a resolverse en joroba- ha conseguido cuatro plateas ubicadas cerca del codo que desemboca detrás del arco que da a Casa Amarilla.


El chico le pregunta al padre si pueden ir hacía allí. Señala con el dedo. El lugar es el centro mismo de la Doce que ya comenzó a calentar la garganta. El padre y el Gran Mangacha se ríen y le prometen que dentro de unos años, cuando sea más grande, podrá ir él solo a ese sector de las tribunas.


Lo alerta La Voz del Estadio, que anuncia que los equipos están por entrar a la cancha. Deja de mirar a aquellos inquietos y ruidosos hinchas y vuelve la vista otra vez hacia el campo de juego. Que chiquitos son los jugadores que desde un agujero en el piso van saliendo en fila india, casi casi se parecen a los muñequitos que decoran las tortas de cumpleaños, piensa el chico. El aliento de la hinchada, su música apasionada, inigualable como pocas cosas en este mundo, hace que su corazón gire emocionado, también él grita.


Aguzan la vista, se acostumbra a la distancia que imponen los estadios. Así los jugadores se han ido agrandando un poco. Ahora puede distinguir a Gatti, al Chino Benitez y al Mono Perotti precalentando cerca del lugar donde están ubicados. También puede distinguir lejanamente la textura de sus camisetas de piqué, parecidas a la que el guarda en su casa y la que se ha puesto para ir a la Plaza san Martín a festejar la última Libertadores.


El padre del chico, guía la mirada de su hijo hacía el centro del campo, le dice que mire al Toto, ese hombre de traje azul que cruza la cancha con los brazos en alto y al que todo el estadio aplaude. Le dice que se parece cada vez más a Don Corleone. Pero el chico aún no sabe quien fue el rey de la mafia.


Lorenzo es una figura muy querida para el chico. Tanto que así le ha puesto a su primer perro. En el tren mientras viajaban el padre le ha pedido que le repita al Gran Mangacha la frase del Toto respondiéndole a un periodista. Al chico le ha gustado mucho esta frase, tanto que la repite de memoria:


-¿Usted es conciente de que la selección argentina salio campeón del mundo con un equipo donde no había ni un solo jugador de Boca?


Y el chico remeda al Toto.


-¿Y usted es conciente de que Boca salió campeón del mundo con un equipo donde no había ni un solo jugador de la selección argentina?


Por los altoparlantes dan la formación: Gatti; D’angelo, Alonso, Squeo y Bordón; Abel Alves, Rio y Benitez; Potente, Salguero y Perotti. Un Boca disminuido indudablemente, con demasiados suplentes y con un viejo que no da más como Potente. Esto debe pensar el padre que comienza de alguna manera, como intuyendo algo negativo, a sufrir en silencio.


El Gran Mangacha les dice que después de ganar la Libertadores- la segunda, la obtenida después de vencer a los colombianos del Dep. Cali- el Toto y Alberto J. Armando les han dado vacaciones a los muchachos. Por eso no están ni Mouzo, ni Sá, ni Mastrángelo, ni Zanabria, ni Pernía, ni el Chapa Suñé, ni el negro Salinas.


-Pero nos sobra, Peter, contra estos chiquilines, nos sobra dice el Gran Mangacha dirigiendose al padre del chico. Está tan confiado que hoy Boca gana como todos los hinchas presentes.
-Si hoy jugamos contra nadie- recalca.


Es verdad, del otro lado envueltos en camisetas blancas y negras a bastones. Un ignoto Gimnasia y Esgrima de Mendoza corre con timidez por el césped de la Bombonera tratando de ganar confianza sobre el terreno, tratando de que el vértigo que le impone la Bombonera a los jugadores visitantes, esa energía insondable que se despliega desde los cuatro costados de la cancha, no los maree tanto. Han pasado tan desapercibidos en su ingreso a la cancha, que ni los han silbado. Es un club del interior que participa por primera vez del Nacional. Por el pelo rasurado en la parte de atrás de sus cabezas todos intuyen que la mayoría de los inexpertos jugadores son colimbas. Pese al disminuido Boca, no puede haber, no tendría que haber, ningún inconveniente esta tarde para que el local se lleve los dos puntos. No puede haber sorpresas dicen los pragmáticos. Los improvisados mendocinos no pueden ser rivales del afamado Boca, ebrio de victorias que conduce Juan Carlos Lorenzo.


He aquí su seguidilla de títulos en los últimos tres años: Metro y Nacional ’76, la final con River en la cancha de Racing y el pícaro tiro libre de Suñé mientras Fillol acomodaba la barrera – dicen que en algún lugar de su mente todavía la sigue acomodando; Libertadores e Intercontinental ’77, la del penal de Vanderley y la hazaña de Karlsruhe contra el Borussia Moenchengladbach de Bertie Vogt y Rainier Bonhof ,cuando todos lo daban por muerto antes de jugar –tanto que ningún medio cubrió la final alemana- y la reciente Copa Libertadores de América ( hace escasos veinte días), trofeo que el chico ha contemplado con un tipo de éxtasis místico, igual que si estuviera ante el Grial, en las vitrinas del interior del club, junto a su padre, mientras el Gran Mangacha sacaba las entradas.


El primer tiempo es aburridísimo. Faltas estratégicas, fricción excesiva en el mediocampo, pelotazos largos a ningún lado. 17 minutos de juego real contabiliza Dante Zavatarelli. El chico está impaciente por ver que se concrete un gol. Quiere ver como es eso. Como lo grita la gente en el estadio. De que modo impacta la pelota en la red. Como lo grita sobre todo “la hinchada”. Así denomina, por motu propio, a la parte más exaltada que grita atrás del arco, sector que tanto se diferencia del resto del público por su protagonismo constante dentro del estadio, y a la que le dedica cada vez más atención. No sabe, entre otras cosas, que su líder histórico es Quique, el carnicero y que muy pronto será desbancado por su actual lugarteniente José, alias “el Abuelo”. Otro que con el tiempo se convertirá en historia.


Al cabo del primer tiempo el chico ha estado atento a los cánticos que de la bandeja inferior han partido. Lo ha mirado a su padre cuando a coro insultaron al árbitro, Iturralde, la concha de tu madre han repetido varias veces y buscando primero la aprobación de su padre, él ha reído.


Ha quedado bastante intrigado con aquello de: Se va acabar, se va acabar, la dictadura militar aumentado por el redoble de los bombos que su padre por primera vez en la tarde siguiendo a la hinchada acompañó marcando el compás con su mano sobre una baranda y esa otra canción con música pegadiza y palabras similares a las de las canciones patrias que entonan en su colegio y de las que solo recuerda.. todos unidos triunfaremos… y que esta vez su padre no siguió como antes golpeando su mano contra la baranda. Para nada. No solo eso, sino que además puso una terrible cara de asco al escucharla.


También ha estado atento a un cuadro singular en los márgenes del campo de juego, en esos canales llenos de agua, que al preguntarle su padre le ha dicho que se denominan fosas y que sirven para que la gente no entre a la cancha. Le ha llamado mucho la atención que durante el juego varios chicos de su edad naden dentro de ellos como si fuera una gran piscina.


Se reanuda el segundo tiempo. El Gran Mangacha vaticina que antes de los ’15 el Mono Perotti lo liquida. El padre del chico no está tan seguro. Alguien que escucha una radio a transistores avisa para todos que River pierde con Atlanta. 2 a cero, dice.


Hay una jugada confusa. Bordón se la quiere dar a Gatti pero la pelota, caprichosa en su destino va a parar dentro del arco. Nadie en la cancha grita el gol. Ni los jugadores de Gimnasia.


A los diez minutos el mismo Bordón herido en su amor propio encabeza un ataque por el lateral izquierdo de la defensa mendocina y tira un furibundo buscapié al centro del área el zaguero derecho de Gimnasia quiere despejarla pero con tanta mala suerte que la pone contra un palo. Otro autogol. Pero esta vez a favor de Boca. Goooooooooooolllllllll, grita el chico por primera vez en la Bombonera y estrecha sus brazos con los del padre y juntos gritan Sí, si señores/ yo soy de Boca, Si, si señores de corazón/ porque este año/ desde La Boca/ desde La Boca/ salió el nuevo campeón.


Pocos minutos después, penal para Boca. El Gran Mangacha advierte, vociferando, como si el Toto lo escuchara del otro lado de la cancha. Que no, dice, que no lo pateé el 2, que es amargo, se llama Alonso como el degeneradito de River. Dicho y hecho, tenía razón el Gran Mangacha, de los pies del zaguero salió una masita a las manos del arquero. El chico lo mira azorado. El Gran Mangacha putea hasta en latín.


El padre del chico, como dicen en la jerga firma el empate, lo firma ahora mismo, no quiere por nada del mundo que su hijo vea perder a Boca, menos el día de su debut en la Bombonera, por eso y no por otra cosa a elegido este partido –fácil- contra los mendocinos. Lo firma porque sabe que algo terrible esta por suceder. Sabe porque le sudan las manos, los pies y una vibración recorre su nuca, la misma que en las mesas de juego y en el casino le advierte que es hora de retirarse que los caprichos del azar se han esfumado de su suerte.


Ahora hay penal para Gimnasia. Faltan menos de veinte minutos.
Todos sabemos que el Loco va a ponerlo nervioso al shoteador, un pibe que lo mira temblando. Pero el pibito cierra los ojos, leda fuerte de puntín y la manda adentro. 2 a 1.


El comienzo de la debacle. Iturralde otorga otro penal para los mendocinos y Gatti no lo puede soportar. Exceso verbal. Roja. Afuera. El chico observa a la gente enfurecida. Nunca ha visto tanto quilombo, nunca ha escuchado tantos insultos juntos dirigidos a una persona. De su propia garganta sale un tímido, hijo de puta. Cuando Miguelito Bordón se calza el buzo celeste del arquero expulsado y se dirige cabizbajo hacia el arco a intentar contener el penal se comienzan a apagar los insultos y reinar el silencio. Un silencio sepulcral. 3 a 1.


El gran Mangacha ha desaparecido de la escena, no lo ha podido soportar nos espera afuera del estadio mientras da cuenta de un pingüino de blanco en un barcito.


El padre del chico tiene ganas de hacerse el hara kiri con el pinche de los chorizos que se asan en el fondo de las plateas.
La tarde soleada se ha puesto gris. Hace frío y llovizna.
Contragolpe mendocino. Y un pibe que nunca más pisará el césped de la Bombonera pone el 4 a 1.


Otro contragolpe mendocino. 5 a 1.


Hay un detalle curioso que el chico advierte con los ojos ciegos de lágrimas.
“La hinchada” sigue cantando.


Igualmente no lo consuela en nada esa estampa épica, ese gentío de lomo desnudo que canta aún en la derrota. Apenas será una imagen que alimentará su alma mucho tiempo después. Nada en estos momentos es capaz de detener su desazón. Infinita desazón. Llora como si una noche maldita alguien ingresando a su casa le hubieran robado todos sus juguetes, todos sus soldaditos romanos, y los Guardias de la Reina con sus morriones, su acorazado machtbox y su metegol de madera, su pelota de goma y su proyector. Como cuando hace cuatro años le sacaron el chupete. Llora con rabia. Pero con otra rabia que no es berrinche, sino una expresión ardiente y pasional que de un extraño modo lo emparienta tempranamente con el mundo de los adultos.


El padre no tiene palabras para consolarlo. Apuesto que a nadie le gustaría estar en su piel. Para calmarlo solo atina a abrazarlo sosteniéndolo del cuello. Lo estrecha contra su cuerpo. La impotencia hace que pruebe con cualquier cosa. Como por ejemplo. Que River ha perdido 3 a 0 con Atlanta. O un absurdo, viste de todo esta tarde hijito, goles en contra, penales, expulsión del arquero. O que deje de llorar que ahora van a comer unas pizzas a Banchero.


El chico inunda de lágrimas el ajado asfalto de Del Valle Iberlucea. No, no hay consuelo posible. Su llanto también riega la calle Brandsen, Zolezzi, Palos, Martín García y la avenida Alte. Brown.


La breve sombra de la calle Brandsen le ha parecido un círculo negro interminable, un pozo por donde no termina nunca de caer. Todas las glorias recientes se han esfumado de su memoria. No hay otro recuerdo que la derrota que acaban de sufrir esta tarde. Sospecha que esta sensación de dolor será interminable y eso lo tortura y le provoca cada vez más llanto. No se da cuenta -no podria darse cuenta nunca- que esta siendo bautizado en el arte de sufrir. Karma inherente a todo aquel que se precie de verdadero hincha. Y que pese a ser de Boca, el no está, no estará exento para nada, y que no obstante con el paso del tiempo lo verá convertido en el equipo con más copas internacionales ganadas en el mundo, tendrá que aceptar, en más de una oportunidad, este tipo de laceraciones.


Recién al llegar a la histórica pizzería se calma un poco. Seguir llorando ante la mirada dura y desfachatada de los chicos de la Boca le ha llamado a la vergüenza. Para seguir consignando iniciaciones, sin sentarse a la mesa todavía, parado en el mostrador, prueba por primera vez la fainá xeneixe de la Boca. Ese sabor intenso que no solo corona los festejos de los triunfos sino que parece poder conjurar todos los males que acarrean las derrotas.


El padre le da de su vaso un pequeño traguito de moscato. Con ese breve fuego bajandole por la garganta.
Se siente algo mejor. Todos se sienten mejor cuando beben moscato en la República de La Boca.


Mientras comen, mientras el Gran Mangacha, Tío Oscar y su padre elogian la muzarela de Banchero y cambian el moscato con el que han acompañado la fainá por porrones de cerveza, el chico se pierde a instancia de otro match, esta vez los players se desplazan sobre el mosaico pringoso de Banchero. Son unos chicos que juegan con una tapita de Pepsi. Incansablemente la mueven de un lado a otro con la misma destreza casi con que moverían una pelota de cuero.


Se levanta de la mesa y se arrima al insólito campo de juego del piso gris de la pizzería.


Un morochito sin desatender el juego lo mira y ordena:
- Jugás para nosotros. Para Los Tigres del Riachuelo. Y le hace seña con su mano para que tome posiciones en el fondo. Para que defienda el arco que componen las patas de una silla de madera.
No quiere pasar por flojo ante sus rudos y desfachatados compañeros. Ante esos pibes que ya se estan haciendo fuertes en la Placita Solís. Así que cuando por primera vez la chapita pasa cerca de sus pies. La revienta con alma y vida, resbalándose y cayendo de espaldas contra el piso. Por lo menos no ha pifiado.


El gran Mangacha, yerra el segundo vaticinio de la tarde. Yerra feo esta vez.


- Que sangre Peter, este va a ser como Pernía.



Ni Saturno que por lo menos hacia la bicicleta. Ni el Mosquito Monroig que una vez la puso contra Italiano. Ni Pimpinela Tessone que tuvo al menos una jornada de gloria. Ni siquiera Matuzcik que si bien en vano, el pobre las corría a todas.
Hoyos, Trellez quizás, Charles. Y si nos dilatamos en el tiempo Javier García.


Pero el Gran Mangacha murió antes de que esta perrada se calcé la azul y oro. Así que le fue imposible trazar una justa y acertada analogía. Esa tarde en La Boca.


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