18.8.10

LA CARNICERA DE LUXOR (del volùmen virtual "Has visto tu a Rosa Pantopòn")

Nos conocimos en Musimundo bailando JI JI JI.
El pogo de JI JI JI.
El pogo más grande del mundo.
Esto es decir, el ritual más fiel, al siglo más violento de la historia.
Deben recordar la época en que bailábamos dentro de las disquerías.
Un tiempo en que los seguidores de los Redonditos, aún no habíamos alcanzado el mote genérico de ricoteros. Chicos y chicas, que al menor sonido ejecutado por Skay Beilinson tomábamos por asalto cualquier tipo de superficie y de espacio.
Las disquerías fueron uno de ellos.
No tendríamos más que un par de Satisfacion y Obras encima, cuando me enteré que esto sucedía.
El Gordo que vivía en Capital desde hacía unos años y venía a Mercedes los fines de semana, me contó, birra mediante, en el Comu, que había entrado a una disquería y que no bien pusieron a los Redondos el setenta por ciento de los que estaban allí se pusieron a agitar de un modo increíble.
No podía creer lo que me contaba.
Podía imaginarme, lo había vivido ya, a una multitud de gente bailar el baile de la desmesura dentro de un recital o dentro de una disco. Pero no me lo imaginaba dentro de un comercio. Aunque sea un comercio dedicado a la música.
Sí, reafirmaba el Gordo, tendrías que estar ahí para verlo.
Me imaginé la escena. Una disquería tranquila y careta. Una empresa que realiza un enorme despliegue de su infraestructura para vomitar sus discos de Luis Miguel y de Tecnotronic en los ranchos burgueses, invadida de un momento a otro por el haka suburbano de los Redonditos.
De un momento a otro, contaba el Gordo, cuando el chaboncito de atrás del mostrador, pasó de Phil Collins a Vencedores Vencidos se armó la cosa. En la birra siguiente me contó que algo parecido observó en Once con los cumbianteros que bailan los domingos a la noche en la puerta de las disquerías de la estación.
Oh feroz coincidencia, dijo.
Quise comprobar con mis propios ojos aquello de lo que me había hablado el Gordo. No hacía mucho había terminado de leer El Libro de Manuel y, salvando ciertas distancias, no dejaba de emparentar el fenómeno de la disquería con las intervenciones culturales que Andrés Fava, Loenstein y Cía. realizaban en ese París, que por cierto ya no conoceríamos nunca, taumaturgizado por la mano maestra de Julio Cortázar. Claro que lo nuestro tenía otro tenor.
No quise quedar afuera de esta posible eventualidad que se estaba suscitando en torno a lo que todos sabíamos era el comienzo definitivo de la gran era de los Redondos. Algo así como la última gran gestación de Patricio Rey antes de convertirse en el fenómeno de masas por todos conocidos. El gran salto cuantitativo que la segunda camada de seguidores le estaba dando a la banda para catapultarla a la eternidad. Así que la semana siguiente viaje con el Gordo a Capital.
El aire acondicionado de Musimundo, ese frescor artificial que todo lo envanece, me dijo que hoy no sería posible. ¿De que modo podía surgir una masa de jóvenes ardientes dentro de semejante ambiente caricaturizado por el clima?.
Apenas observamos a un chabón con pinta de rocker revolviendo unos discos de La Polla Record, los demás, eran sin lugar a dudas de un palo sin palo.
Salimos del lugar y caminamos unas cuadras. El Gordo saco su pequeño nebulizador manual para combatir el asma y seguimos caminando. Enseguida nos topamos con otro Musimundo. Más grande este, más prometedor. El Gordo me miró con buena cara cuando pisamos el interior del local y de los parlantes escuchamos sonar Little Red Roster. Igualmente estábamos solos. No había nadie que prometiera el esperado espectáculo. Nos dejamos llevar por la voz de Jagger mientras revisábamos discos de rock nacional. Con un disco de los Abuelos en la mano. Vasos y besos, para ser más precisos vi entrar a Xima, su extenso cabello teñido de rojo, su diminuta musculosas blanca con la estampa de Oktubre sobre sus pechos. Nos miró de reojo y se perdió enseguida entre las bateas. El gallo rojo estaba por empezar a agonizar cuando nos dimos cuenta que el local se había llenado de gente.
La viola de Skay marcando los primeros acordes de Ji ji ji nos hizo zumbar. No tuve mucho tiempo en pensar que en este Musimundo no iba a ocurrir nada. Cuando la voz del Indio entro en escena, fui testigo de los primeros saltos en el lugar. Ocho , nueve o diez de los que estaban comenzaron a gravitar al son del himno, saltando en el lugar. También nosotros, comenzamos a dar saltitos. Me imagine como sería el baile cuando comenzara a estallar el estribillo. Había tiempo de sobra en mi cabeza para pensar esas cosas.
Mire para todos lados y vi como desde una punta de la disquería, Xima empujaba a todos, incitando a un pogo abierto. El tipo de Musimundo tuvo la delicadeza de poner Todo preso es político y el Reggae de paz y amor. No vendió ningún disco y todos salimos transpirados y eufóricos caminando por una calle de Buenos Aires de la que lamentablemente no recuerdo el nombre.
La última en salir fue Xima, mientras los otros chicos se habían dispersado entre la gente. El Gordo y yo la esperamos en la puerta.
Toque mi bolsillo para ver si todavía tenía los dos billetes de diez, si no los había perdido entre los saltos y la invitamos a Xima a tomar una cerveza.
Cuando Xima fue al baño los dos nos miramos. Extrañados. Subterráneamente desafiantes. Dos hombres y una mujer. Una mujer que comenzaba a ejercer el poder de su magia. Oh no. Pero con el Gordo éramos demasiados amigotes y era ley que uno de los dos, más generoso, se retirase a tiempo.
La voz de Xima era espesa, seductora parecía imposible que desde un cuerpo tan flaco pudiera salir esa voz cascada, torrentosa, como si fuera un río que arrastrara el alma de mil lanchones perdidos.
La esperé en la 17 y 16 que baje del 57 y de allí comenzamos a recorrer los bares de Mercedes. Bares que por aquellas épocas eran pocos, muchos menos que los que ahora. En general, concurríamos a viejos clubes donde la única disciplina deportiva que se practicaba era la baraja y el equilibrio del codo apoyado en el mostrador.
Xima se sorprendió con la antigua edificación del Nacional en la calle Diecinueve. ¿Club de qué es? Preguntó tratando de descifrar lo pequeños trofeos que se depositaban sobre una vitrina tapada de tierra. De rifas, le respondí.
El Bar de Betty en la Dieciséis, a las seis de la tarde cuando los obreros de la construcción llegan bañados de sudor y cal después de una jornada agotadora; el Belgrano, a media luz, solitario todavía, con apenas la presencia de Lupepo en una punta clavándose un séptimo Cynar; el Vómito Negro en 31 street con la señora de Gálvez sirviéndonos ginebra; el almacén del mítico Alfredo Laurino donde le presenté a Xima al más grande de los delanteros del fútbol mercedino, Canario Biaggini y donde comentamos una hermosa editorial de Symns en la Cerdos y Peces. Los ojos acerados de Xima citando a Symns que citaba a Borges. La unica venganza es el olvido. Mucho saben de ellos los lúmpenes del tetrabrik y el roinol.
A eso de la diez de la noche llegamos a La Vieja Esquina, Juan Adano charlaba o daba indicaciones a su sobrino Gustavo. Pedí dos fernet. Xima estaba un poco cansada por las cervezas que veniamos tomando. El fernet frío y algo de comer le iban a caer bien. Pese al cansancio se sentía muy a gusto en la barra de madera barnizada de la vieja esquina. Le pregunté que le parecía Mercedes y abrió lo ojos grande dándome a entender que si bien no tenía todavía un comentario formado acerca de la ciudad, algo de ella le gustaba o le llamaba la atención. Me dijo que la próxima vez iba a traer la cámara de fotos para fotografiar la Vieja Esquina. Nada más porteño, pensé. Le comenté que por el hecho de concurrir al lugar desde muy chico, cuando todavía era el viejo almacén de Barbatto, el lugar no me resultaba para nada excepcional o pintoresco.
Xima sacaba muy buenas fotos. Desde que terminó el secundario trabajaba con su padre en una casa de fotografía, ayudándole con el revelado y demás cosas relacionadas a la actividad. Desde hacía dos años venía realizando cursos donde iba aprendiendo todos los secretos de la cámara. Prefería las viejas cámaras y revelaba en blanco y negro. Me dijo que también sabía revelar en sepia. Le dije que desde ya me debía una fotos de esas abrazado a la tapa de Gulp o leyendo una revista homenaje a Luca. Pedimos dos fernet más y nos quedamos en silencio viendo como de a poco se empezaba a llenar de gente la barra de la vieja esquina. Smells like a spirit bullendo de uno de los parlantes, contrastaba con la madera vieja y tranquila del lugar.
Hasta acá la relación con Xima no había tenido ningún sobresalto mayor. Solo los sobresaltos provenientes de dos personas que habitan en el universo del rock y que lentamente se van enamorando. Yo que no trabajaba ni hacía nada solía pasar las semanas viajando a verla a Buenos Aires. Xima de vez en cuando me acompañaba de vuelta a Mercedes y se quedaba a dormir en mi casa.
Pese a su parquedad, Xima le había resultado simpática a mi madre. Pero nada más que eso. El halo conservador de mi madre no dejaba que Xima llegara a más de lo que había llegado. Pienso que Xima tenía una táctica parecida para con mi madre. Por ahora todo convivía en paz. Por aquellos días en viaje a Buenos Aires o cuando estabamos en mi casa recuerdo especialmente las lecturas compartidas de algunos libros que nos partieron la cabeza. Ficciones y El Extranjero. El proceso y Gotan. Discos y más discos escuchados en mi precario grabador (hay de entre todos uno de los Cowboy Junkies que no voy a olvidar). Y claro Salud Universal.
Una tarde de verano después de levantarnos de la siesta me dijo si me gustaría irme de viaje.
Claro le respondí.
Supuse que Xima dispondría sus ahorros para que los dos nos vayamos a alguna de esas playas uruguayas que se estaban poniendo de moda en aquellos tempranos noventa.
Desde hacía unos meses me venía contando el modo alucinante en que la había pasado con sus amigas la temporada pasada. Me habló de pueblos sin energía eléctrica, de playas vírgenes y de crepúsculos profundos como un bajón de heroína.
Así que cuando me habló de un viaje no dejé de proyectar el fantasma de esos parajes desolados, aunque felices, junto al mar.
Montada a un juego infantil de tira y afloja que solía remontarme a una felicidad también infantil, me dijo que solo me revelaría detalles del viaje si le compraba un pote de Dulciora de higo.
Claro, le dije otra vez y rumbeé rápido hacia el super no si antes ofrecerle una mermelada de mejor calidad.
Dulciora de higo, repitió con tono irrevocable.
Volví con el dulce en mis manos y una lata de cerveza para mi. Le ofrecí unas tostadas que sabía mi madre guardaba en un rincón del aparador.
Sólo necesito una cuchara sopera.
Vi como levantaba cierre metálico del pote y procedía a comerse la mermelada como un postrecito.
Yo sorbí a fondo mi cerveza para evitar que el comer de Xima me refracte su dulzor empalagoso.
Cuando iba por la mitad del tarro. Me dijo que tenía dos pasajes con destino El Cairo para el miércoles que viene.
Vacié la lata. Egipto, le dije.
Egipto, me respondió, bajando y subiendo el mentón y esbozando una leve sonrisa.
La abracé y llené de besos su cuello.
Salimos a comprar unas latas más. En el camino le conté que solo conocía Egipto a través de “Érase una vez el hombre”. Una historieta francesa que recorría la historia de la humanidad.
Xima me dijo que conocía “Érase una vez el hombre” a través de la tira televisiva que había realizado en base a la historieta.
Le pregunté si recordaba la polémica que se suscitó cuando descubrieron que los historiadores franceses que dirigían la colección habían omitido el nacimiento de cristo.
A mitad de la colección tuvieron que incluirlo de prepo por que si no en los países católicos no iban a dejar que se siga distribuyendo.
Le dije que ese desliz de los historiadores ateos hizo que para mi el alumbramiento del hijo de dios quede situado en un cajón oscuro entre la edad media y el renacimiento.
Tengo baches peores, dijo Xima.
Nos quedamos pensando en el extraño personaje del Maestro, en Juan y Pedro y en los dos villanos, el Tiñoso y…y… Estuvimos todo el viaje de ida y todo el de vuelta tratando de recordar el nombre del otro villano hasta que mirando hacía el cielo y casi con un grito exclamó, el Canijo!!.
Nos reímos y llegamos a que el Canijo era una versión enana de Malcom Mc Claren.
En casa volvimos al tema que nos concernía: Egipto.
No le pregunté nunca a Xima por que se le había ocurrido ese punto de la geografía. Desde siempre supuse que a alguien como Xima, como a muchos otros el rastro exótico de aquel antiguo pueblo la había convocado sin más. Nunca pensé que el macabro milagro económico del uno a uno había sido el trampolín mágico de las decisiones de Xima.
Abrimos las latas y continuamos bebiendo. Mi madre había salido por lo que estábamos solos en la casa.
Xima me bajó los pantalones comenzó a succionármela. Mientras continuaba su labor yo rasqueteaba de las entrañas de mi cerebro lo poco que sabía sobre Egipto.
El ejército napoleónico tuvo serios inconvenientes en su paso por Egipto, dije entre jadeos de placer intentando remedar la voz grave de un historiador.
Sin sacarla de su boca Xima me miro a los ojos y ejecutó el milagro de hablar. Por qué? -dijo.
Parece que mi bien pisaron el delta del Nilo los soldados franceses descubrieron que por todos lados crecía silvestre y poderosa la cannabis sativa.
Napoleón los dejó hacer por unos días hasta que se dio cuenta que los fisurados eran incapaces de enfrentarse a los ocupantes mamelucos que intentaban defender a sangre y fuego el Imperio Otomano. Cuentan que sometió a pelotón de fusilamiento a los rebeldes que seguían fumando.
Xima corrió el rostro. Un gotón enorme de semen pendía de mi pene relumbrante como una telaraña mojada.
Me recosté sobre la cama y me quedé mirando la mesa de luz. Mi propia mesa de luz de pino amarillo que debería llevar allí más de diez años. Miré las calcos pegadas en el frente de sus cajones, las letras y dibujos fluo de motivos skater y recordé que sobre esa misma mesa alguna vez se había posado las famosas tres pirámides de Egipto. La cerveza y la depresión post eyaculación me hacía ver todo nublado. Apagué el velador y le dije a Xima que se recueste a mi lado. Sentí que Xima se empezaba a dormir. Seguí en el intento de recordar qué era lo que me había llevado a confeccionar las tres pirámides en yeso, pintarlas de amarillo y colocarlas junto al velador. Supuse que podía ser producto de algún tipo de reproducción que intentaban a través de moldes difundir las revistas infantiles de la época. Pero no. No sabía que me había llevado a tal cosa. Seguí mirando la superficie de la mesa donde ahora había latas vacías, el Adán de Marechal, una edición de tapas negras de la editorial Sudamericana, un pequeños cortaplumas de mango brillante que solía utilizar para picar el faso o para salir cuando me internaba en barrios peligrosos de Moreno y sobresaltado recordé los tres pedazos de tela adhesiva que a los pies de cada una de las pirámides indicaban el nombre de cada una de ellas. Keops, Kefren y Miserino.
Creo que mi aversión a todo lo concernientes con Egipto, le conté a Xima ,que ya se había vuelto a despertar y raspaba el fondo de la Dulciora de higo, tiene que ver con mis primeros paseos por las librerías de capital. Tanta novelita mamona acerca de los misterios de Egipto como las de Cristhian Jaqc o las de Wilbur Smith me daban la sensación que no era una temática con linaje para que la empiece a abordar un joven aspirante a dandy. Ni que hablar de todo el arsenal de bibliografía esotérica acerca del poder de las pirámides. Una basura intolerable.
Xima me dijo que si quería podía devolver los pasajes.
No seas boluda, le dije, solamente te cuento mi relación con el lugar que vamos a visitar.
Preparamos algo para comer. Papas fritas o algo así.
Mi madre miraba en la tele como terminaban de sacar los últimos cuerpos de los escombros que se había producido en un atentado a la mutual de Israel en la Argentina. Parecía que el hecho había ocurrido hacía ya varias horas. Con Xima recién nos enterábamos.
A estos los mandó el cabrón hijo de puta que tenemos de presidente, dijo mi madre muy seria.
Mientras nos volvíamos a desvestir para acostarnos y Xima regulaba el volumen del grabador ( había puesto por quinta vez en el día ese disco de los Cowboy Junkies) para que mi madre al otro día no proteste, me dijo que después de los diez días en Egipto volaríamos a París donde nos quedaríamos una semana. Hubieras empezado por ahí le dije, el de Paris es un ratoneo mucho más interesante que el de esas pirámides mugrosas.
Me dormí con el sueño de un tanguero de los años treinta a poco de llegar al gran prostíbulo de la civilización, a punto de conocer la Ciudad Luz, podía presentir el frescor del champán bebido en la terrazas corriendo por la garganta como lo presintió el joven poeta Cadícamo.
En el aeropuerto del Cairo las cosas no deben ser muy diferentes a lo que sucede en los demás aeropuertos del mundo, me dije aunque salvo el argentino no había pisado otro que no sea este el de El Cairo y toda mi referencia al tema se reducía a lo que conocía a través de la tele y el cine. Gente con maletas de aquí para allá. Rostros veladamente preocupados por que sus aeronaves lleguen a horario o simplemente que lleguen. Y el olor a pobreza y a condimentos exóticos o desconocidos para mí que emanaba de los pequeños niños que se ofrecían a llevar las maletas o a conducirnos hasta un taxi. Nos dejamos acompañar por uno de tez color té que vestía una camiseta de nuestra selección nacional. Le pregunté como se llamaba y como la había conseguido, pero como era lógico, pareció no entenderme nada. Nos condujo hacia un auto amarillo y rojo, tomó los billetes de mi mano con rapidez y salió corriendo hacía el interior del aeropuerto otra vez. Antes de subir al taxi miré hacia el cielo y deje que mi rostro se embeba de los rayos del sol africano. Xima me preguntó que hacía. El sol africano, le dije. Me embebo de sol africano. Xima me dijo que el sol era el mismo para todos. Que no existe el sol africano. Que el sol era tanto noruego como bengalí. Quise que la razón la tenga ella y no discutí.
Comimos unos sanguches con un pan bastante duro y con un fiambre no identificado que parecía salchichón pero su sabor era mucho más fuerte como si el embutido estuviera elaborado con carne de animal salvaje. La noche egipcia, su suntuosa oscuridad nos hizo dejar de inmediato del lobby del hotel.
Xima se calzó el walkman y terminamos de salir. Le pregunté que llevaba puesto dentro del walkman. Me contestó subiendo el volumen al palo para que yo pueda escuchar Cua Cua Amén. Yo preferí sumergirme en los ruidos de la consabida noche egipcia. Esta vez no elegí, como había hecho tantas veces ante prometedoras sonoridades la voz del Indio. Aunque sea cantando un inédito que apenas conocía. Igualmente la milagrosa guitarra de Skay se colaba y era el fondo musical de mis ojos deslumbrados por los edificios viejos de la capital egipcia.
Tanto a Xima como a mí nos hacía falta una cerveza. Habíamos recorrido más de treinta cuadras a pie y teníamos sed. Cuando pronunciamos la palabra sed nos dimos cuenta que en todo el trayecto no habíamos visto a nadie tomando cerveza. Bueno, será vino dije. Xima me miró con mala cara entreviendo que iba a sernos difícil ingerir algo que contuviera un mínimo de graduación alcohólica. Entramos a un bar bien iluminado donde lugareños se mezclaban con turistas de elevada edad. Miré sus mesas y en ninguna pude observar botella alguna, de algo que se pareciera a una bebida. Xima preguntó en inglés y los dueños del lugar le respondieron que no en su idioma. Salimos rápido y no metimos en el bolichito siguiente donde además de comidas y bebidas también vendían prendas típicas. Un gordo con barba candado apenas cubierto con unas babuchas y un chaleco de hilo de cáñamo teñido de amarillo también no dijo que no había cerveza, ni vino, ni nada por el estilo. Insistió durante unos minutos en que nos quedáramos en su local a comer no se qué nos explicó y después nos mostró un estante donde tenia a pilados lo que yo considere babuchas como las que él tenía puestas. Nos retiramos prometiéndole que luego volveríamos. El gordo se quedó mirándonos desde la puerta mientras seguíamos recorriendo la calle. Xima me dijo que estábamos en un país musulmán y que no íbamos a poder tomar ni un sorbo de algo que pegue. Le dije que éramos unos boludos por no darnos cuenta antes, pero no me resigné, sin conocer el lugar, sabía que como en todo el mundo, lo que no se consigue en el mercado legal se consigue en el mercado negro. Nos sentamos en una esquina a tomar una gaseosa egipcia y mientras mirábamos unas hermosas y extrañas pinturas, que en varias secuencias, daban cuenta de la caza de hipopótamos en el Nilo, hasta que apareció Nuno. Un joven portugués en Egipto. Se presentó, pidió permiso para sentarse a nuestra mesa y nos pasó a contar de que modo la caza de hipopótamos fue considerada en Egipto como el deporte nacional durante muchos siglos. Nos entendíamos bastante bien con Nuno, tanto Xima como yo falabamos bastante y las diferencias entre el idioma de los brasileños y el de sus padres europeos no es tan grande como algunos suponen. Nos quedamos hablando sobre los bumerang que utilizaban los egipcios para cazar a los hipopótamos. Nuno dijo, mientras nos hacía observar en uno de los cuadros donde se percibía con claridad lo que nos explicaba, que sobre el borde del bumerang engarzaban una planchuela de metal para hacer más artera el arma. Nuno miró hacía la barra como si estuviera buscando el descuido o la anuencia de sus dueños, para proceder con su labor. Para de un momento a otro, como un sofisticado metre de un restó internacional proponernos en un claro español: Que desean tomar?.
Lo palmeé a Nuno en el brazo a la altura del codo. Nuno se asustó y levanto los brazos. Le dije que no se asuste, que estaba todo bien, que solo le estaba expresando mi felicidad por haberlo encontrado.
Nos condujo por la calle principal hasta que llegamos a una esquina donde unos jóvenes egipcios acompañados de unas jóvenes de piel negra, seguramente prostitutas nigerianas, fumaban porro. Le pregunté a Nuno que era aquello que fumaban. El barandazo no me resultaba del todo familiar. Me dijo que fumaban hachis mezclado con polvo de ángel, pero que el no tenía nada que ver con eso, que si quería me podía conectar con el marroquí Dick cuando estemos dentro. Lo mío son los tragos dijo Nuno sonriendo. Le dije que no se moleste que desde que la conocí le prometí a Xima que nunca más me metería en asuntos de drogas pesadas. Bajamos tres o cuatro cuadras hasta que llegamos a lo que parecía la puerta de un gran garage. En ese momento me pareció estar caminando por la calle Catorce unas cuadras después del Colegio San Patricio.
Nuno golpeó tres veces y alguien desde adentro abrió.
Atravesamos un porche oscuro hasta que escuchamos el bullicio de decenas de personas arracimadas en torno a una barra de discoteca. De algún parlante escondido salía un música lenta y a bajo volumen que daba a entender el carácter clandestino del lugar. Nuno nos dijo que pidamos lo que quisiéramos, que había desde cerveza holandesa hasta aguardiente moscovita y que los precios eran por demás considerados. Dicho esto Nuno se retiró. Seguramente a buscar más clientes para el bar. Xima pidió dos daikiris. Mientras sorbía con enorme placer su trago me dijo que qué cara nos habrá visto Nuno en el barcito de la esquina para creernos potenciales consumidores de su bar. Nos reímos juntos.
Un árabe panzón charlaba con un chino mientras tomaban una Heineken detrás de otra. De un momento a otro, noté que nos miraban. En realidad, que el árabe, miraba a Xima. Terminé mi daikiri y le dije a Xima que iría hacía la barra a pedir algo más. Xima se quedó sentada en una mesita con sombrilla al lado de una pileta escuchando con el walkman algún disco y tratando de descifrar con la mirada el eco milenario de la noche egipcia. Le pregunté si tenían fernet. Al principio creí que el egipcio no me escuchaba así que levanté la voz.Fernet- Branca. Pero evidentemente no tenía lo que pedía. Mientras me ponía de acuerdo connmigo para decidir que otra cosa iba a tomar a falta de fernet, sentí que me tocaban la espalda. Me di vuelta y vi al chino, que hace un rato hablaba con el árabe. Me saludó de un modo diríamos oriental y me dijo ,en un español trabado pero comprensible, que pidiera lo que quiera, que el rajá invitaba. No me gustó nada el chino. Menos el rajá que desde lejos nos miraba con expresión extraña. Sin que pida nada el chino puso en mis manos una botella de champán y dos copas. Me dijo que iba a ser claro y preciso. El rajá quiere comprar a su mujer. Y le ofrece cien caballos árabes como paga.
Volví con un merlot californiano cosecha 1982. Fue la ultima vez que vi la cara de Xima. Sus facciones frescas, sus ojos llenos de vida, su piel rosada.Su voz arrastando mil lanchones perdidos.
Al salir del lugar donde nos había traído el portugués, dos hombres encapuchados nos golpearon mientras yo orinaba contra un árbol y Xima esperaba a unos metros. Luché todo lo que pude pero lograron dejarme fuera de combate con dos tremendos golpes efectuados con un garrote.
Enseguida supe que los dos hombres que se llevaron a Xima no tenían nada que ver con los hombres que estaban en el bar, ni con Nuno, ni con el árabe, ni con el chino.
Di parte a la policía y esperé en la puerta del hotel que algún móvil de la policía de El Cairo venga con Xima o con noticias sobre Xima.
Comencé a atravesar una de las peores pesadillas que recuerdo. Por si esto fuera poco el calor egipcio me sofocaba de una manera que no podía controlar. Cada medía hora me metía bajo la ducha e intentaba que el agua fría apague todo el fuego que brotaba de mí.
Comencé a patrullar solo los barrios periféricos de El Cairo. Me levantaba temprano. Me levantaba es un decir porque en realidad no dormí ninguna de esas noches. Mejor dicho, salía del hotel no bien salía el sol, y me internaba en lugares extraños tratando de obtener alguna pista sobre Xima.
Una noche me encontré con Nuno. Casi lo sostuve del cuello. Lo puse contra la pared y con mi cortaplumas juré que le abriría el cuello como a un pato si no me decía que pasó con Xima. Nuno se puso a llorar como un chico y me dijo que no tenía nada que ver con la desaparición de Xima, pero que me iba a ayudar a buscarla. A la noche lo volví a encontrar. Me dijo que lo acompañe. Tomamos un taxi. Estuvimos más de cuatro horas recorriendo caminos y rutas. Nuno sacó dinero de su bolsillo y pagó al taxista. Bajamos cerca de una aldea muy precaria que rezumaba miseria. Nuno me señaló un callejón polvoriento que descendía hasta orillas del Nilo. Entre cientos de mujeres que lavaban ropa, vi a Xima. De espaldas con el agua hasta las rodillas parecía un espectro femenino orando a los viejos dioses egipcios. El portugués me ayudo a abrirme paso entre las lavanderas y a llegar hasta Xima. Cuando llegamos a ella, apenas esbozo una leve sonrisa y se arrojó a mis brazos.
En el hotel Xima no quiso comer. En los ocho días en que estuvo perdida había perdido varios kilos. La obligue a tragar el pescado y las zanahorias. Pedí un licuado de frutas y se lo hice sorber lentamente. Recién cuando el sol se fue escondiendo, Xima pronunció sus primeras palabras. Su voz tenía un tono religioso y aterrado, como si hubiera atravesado una fase mística y maldita al mismo tiempo.
Me contó que los dos tipos la condujeron a lo que parecía una mezquita y la dejaron en manos de unas mujeres que parecían monjas. La hicieron despojarse de su jean y de su remera y le dieron una túnica negra con vivos rojos.
Luego descendió por unas escaleras de tierra interminables. El lugar parecía una cárcel, dijo Xima. Me enloquecí y golpeé a una de las monjas tratando de huir, pero enseguida me maniataron, me desnudaron la parte de arriba. Xima me miraba imperturbable. Pensé que por lo que me contaba en cualquier momento se iría quebrar al recordar lo que le había sucedido. Pero no. Xima parecía una traficante de paz.
Me miró a los ojos. Juntó sus dos pequeños dedos y me dijo que con un pequeño escarabajo de cristal. Un qué?!! -le pregunté exaltado.
Un escarabajo de cristal, volvió a repetirme.
Un escarabajo que parecía un fuerte broche para el pelo, me lo aplicaron en la espalda, en algún lugar de la columna vertebral. Toda mi piel se erizó ante lo que me contaba Xima. Sentí un pinchazo en la parte superior de la espalda y toda mi voluntad quedó en manos de aquella gente, dijo mientras contraía los párpados.
Cerré los ojos. Una ráfaga de cobardía estuvo a punto de pedirle a Xima que suspenda su relato. No quería saber que habían hecho de ella. No.
La voz de Xima volvió a encauzarse en ese ritmo religioso y aterrado. Era una voz desconocida para mí. Se sostuvo el pelo con sus dos manos y prosiguió.
Me bajaron por barrancos infectados de mosquitos, hasta que vi las celdas. En ellas alojaban a soldados norteamericanos que habían caído prisioneros el año pasado durante la Guerra del Golfo. Ásperos marines e infantes que paradójicamente miembros del bando ganador se encontraban encerrados en calabozos musulmanes.
Pasadas unas horas me pusieron una cimitarra en la mano, colgaron a varios de ellos de los pies y me enseñaron a decapitarlos.
Que hijos de puta. Fue lo único que dije en un suspiro tan largo que pareció asfixiarme .
La mano de Mahoma no mata prisioneros, dijo Xima intentando explicar por qué era ella la encargada de las ejecuciones y no las propias mujeres musulmanas que regenteaban esa casa de la muerte.
Pasé ocho días decapitando hombres, dijo Xima. Me arrojé sobre ella y la abracé. Me sorprendió que su cuerpo permaneciera rígido e imperturbable, que de sus ojos no salga ni una lágrima ni en su pecho resuene el eco alguno de un sollozo. Se libró de mi y me dijo que quería estar sola.
Volamos a París. En el viaje no pronunció ni una palabra. Me miraba fijo para que yo pueda leer en el interior de esas dos rocas que ahora tenía como ojos todas las entrelíneas que evidentemente dejaba translucir la historia que me acababa de contar.
Mientras caminábamos por París rumbo a una de las dependencias de Naciones Unidas para radicar la denuncia pertinente vino a mi mente un fragmento de memoria que contenía pasajes del recital de los Redonditos en el microestadio de Racing donde, entre tema y tema, bajo una bandera gigante de Iraq, gritábamos por Sadam Hussein. Abrí la puerta de la ONU y Xima me tomó del brazo para que no entre. Intenté forzarla pero se volvió a resistir. Se acercaron unos tipos de traje y les dije que estaba todo bien, que no se preocupen. Nos miraron con gesto desconfiado mientras nos retirábamos.
Antes de volver al hotel llamé a mi madre. No lo había hecho desde que había llegado a Egipto por lo que sospechaba estaría un tanto preocupada. No pensaba contarle nada de lo sucedido con Xima. Solo le diría que estaba bien. Se alegró al escucharme. Me dijo que la Negrita había tenido cachorritos y que no sabía que hacer con ellos. Parecía desesperada ante la situación. Nueve tuvo, cuatro blancos y cinco marroncitos nueve me repetía. No te preocupes mamá que la semana que viene ya estoy por allá. Yo me voy a encargar de ubicarlos y corté.
Mientras tomaba un wiskey en el hotel, pensé con acierto que Xima no volvería a ser más la chica que había conocido. Intenté, por medio del sexo, tener un poco del viejo contacto que había tenido con Xima.
Mientras nevaba en las calles de París me metí en la cama e intente hacerle el amor. Me encontré con un cuerpo tibio, suave y dispuesto pero el no poder penetrar en su fortaleza mental, hizo descender mi libido hasta escalas elementales del deseo. Y todos saben lo que pasa cuando se intenta jugar pool con una soga en vez de con un sólido taco de madera.
Busqué por todos los medios que Xima vuelva a ser la que era. No podía soportar más su actitud ausente y a la vez altiva que se iba consolidando según pasaban las horas. Puse en reiteradas ocasiones su disco preferido de los Cowboys Junkies, me puse en pelotas con la sábana anudada al cuello como una capa e improvisé una versión de La oración del niño, probé conmoverla con daikiris y Mi genio amor, pero nada.
Si había algo que yo no quería era volver a escuchar era el relato de Xima, de su infierno subterráneo en la entrañas de Luxor, allá en Egipto. Pero fue eso la que la hizo salir del marasmo en que se encontraba mientras comprábamos unas camperas en un mercado de pulgas cerca del Quartier Latino. No bien salimos los dos enfundados en sendos gamulanes negros y nos metíamos en “362” ( un café que recordaba los tres últimos números del teléfono de Sartre y que tenía mucho en común con el café de Aldo Capurro en mi ciudad).
Al primer sorbo de café, Xima tomó mis manos. Dijo que no podía olvidar el rostro de los infantes mexicanos y hondureños que había tenido que ejecutar. Sentí que ese ablandamiento, esa suerte de sensibilidad por la que comenzaba a deslizarse iba a ser la puerta de salida para que, de un momento a otro, expurgue todo el infierno instalado dentro suyo. Miré caer la nieve por la ventana. El rostro frío de los franceses recorriendo las calles. Acoracé mi pecho para resistir una dura confesión, pero Xima volvió a incorporarse en su silla como si no hubiera dicho nada y a permanecer grave y religiosa, mientras ella ahora también miraba caer los copos celestes de nieve por los grandes ventanales del “362” de Paris. Como si nada.
Puedo contar con los dedos de una mano las veces que vi a Xima después del viaje.
No vino más a mi pueblo. Fui yo siempre el que se interesó en volver a verla.
En ninguna de las ocasiones en que volví a estar con ella la vi resignar su actitud, religiosa y altiva.
Una de las noches en que me quedé a dormir en su cuarto observe como cuidadosamente oculto un corán bajo la cama para que yo no lo viera.
Nuestra situación amorosa no daba para más. Si bien Xima disfrutaba de mi compañía. Evidentemente ya no era más la misma.
Dejamos definitivamente de vernos.
El treinta y uno de diciembre de mil novecientos noventa y cuatro me llamó a mi casa. Yo estaba con mi madre, bebiendo una sidra Rama Caída, bastante tibia por los cierto (las heladeras de Facciolo cada vez calientan menos) y escuchando como hacían explotar miles de elementos de pirotecnia convirtiendo el cielo en un campo de luces. Me habló despacio, modulando cada una de sus palabras como si supiera que era la última vez que hablaba conmigo. Me dijo que yo era lo más importante que le había sucedido en su vida. La frase aún no estaba tan descascarada por el uso. Lo que llevó a conmoverme. Siempre fui un pésimo interlocutor telefónico y apenas esbocé con cuatro garabatos verbales, algo de reciprocidad a lo que me decía. Le pregunté si quería que viaje a verla. Me dijo que no. Que no la iba a encontrar. Insistí. Del otro lado de la línea, Xima, no puso excusas. No me vas a encontrar, repitió con la voz más segura que nunca. Tardó en cortar, como si me estuviera regalando el halo de su último suspiro.
Yo que pensé que me estaba olvidando un poco de ella, que entre tanta adrenalina que estaba derrochando junto a los amigos por la noches, que tanto morbo palero estaba volviendo a insensibilizar mi corazón como quien anestesia el cuerpo de una bestia africana, sentí el turbión del amor colárseme otra vez por las entrañas. Un mal presagio tuve cuando después de liquidar la segunda botella de Rama Caída con mi madre, salí de mi casa para pasar a buscar al Gato Palazzo por su casa y salir a festejar Año Nuevo.
Hace pocos días me encontré con una de sus amigas en las puertas de acceso del estadio de River antes del recital de Roger Water. Yo había ido con Pantuflita y con Tati Valenzuela. Hice todo lo posible por estirar el saludo con que me reconoció. Lo normal hubiese sido que después de saludarme tibiamente como si fuéramos fantasmas del pasado, cada cual se hubiese perdido por su lado, entre la marea de gente que intentaba entrar al estadio. Pero algo me ató a ella. Mientras Pantuflita y Tati hacían migas con las amigas y se convidaban bicherío y macoña, con Julia comenzamos a hablar de lo único que podíamos hablar, de Xima. Estaba pasada de rosca Julia, no se si tanto bicho le había limado buena parte de su corteza cerebral o era simplemente el medio litro de Branca que se había clavado antes de salir lo que le daba ese aspecto Modigliani a su alucinada figura.
Las palabras se le trababan para comenzar y luego producía inmensos baches de donde la tenía que rescatar sacudiéndole un poco el brazo. De todos modos Julia pudo narrarme el trágico desenlace de la vida de Xima.
Roger Water ya estaba haciendo sonar su guitarra sobre el escenario. De un momento a otro su inmortal cerdo cruzaría el rectángulo del campo de juego volando como una gaviota. Ninguno de nosotros quería perderse ese momento. Julia se había pegado tanto a mí, para que la pueda escuchar, puesto que sus palabras se oían cada vez menos, que el desprevenido que veía la escena podía asegurar que estábamos transando. Pero nada de eso. Como si el espíritu de una sirena se hubiera metido en el cuerpo de esa pendeja, mis oídos escuchaban el más extraño y cadencioso de los tangos brujos.
Las palabras de Julia se arrastraban como alacranes que destrozaban mi corazón. Él de ella estaba destrozado hace tiempo, me dijo, desde que supo lo que le había sucedido a su amiga.
A medida que me iba enterando del destino final de Xima una suerte de calor comenzó a invadirme el cuerpo.
Si hay algo de lo que estaba seguro era de que Julia no me estaba mintiendo, ni estaba delirando. Cuánto lo hubiese querido, estimado lector, cuanto hubiera pagado por que lo escuchado en esa noche no hubiese sido más que el cuento truculento y delirante de una pendeja en ácido.
Mientras la oía, las sensaciones se me mezclaban.
¿Había Xima aprendido a hablar en árabe?¿Como se arrastrarían sus mil lanchones perdidos en su garganta en el idioma de los mahometanos?
Puedo imaginarme el modo de vestir de Xima en Oriente. Seguramente vestiría el traje común que utilizan los miembros de las células de choque cuando están en actividad.
Puedo imaginarme sus ojos templados con el fuego de una heroína mesiánica.
Puedo imaginármela empuñando una ametralladora para enfrentar junto a los guerreros afganos al ejército invasor.
Puedo imaginármela preparando un cóctel molotov y orando para que su granada flamígera arrebate la piel de quienes humillan las sentencias sagradas del Corán.
Puedo imaginármela, también, escondiendo entre sus ropas un cassette de Oktubre o del Baión ante la mirada inquisidora de algún jefe que la hubiera mandado a degollar si la hubiese descubierto con semejante material. Lo puedo imaginar porque sé de fanatismos.
Lo que no puedo imaginarme y en realidad es lo que no me deja dormir por las noches, como si intentara recomponer las piezas de un rompecabezas sátanico es su rostro alcanzado por la metralla en la noche de Kabul.
Pasó el cerdo volando.
Pero no lo pude ver.

3 comentarios:

  1. Que buen cuento loco !!!
    Vos no sos librero, vos sos un escritor que vende libros.

    ResponderEliminar
  2. esto es impresionante: 50 y 50. 70 30. 40 60. pregunto ficcion o realidad? no me contestes...contestame en gambeta cero, amigo

    ResponderEliminar