8.10.09

Pasarela


En el final de la doble fila está Rabione. Frente a él, García Getty. Me miran. Los dos están ansiosos por molerme a palos. Lo noto en sus ojos de niños fieras. Apenas percibo que mi corazón bombea a un ritmo más acelerado de lo normal. No vengo de un colegio de putos como García Getty acaba de decirme en el salón y como lo acaba de proclamar para todos en el patio. No, para nada.
La pasarela es un suplicio importado por los escolares de los colegios militares desde hace tiempo. Ya observé de qué modo la practican en este colegio. La semana pasada, en mi primer recreo en este lugar, vi a Granero sangrar por la nariz y la boca después de ser sometido a la pasarela. Tengo suerte; los de séptimo están en hora de música y no en el patio para sumarse a la golpiza.
Uno mismo es el que se arroja dentro del sendero salvaje de la pasarela. Hay que tomar envión desde el fondo del patio y tratar de pasar sano y salvo, por entre el laberinto de brazos, puños y rodillas. Y punzones. Vi a Petronave y a García Getty emplearlos contra el cuerpo indefenso del pobre Granero. Pero aún más terrible que encaminarse solo hacia la pasarela, es ser empujado por otros hacia las fauces del lobo. Eso es lo que se realiza con los temerosos que no se animan a pasar. Se los conduce de prepo empujados por la espalda. Y todos sabemos que la cobardía y el amilanamiento acrecientan la crueldad de los que golpean. Por eso saco pecho. Inspiro y expiro aire igual que si me fuera a tirar al arroyo para bucear. Por eso acomodo mis brazos en jarra con el cuerpo levemente inclinado hacia adelante como si le fuera a dar con un caño a la pelota en un tiro libre. Trato de mirar a Coronado, a Vicinzelli, al paraguayo Arce y a Paz. Son los primeros con los que voy a chocar en mi travesía. Los primeros que intentaran desarmarme con sus golpes. Los que armaron la boca de entrada por la que voy a entrar a la pasarela. Miro a Paz, es con el único que trabe amistad desde que llegué al colegio. Se sorprendió de que en mi mochila lleve un libro de Jack London. Son libros para gente grande, me dijo con cara asustada. Los lee mi papá. Le dije que pruebe con “La quimera del oro” y que después me cuente. Le gustaron los relatos de los buscadores de oro de Alaska. Así que espero que los brazos de Paz se frenen cuando yo pase debajo o mejor que finja que me golpea para que no se den cuenta de que me está perdonando la vida.
García Getty grita que me apure. Su rostro colorado vocifera. Vas a pasar o tiene miedo la nenita. Los demás también reclaman que me apure. Abrocho el último botón del delantal como si eso me fuera a acorazar de los golpes que sobrevendrán, en instantes, a lo largo de todo mi cuerpo. Estiro el labio de abajo y soplo para arriba para mover mi flequillo. Cuento hasta tres y me encomiendo a los dioses, en especial a Thor, el normando, con su martillo aplastacabezas; el pobrecito de la cruz que intentan inculcarme en catecismo me provoca tristeza y me resta fuerza. No es bueno para esta ocasión. Los trancos de mis piernas son rápidos y decididos. Entro en el útero maldito de la doble fila con mis brazos cubriéndome la nuca. Doce o trece de cada lado preparan sus brazos. Siento el primer contacto con la maraña. Golpes llovidos me encienden de ardor las orejas. Un bloqueo a la altura de la cintura intenta detener mi paso y hace que reciba cada vez más golpes. Trato de zafar de los brazos que me aprisionan de la cadera y del estómago y de los rodillazos dirigidos a los huevos. Mis brazos pelean ahí abajo como si estuviera en la primera línea de un scrum .Mi cabeza queda descubierta. Una trompada recta me desacomoda la mandíbula. Por un momento creo que voy a caerme por la fuerza del golpe, pero no, sigo adelante. Trato que las enredaderas humanas de brazos arteros se terminen de una vez, pero esto recién empieza.
Escucho los gritos furiosos y excitados de los que golpean, siento en los pómulos el roce áspero de las camperas de jean y de su botones , el alarido lejano de los osos, el frío polar que después de la nevada se vuelve más seco y la boca anestesiada por los golpes. Espero sentir el hilo húmedo y caliente de la sangre brotar por algún lado de mi cara. Un puño cerrado pega de lleno a mi nariz, el Tano Giacometti o Esquivel, dos que se encuentran en el medio de la fila y dos que desde que llegue me miran con cara de pocos amigos. Cagones como son alguno de los dos aprovechó esta oportunidad para pegarme la piña que no se animan a darme en una pelea mano a mano. Aprieto el paquete de café en el bolsillo de la cazadora. Quiero tomar algo caliente antes de que anochezca, antes de retomar la línea de abedules que me siguen conduciendo al norte.
Un sabor salado baja de mi nariz a mi garganta, un gusto salado o metálico. Miro al cielo. El cielo blanco. Por la intensidad de la luz intento saber que hora es. Atrás quedó un largo tramo de camino. No es fácil llegar al Klondike. No es fácil atravesar en trineo cientos de millas heladas. La doble fila de abedules que marcan el camino. Dejé el trineo en el campamento. No hay otro modo de recorrer las siguientes millas que no sea con mis piernas. Los primeros soles de la primavera comienzan el deshielo y no hay por donde deslizarse. A cambio de esto la temperatura sube. Es difícil en esta época toparse con una noche de cincuenta grados bajo cero. Mi paso es alegre, cansado pero alegre. Dentro de pocos días llegaré al Yukón, al paraíso del oro. Soy un buscador. Uno más de los que trata toparse con la suerte metiendo su pico entre las piedras a la espera de un filón dorado. La cabeza de una hidra enloquecida parece el racimo de brazos que me azotan en el último tramo de la pasarela. Noto con cierto alivio que me golpean solo puños desnudos aunque mi cuerpo teme que en cualquier momento me hieran la punta de los punzones. Antes de que anochezca debo encender una hoguera por eso busco buenas ramas bajo los abedules para iniciar el fuego. No me sorprende el primer ruido, lo creo el desgajamiento de una de las grandes ramas superiores del árbol. Pero si el segundo. El alarido que mi miedo no puede transformar en otra cosa que no sea el gruñido de un oso. García Getty saca del bolsillo de su guardapolvo el punzón. Puedo ver el brillo del clavo iluminado por el sol de la mañana. Un grizzly. El señor de los bosques del Yukón. Intento correr pero es tarde. Una masa peluda proyecta toda su sombra contra mi cuerpo.
Solo atino a esperar el primer zarpazo. La pesada garra del oso baja desde lo alto, desde el techo verde azulado de los abedules para aplastarme contra el suelo. Me corro hacia un costado. El zarpazo del oso pega contra la tierra. Se enfurece. Donde están los que dicen que el oso no ataca a los hombres?
Trato de correr pero mis piernas no responden. Llevo mi mano hacia la cintura y desenvaino mi cuchillo de monte. Espero que el grizzly vuelva a embestir. Un monstruo de dos metros posado sobre sus patas traseras trata de darme caza. Aúlla como un mono gigante. Anuncia a las entrañas del bosque mi muerte. Junto mis dos manos y aferro el cuchillo. Espero que su cabeza baje un poco. Doy un salto. Paso por entre medio de sus patas delanteras sintiendo como la hoja de mi cuchillo se mete en uno de sus ojos. Mi punzón en el ojo de García Getty es una figura espantosa. Corre para todos lados con los brazos en cruz. Sus gritos desesperados resuenan en el patio del colegio. Grita que alguien le saque el punzón del ojo. Miró la pared del patio ahí donde comienza el techo, se que tengo que huir, las montañas nevadas del Klondike me indican que estoy cada vez más cerca de los grandes yacimientos auríferos. El director Domínguez me toma con fuerza del hombro. Vocifera el catálogo de sanciones disciplinarias que caerán sobre mí. Aparto la mano Domínguez con violencia, como si fuera una mosca molesta revoloteando cerca de mi cuello. Nadie detiene tan fácilmente a un buscador de oro, a un curtido viajero que acaba de matar con sus propias manos a un oso. Ante la mirada impávida del director y de los chicos que aún se animan a mirarme corro en la dirección que los grandes picos helados me indican. Soy un hombre libre que se vasta a sí solo para sacarse de encima todo un entorno de amenaza.

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