26.6.09

El fútbol antes de Pro Evolution



Ha esperado que su padre se termine de ajustar el nudo de su corbata frente al espejo del baño, ha esperado también con paciencia que se acomode hacia atrás los escasos pelos grises de su cabeza y luego lo ha saludado con un abrazo. El padre ha prometido que cuando vuelva del centro le traerá alguna revista. Entonces con el camino libre se ha dirigido hacia allí. A ese rincón del patio donde guardan los residuos. Bajo el aromo. Con extremo sigilo se ha acercado. Al lugar exacto donde su padre hace unos minutos depositó el bollito de papel. Una mitad de hoja de diario que de un tirón ha cercenado de la edición matutina de Crónica. ¿Qué hay de secreto o de prohibido allí en ese trozo de papel que su padre por un medio tan poco ortodoxo ha intentado que el no vea? ¿Por qué simuló, juntar desechos de comida de la mesada y envolverlos para arrojarlos a los tarros del fondo, por qué eligió justo la tapa del diario, el diario que pertenece a la abuela Agustina, la que no bien llegue de su trabajo en el colegio se dispondrá a leer como todos los días ?
Las manos del chico buscan dentro de la basura. Sus dedos se llenan de yerba usada y de cáscaras de huevos, su cabeza del recuerdo de un hecho insólito. Al hacerlo, al presentir la acción de la memoria sus manos revuelven con menos intensidad igual que si temiera la aparición súbita de algo anormal. Es que no hace mucho tiempo él y su padre han perseguido por todas las habitaciones y cazado a escobazos un murciélago que se había metido en el interior de su casa, lo han tirado envuelto en una toalla vieja, a la basura. A la mañana siguiente el chico ha insistido en ir a ver al pájaro muerto, quiere ver de cerca al mamífero volador que, al mismo tiempo, tanto miedo y curiosidad le da. Quiere llevarse todos los detalles de su anatomía. Quiere aprovechar ahora que está muerto. El padre del chico libera con displicencia una de las puntas de la toalla para que su hijo pueda observarlo. La cara del chico está casi pegada sobre el bulto del presunto cadáver. Por eso los aleteos del murciélago, un batir de alas primero dificultosos pero después enérgicos, le dan de lleno en la cara. Sus ojos se llenan con la visión de la rata voladora. Un primer plano tan próximo que se convierte en táctil. Es tan grande el cagazo que mira a su padre y se larga a reir. Ríe como si convulsamente llorara. Antes de que este recuerdo le haga abandonar la búsqueda sus manos hallan el bollito de papel. Escondido por su padre en uno de los rincones de la caja, bien al fondo, con lo que el chico intuye las serias intenciones de su padre de que ese papel se extravíe para siempre de su mirada. Todavía no lo sabe pero cuando desenvuelva el papel sufrirá un shock aún mayor que el que le provocó el vuelo del murciélago muerto. No se imagina nada. No encuentra un solo motivo por lo que su padre haya hecho lo que hizo. Ahora si que lo encuentra, en realidad no del todo, pero continuemos. Ha desenrollado el papel. En una foto grande se muestra la imagen de un edificio. En el octavo piso con un círculo impreso sobre el balcón se señala el lugar donde se arrojó el suicida. Ese hombre es nada más y nada menos que Rubén Suñé, el gran ídolo de Boca, el jugador cuya entrega y valor ha sido fundamental para que Boca gané todo lo que ganó en estos últimos años. El padre del chico después de salirse del impacto que le ha causado la noticia, después de recomponerse se ha preguntado por que Suñé, por que vos Chapa. Si hubiese sino Benitez o Marito Zanabria, la cuestión de explicarle esto a su hijo tal vez se tornaría más fácil. El siempre ha dicho que por ejemplo que Zanabria es frío. Pero Suñe carajo, Suñé. Todo un símbolo. Coraje, garra, valentía. Eso es Suñé para todo el mundo. Lo es también obviamente para el chico, que le cuesta creer lo que está viendo. La yerba usada ha teñido el papel un poco de verde. Por eso el gran Chapa parece Hulck barbudo. Sí, desde que dejó la práctica activa del fútbol Suñé no se ha afeitado, pero el chico lo identifica igual. Con su mano alisa la hoja contra el piso de lajas quiere entrar en detalles aunque una presión provocada por la angustia comience a cerrarle el pecho. El Chapa Suñé se pregunta. Como puede ser que el gran capitán de Boca haya decidido de un momento a otro quitarse la vida. Eso sí, sin lograrlo. Recién en un pequeño apartado de texto llega a leer que aún está con vida en un sanatorio de la Capital Federal. Estado reservado. Sobre el chico se cierne un mar de dudas. Un conglomerado tan grande de preguntas que de por si se disuelven para conectarlo a una sensación de ingravidez propia de los alelados. De a poco con el breve repaso de los hechos comprende la actitud de su padre. Sabedor este de que su hijo no bien se levanta, pregunta si Mario Secco, el diariero a traído el diario y aunque no sea domingo y el diario no traiga el suplemento Croniquita, se dispone a hojear los titulares. Aunque el chico entienda poco del acontecer político suele preguntar cosas tales como quien es el ministro Webe o porque los israelíes matan a los palestinos. No ha querido que su hijo se enteré de la tragedia. No quiere que tal suceso lo afecte. El es capaz de recortar la realidad a medida. Por eso y no por otra cosa ha roto la tapa del diario, piensa el chico. Es su modo de protegerlo. Para colmo de males él, su padre, como dijimos, ha ensalzado hasta el hartazgo las condiciones viriles de Suñé, su forma de encarar el juego del fútbol, el carácter imponente de sus cualidades de líder, el arrojo con que se dispone a disputar cada pelota. Como si fuera la última. Todo eso que transmite a sus compañeros, la seguridad de tener en el mediocampo a un león que se juega la vida en cada cruce. Como lo hacía Pescia, le ha contado su padre. Se han reído con la expresión de Cacho, el cantinero del Club San Luis, que ha dicho que Suñé tiene unos huevos como cabezas de enano, el chico se ha reído pero también ha asimilado de manera total la gruesa metáfora de Cacho Sampablo. Por eso con ojos tristes mira a su padre y le dice que ya sabe lo de Suñé que lo ha visto en el noticiero de la tele.
Hoy no irá a la escuela aunque sean casi la una y la abuela Agustina ya haya regresado del colegio. Anuncio este de la inminente salida al colegio. Pero no, desde hace un día el médico le ha diagnosticado varicela. La enfermedad de los granitos por todo el cuerpo que dejan, si uno se rasca, marcas para toda la vida. Por suerte la varicela no es como la hepatitis y las paperas que indefectiblemente te tienen sujeto a la cama por varios días. 40 la hepatitis. Casi una vida, piensa el chico. Si bien no es muy inquieto ni requiere salir a la calle constantemente como otros chicos, agradece no estar postrado, le gusta que la varicela, al menos lo deje deambular por dentro de la casa. Lo que lamenta es que sus amigos, ante el peligro del contagio, no puedan venir a jugar a su casa como habitualmente lo hacen. Así que después de comer se prepara para pasar la hora de siesta en soledad. Todos en su casa se acuestan, así que quedará solo pugnando con su imaginación para salir a flote de esas horas interminables de silencio y quietud. Como si esto fuera poco también tendrá que ir aceptando que este es el destino que se le ha impuesto para los siguientes diez o quince días. Todo según como vaya evolucionando su enfermedad. Hay un granito en la sien que le pica como loco. Le han advertido que por nada se lo toque y menos que se lo rasqué. La cicatriz es imborrable para el resto de la vida, le dicen. Tal vez como la noticia de Suñé, esa que le abrió y le sigue abriendo el cerebro a las más oscuras cavilaciones acerca de los avatares de la existencia humana. Su uña se clava en la carne igual que si quisiera dejar un recordatorio de ese día en su piel, el día que de alguna forma descubrió, eso que llamará a través del tiempo, la vulnerabilidad de los dioses. Casi un obituario. Si bien ya ha leído El tigre de la Malasia, el primer volumen de la saga de Sandokán, allí donde al final de la novela el gran pirata perece ahogado luego de que su prao naufrague junto a las costas de Sumatra. Su padre ya le ha dicho que esto es solo un juego literario para hacerlo resurgir con vida en el volumen siguiente. Lo de Suñe es sencillamente demarcatorio. Como lo será la muerte de su padre. Pero todavía por suerte falta bastante.
De a poco se ha ido sacando de la cabeza la imagen del Suñé reventado en el piso. Envuelto en vendas y colmado de tubos que lo asisten en su respiración y en su sangre. Ha comido y el living de su casa ha quedado a su entera disposición. Se lamenta que sus amigos no vayan a venir. El chico junto a sus amigos disfruta mucho de todos los juegos colectivos a los que se han dado en los últimos tiempos. Se dice que va a extrañar mucho la presencia de Godzi, de Sendic y de Pablo. Aunque alguno de los tres no deje ni un día de traerle su cuaderno con las tareas, para que no se atrase con los temas que van viendo en la escuela. Claro que no los verá, será su madre la que lo atienda en la puerta.
Junto al Bucanero ese juego de mesa en la línea del Estanciero y del Juego de la Vida. Donde el destino viene atado al azar de lo que marcan los dados, el otro juego que los tiene absorbidos casi por completos es: los cartones. Así han denominados a esta versión muy lograda del fútbol, mejor que el metegol suele decir el chico, que juegan sobre la mesa del living y que una tarde a instancias de un tío le han revelado Brady y su hermano Facundo cuando eran vecinos en el barrio de la 25.
En el silencio de la tarde el chico abre el Bucanero extiende el tablero sobre el piso y dispone las naves en la zona de partida. Siente nostalgia de que sus amigos esta vez no lo acompañen, le gusta ver como Godzi se excita cuando su galeote se llena de las llamativas fichas rojo transparente que representa rubíes o con las esmeraldas verdes como el vidrio de una botella de sidra. Godzi apura a tragos enormes el nequik que ha preparado la madre del chico, moja las vainillas y sorbe con fruición, otra vez la leche chocolatada. Lo hace del mismo modo con que años después tragará wisqui en la sentina oscura de los bares. Cuando están solos, cuando los demás amigos no han venido todavía, El chico y Godzi juegan a otro juego de mesa que los apasiona, el Saladin. Godzi elige siempre jugar con Saladino, el moro que tendrá que impedir que los cruzados que maneja el chico lleguen a Tierra Santa. Los soldados de Saladino se desplazan con enorme rapidez, hay que duplicar el número que indican los dados para avanzar sobre las casillas. En seguida comienzan el asedio. El chico con sus cruzados en compensación a la pesadez de desplazamiento de estos, que dividen los que indican los dados poseen espadas letales, que con un solo toque eliminan a los moros. Pero volvamos a los cartones, ese increíble juego revelado por el tío de Brady y al que han jugado incansablemente en la casa de la 23. Hasta mundiales han realizado. Cada vez que comentan a alguien sobre el juego nadie lo conoce. Todos lo confunden con los botones. Si bien hay similitudes, nada es comparable al efecto catapulta de los cartones cuando disparan al arco. Los botones carecen de esa vivacidad de los cartones. Son simples adminículos de prendas distribuidos por la mesa dando una triste imagen del colorido mundo del fútbol. Además es muy complicado, piensa el chico pisar el botón para que se desplace e impacte la pelota (otro botón más pequeño) o sale frágil como un pedito de gallina o con una violencia tal que los botones van a parar a kilómetros de la mesa. No tienen para nada la ductilidad ni las variantes que tienen los cartones.
Al Bucanero es casi imposible jugar solo, se torna muy aburrido pero a los cartones no, ahí si es posible manejar a los dos equipos. Entonces dispone bien las sillas sobre las cabeceras de las mesas. La parte superior de ellas se convertirán en arcos. Las levanta bien para que las patas no emitan el menor chirrido contra el piso. No quiere que nadie se despierte. Piensa que el botón que oficia de pelota va a hacer demasiado ruido en el silencio de la tarde por eso luego de probar dos o tres disparos con un cartón que eligió al azar, le ha tocado el capitán Nemo el fornido numero 6 de Sportivo Verne decide que mejor que jugar será confeccionar nuevos equipos para sorprender a la sus amigos cuando se le pase la varicela y vuelvan a poder a venir a jugar a su casa.
Debajo de su cama están guardadas la topper bordó que su madre le ha comprado la semana pasada. Pero no piensa en las zapatillas sino en su caja en ese cartón de perfecta textura para fabricar cartones. No es fácil en este tiempo conseguir materia prima para este juego. Con excepción de las cajas de zapatos y de camisas todos los demás cartones no sirven para nada se quiebran enseguida. Así que acaricia la caja con inmenso afán de poder rescatar de allí un gran equipo de cartones. Ansiosamente revuelve el costurero de la madre, una enorme lata cuadrada que supo contener 24 alfajores Havanna y donde muy pocas veces, pese a ser el lugar que se le ha adjudicado, se encuentra la tijera. Pero esta vez, está. Como si lo estuviera esperando. Se apresura a cortar. Con un par de tajos dispone unos listones desparejos de caja. No necesita regla. Desde el momento que supo que los cartones se iban a imponer como el juego de los próximos años, desde el instante de confeccionarlos allí donde juega a ser dios o la naturaleza misma, por íntimas convicciones del azar deja que los cartones se corten casi solos, apenas dirige su mano para que no se vayan tanto de la forma rectangular que deben tener, pero en esa displicencia con que corta sabe que le esta dando una individualidad propia a cada jugador, sabe que esos cortes desprolijos que efectúa con la tijera le están dando un carácter único a cada uno de los cartoncitos, eso que los diferenciará uno de otro hasta el punto de parecerse a los jugadores humanos de carne y hueso. Por experiencia ya sabe que de la tapa de la caja está el mejor cartón, de allí salen los mejores jugadores, como de la cantera rosarina de Griffa, salen cartones de elegante y preciso disparo, tanto para pasar la pelota como para disparar al arco. De los laterales de la caja sale una camada no tan buena como los de la tapa. Al ser el cartón un poco más blando y ordinario con el uso van perdiendo potencia y precisión hasta convertirse en quebrados, así denomina a los cartoncitos que han perdido a causa de vencerse el cartón levantado de la punta -allí donde se los acciona para que pateen- toda capacidad de juego. Y no hay médico que los reponga, como los caballo quebrados deben ser sacrificados. A la basura. Menos el inmenso Corquicocari, el centrofoward del equipo imaginario que ha creado y que con el desgaste propio de un héroe de mil goles ha caído en la fatal quebradura, esa lesión para la cual no hay cinta scoch ni pegamento que lo supere. Corquicocari no ha tenido el fin común de los otros quebrados. Para el ha dispuesto un funeral. Cuatro caballos de plástico azul tiran a través de cordones de zapatos de el catafalco de que el chico le a dispuesto a Corquicocari. Un portaviones matchbox. Desde las mesa del living, allí donde se ha consagrado como delantero extraordinarioñ, hasta el fondo del patio lo acompaña la luctuosa comitiva compuesta por el chico y los demás jugadores de cartón montados en el jeep de Patton. El chico envolverá en tela blanca el cuerpo de Corquicocari, lo momificará igual que a un faraón antes de ponerlo en una lata de sardinas Nereida y enterrarlo veinte centímetros bajo tierra. Pero hablemos del equipo imaginario del chico, ese que inspirado en el invencible Remington de su padre, aquel de casaca roja, negra y amarilla a bastones y comandado por Samaniego ha vuelto a resurgir de las tinieblas epocales de los años cuarenta. No bien su padre le contó de aquel equipo que su imaginación turbulenta diseñó un domingo sin fútbol para que se enfrente al de los Héroes de la SGM, el chico le ha respondido con el suyo Rayo, y que mejor forma que llevarlos a la realidad que a través de los cartones. Entonces allí se alinean: San Pedetti, Zanata, Zanatedo y Lure; Bananero, Mercuri y Parker, Hombre Capucho, Corquicocari y Maga. Los mismos que el chico observa acongojados tras el deceso de Corquicocari.
¿De que trasfondo de la imaginación nerviosa a podido el chico convocar ese puñado de apelativos para bautizar a sus jugadores? ¿Por qué surgieron porque sí de un momento a otro? ¿Que extrañas cacofonías ululantes le prestaron la poesía onomatopéyica para que así sea? Por si todo esto fuera poco para el exótico campeonato que su mente a dispuesto también juegan, también ha llamado a los equipo de Verne y de Salgari, el clásico de la aventura transmite cada vez que estos equipos se enfrentan. En el Deportivo Verne puede admirarse una delantera singular, Phileas Fogg, el Capitán Nemo y Barbicane, aquel de De la tierra a la luna. En Salgari Club el siguiente mediocampo: Tremal Naik, Tabriz y Yañez de Gomera. Es inocultable que en el padre del chico conviven tanto la admiración como el miedo cada vez que ve a su hijo poseído por el despliegue táctico de estas figuritas de cartón sobre la mesa del living o cuando enfebrecido con sus fibras de colores mezcla colores para inaugurar nuevas camisetas y deja ese lugar en blanco en la parte superior del cartón para identificarlo con un nombre. Si hay algo a lo que teme el padre es a la locura y si hay algo parecido a esta, como una hermana domesticada o mansa es la imaginación. De allí que infiere la posibilidad de que algún día el sano y creativo juego de su hijo pueda convertirse a través de algún tipo de ennegrecimiento del dínamo perceptivo en una pesadilla sin retorno. Pero eso sería tener mala suerte y el como los capitanes elegidos por Napoleón es un homme du fortune. Nada de eso puede pasarle, así que alienta a su hijo, prestándose cuando tiene tiempo a jugar a los cartones o a pasarle a máquina el fixture que el mismo ha colaborado en confeccionar y que dispone las fechas en que los equipos deben enfrentarse.
La hora de la siesta ha entrado en ese punto estático en que el tiempo parece haberse suspendido de forma trágica. Las tres. Al chico le parece que esta hora especialmente es infinita, que dura mucho más de lo que debería durar. Siendo imposible dormir. El silencio y la luz que se filtran por la ventana lo llenan de una sensación de falsa eternidad, tediosa y aburrida como nada en el mundo. Cuando está por advertirlo en toda su potencia, cuando sabe que ningún amigo vendrá a rescatarlo de esta soledad, se sumerge con más fuerza en el mundo de sus cartones, una vez cortados pinta once camisetas iguales y once más de otro y una más para completar tres, para que cuando pase la varicela y sus amigos retorne tengan nuevos equipos para elegir. Uno de los equipos de llama San Karl y tiene una corona de laureles en su pecho. Acomoda los flamantes jugadores en una caja los deposita uno sobre otro como si los dispusiera a una larga concentración y desde su pieza trae Las Águilas de las Estepas, el increíble libro de Emilio Salgari que esta volviendo a leer por segunda vez. Se acomoda en los sillones. Apoya su cabeza en el apoyabrazo y abre el libro amarillo de la colección Robin Hood. Solo le resta leer el último capitulo. Aquel que durante el verano lo ha emocionado tanto y que cuenta las penurias de los amigos otomanos Hossein y Tabriz a través de la estepa turca. Han tenido que huir ignominiosamente de su ciudad natal por los dichos de un traidor. Han tenido que enfrentarse a mil vicisitudes inhumanas por culpas del infame. Ha llegado Tabriz a abrirse su fornido brazo con el filo de un yatagán para que Hossein bebiendo su sangre no muera de sed. Ahora han retornado, ahora están en la casa del sabio visir con el infame traidor confesando toda su maliciosa patraña. El visir lo arroja al destierro y el infame sale a perderse en el desierto. Tabriz sale detrás de él, Hossein y el visir escuchan un grito sordo escaparse de boca del traidor. La cimitarra de Tabriz se ha cubierto de sangre. Su voz declara: el desierto ya esta lleno de traidores para que lo alimentemos con uno más. El chico abre los ojos más de lo normal y vuelve a leer la sentencia de Tabriz, le gusta su actitud lapidaria. Algo de la violenta escena lo retrotrae a la triste historia de Suñé. Como estará el Chapa, se pregunta. Su acción es indigna de cualquier libro de Salgari, piensa. Todavía no sabe que Emilio Salgari se cortó con un cuchillo de cocina hasta desangrarse por las calles de Torino. Entra en un entramado de cavilaciones que exceden por completo la capacidad de reflexión de sus nueve años. Todo eso a lo que no le encuentra respuesta. Todo eso que no sabe de que forma acomodar dentro de su realidad. Todo se convierte de negra fantasmagoría todo confluye en un negro cerrado a toda lógica formal. Los héroes, por ahora, para el chico no se suicidan.

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