4.4.09

Nuestra Kiev


"Y ya lo ve/ y ya lo ve/ es Pocho Gomez y su ballet"

El chico es un fanático del fútbol. En eso se ha trasformado. Con diez años se ha visto seducido -igual que mucho otros chicos a lo largo del planeta- por los intensos avatares del deporte más popular del mundo. Pero hay algo distinto en él. Una pasión modificada, podría decirse.


A diferencia de la mayoría de los pibes que ven en el fútbol, el mero divertimento de un juego, esto es: correr como galgos tras la estela barrosa de una pelota de cuero, realizar amagues al cuerpo de los adversarios para estirar la gambeta, apurar una seguidilla de goles en el baldío de la esquina o pararse en la puerta de la casa a hacer jueguito con la pelota -la quintaesencia de cómo le llaman el espíritu de potrero-, al chico no, para nada le son favorables tales placeres. No porque algo obtuso en su mente no se lo permitiera, no porque en su fuero íntimo no lo quisiera, sería capaz de cualquier cosa con tal de gambetear como Pablo o de hacer cien jueguitos sin que se le caiga como a Enezeta. Sino porque es, como le llaman en la jerga barrial a los malos jugadores, un queso, un perro. Una abominación casi.


Pero insisto, ello no ha impedido para nada que desarrolle, como dijimos antes, una suerte de devoción especial hacia el fútbol.


Su enorme amor al club de la Ribera es el pilar fundamental donde se asienta buena parte de este sentimiento. Desde aproximadamente los cuatro o cinco está montado en el lomo loco de ese bagual auriazul, ese animal irracional que lo conduce una y mil veces a instancias desesperadas dentro de la experiencia trágica de un partido y hace que su corazón se desborde de distintos tipos de emociones. No bien comenzó el jardín de infantes y tomó entre sus dedos los primeros crayones no existieron ya otros colores para sus dibujos que los mismos que llevan la Gloriosa Camiseta. Sus maestras se los han advertido en varias ocasiones al padre del chico. Que revea su paleta. Así le han dicho.


La madre del chico no deja de sorprenderse que su hijo, metódicamente y con una constancia singular, adicto al sueño como es, se levante los sábados a las diez para ver fútbol alemán. La Bundesliga. Por canal 11 con comentaristas mexicanos. El padre tampoco, es que en esos tempranos ochenta es raro todavía que alguien se plante en la tele a ver un partido donde no juega su equipo. Ni que fuera Bilardo, ha pensado el padre, ya conocedor -a través de la sección “Dialoguitos en el asfalto” de La Razón- de los vicios del doctor.


El fútbol le ha parecido, en cuanto a su conformación narrativa, en cuanto a los sucesos que se van dando dentro del campo de juego y también en sus alrededores, lo más próximo que ha podido observar a la épica que rezuman los relatos que, oralmente y de memoria, le cuenta su padre, y que él a través de los pequeños volúmenes de la colección Billiken ya está empezando a leer por su cuenta. Versiones libres y adaptadas de Robin Hood, El Conde de Montecristo o Sandokán. Algo de eso hay en los entreveros bravos del fútbol, heroicidad en ciernes, suspenso dramático, incidencias similares a las de un combate, no hay dudas acerca de ello.


Pero también y sobre todo, lo que más lo ha maravillado, lo que más ha logrado atraparlo es la llama sagrada propia y exclusiva del viejo deporte inglés, esa que no pertenece a otra esfera que no sea la que el mismo deporte encarna. Un misterio todavía sin develar que anida en el insondable núcleo de todas la pelotas que ruedan y rodarán todavía por los campos de juego. Y que hace que los pibes atravesando todas las épocas, sueñen a ojos abiertos que hacen goles.


La rareza del chico, su excepcionalidad está dada dentro de esa pequeña paradoja. La de ser horrible y la vez un apasionado del fútbol. Si lo piensa y estudia un poco, - tomando como referencia a sus compañeros de escuela por ejemplo- notará enseguida, con claridad, como se transforma casi en regla que los que no poseen ningún tipo de habilidad con el balón, -que como dicen, sin eufemismo alguno, no la ven ni cuadrada- ni siquiera se interesan por el fútbol, ni siquiera se toman la molestia de ser hinchas de algún cuadro. Lo de ellos son las motos, los autos, la música, los libros- cuando no- las barbies.


Esa terrible tirantez entre una cosa y otra, es la que una noche, por ejemplo, después de ver una extraña película donde a través de los deseos de un joven de ser cantante de rock, se recrean las dos figuras características en el pacto fáustico, en la soledad de su cama le pida al rengolai de cola roja que si sus piernas se mueven como las del Pulga (el pibe de la UOM que la rompe en el torneo de baby), si patean como las del Pulga, el sería capaz de resignar, entre otras cosas, su propia alma. Pero, escéptico como tempranamente es, en cuanto a todo lo que no concierne a los caótica y terminalmente terrenal, ni siquiera prueba sus piernas a la mañana siguiente de haber realizado el pacto.


Y así se ha resignado a ser lo que es. Su disparo no llega al área cuando se para a patear un corner, la pelota queda a mitad de camino o va a parar detrás del arco. Siempre. Pero como contrapartida compensatoria sabe quienes eran los compañeros de Puskas en la Hungría del 54. Es incapaz de quitarle la pelota a un adversario, de trabar con la fuerza necesaria para detener a los rivales. Con la fibra con que lo hace Brady por ejemplo. Pero Vaca; Marante y Valussi; Sosa, Lazatti y Pescia; Boye, Corcuera, Sarlanga, Varela y Sanchez. Su cabeza no cabecea le parece un movimiento imposible eso de elevarse y mover el cuello para impulsar la pelota. Pero Fontaine, el máximo goleador de todos los mundiales, Just Fontaine, francés, trece goles en el 38. Sus rodillas son de madera. Pero Roberto Pasucci el actual zaguero de Boca jugó en Flandria, Krasouski en Defensor de Montevideo, el Pichi Escudero en Chacarita. Y la pasión, ante todo la pasión, ese sentimiento vívido y constante. Ese gozo interminable que se hace interminable éxtasis en el triunfo. Y esa desazón incontrastable en el tártaro inadmisible de la derrota. Que , pese a que su madre lo rete, le haya advertido más de una vez que parece un loquito por esto, un loco como Abelito, en varias ocasiones, como la de la final perdida con Olimpia lo ha llevado al llanto. Un irreprimible llanto que surge de lo más hondo de su consternación de hincha xeneixe.


Este fuego pasional de hincha de Boca por un lado y por llamarlo de algún modo, de precoz intelectual del fútbol, por otro es la única fuerza que lo lleva a pararse en las canchas donde va a jugar, ese saber creciente tanto de la historia como de la actualidad del fútbol es lo que hace que no salga corriendo en dirección contraria cuando una pelota se acerca a sus pies. Estas cosas son las que conforman diríamos, su dignidad dentro de un campo de juego. Las que de algún modo le prestan dos piernas virtuales para sostenerse sin desmoronarse ni atomizarse por completo.


Así las cosas, advierte concientemente su fealdad en el planeta fútbol, en toda la jurisdicción correspondiente a sus prácticas. A partir de su experiencia escolar a podido comprobar que existen lindos y feos. Que las chicas solo gustan de los lindos. El duda constantemente en torno a esta cuestión sabe por ejemplo que no es lindo pero tampoco feo como Narizota Ramírez o como Méndez. Eso hace que sus estrategias de seducción ante las chicas sean entre tímidas y vacilantes. No como los lindos que ya saben que hacer o como los decididamente feos, que , claro que de otro modo, también. De estos dos extremos rescata la sabiduría para encarar su romance con la pelota. Por eso duerme con los dos volúmenes de la Historia de los Mundiales y los otros dos de la Historia de Boca bajo la cama. Podríamos decir en clave hermética que ha descubierto el modo de hacerse de la colonia Pibes , sin que la administre su madre.


El padre del chico debe estar al tanto de lo que estamos contando, un tipo inteligente como es, que ama a su hijo y que, dios omnisciente, sabe todo lo que sucede a su alrededor, debe tener en claro que con el chico no pasa naranja. Lo ha visto jugar a su hijo, obviamente. Él, más que nadie, debe ser conciente de que ha heredado su propia codificación genética de tronco. Sin embargo desde hace unos meses, desde que se han instalado en la casa de la 18 busca club, quiere que su hijo juegue en un club, como lo hacen la mayoría de los chicos de Mercedes. En el baby fútbol. El Club Atlético Quilmes es el que está más cerca de su nueva casa. Hacía allí, hacía el club que se erige junto a las vías de la 12 han ido juntos. Padre e hijo.


Después de varios papelones iniciales en el equipo que dirige Pocho. Pifias garrafales, sinfín de goles devorados bajo el arco, actitud cero ante las contingencias del partido. Después de que el bueno de Pocho, el enorme conductor de pibes Pocho Gómez con enorme paciencia le busqué una y otra vez la posición, probando si es defensor, volante o tal vez delantero, si ha estado en un mal día y por eso no ha rendido, después de todo esto, el chico va a parar a su lugar correspondiente: el banco de suplentes.


Creo que nunca se ha visto a un suplente más tranquilo, más parsimonioso y de alguna manera, feliz. Nada de escándalo ni sufrimiento por no entrar. Sentado junto a Pocho mira el partido. Es habitual que cuando faltan pocos minutos y se va ganando con comodidad Pocho lo mire para que se prepare, para que juegue esos últimos minutos de partido. Cuando esto sucede, el chico mientras firma la planilla correspondiente entra en pánico.


Entre otras cosas, nunca llegó a cuajar con los demás compañeros de equipo, la mayoría por no decir todos son más grandes que el, pocos meses, pero esos meses que hacen que unos vayan a quinto y otros a sexto y que sí marcan una verdadera diferencia de edad. Además para profundizar más las diferencias van a la escuela 8 y el chico a la 1. No hay punto de contacto alguno. Y a esto le agregamos la falta total de habilidad en el chico, esa habilidad que de alguna manera seduce, acerca y llama la atención de los demás pibes aunque el habilidoso sea un total desconocido. Podríamos decir, aunque nunca le faltaron el respeto ni lo molestaron, que casi no lo registran. Está en un verdadero no lugar, escindido por completo del papel de líder que detenta en su grado y expuesto en cada partido a cometer una jugada de antología para la historia de los goles perdidos. Si el chico sigue concurriendo al club, si cada martes y jueves asiste a las prácticas, no es por otra cosa que para no ver naufragar el entusiasmo del padre, un entusiasmo noble de padre, de ver a su hijo corriendo tras un balón, totalmente convencido -a pesar de su innata perspicacia en torno a las complicadas cuestiones de la vida- de cosas como lo importante es competir o mens sana in corpore sano.


Pero remontémonos a esa fría noche de julio de 1981, donde los destinos intercambiaron sus roles y el padre del chico vibró en soledad, se encendió de alegría de la misma forma -en que digamos exagerando un poco- Don Diego unos meses después. Cuando su hijo de la vuelta olímpica con la azul y oro.


0 grados. Un frío seco de esos que solicitan los productores de salame de la zona para que la carneada del chancho salga tal como debe salir. La ciudad es una cámara de frío como pocas veces se ha visto en los últimos años. La madre del chico le dice al padre que, que tal si esta noche no lleva a su hijo al partido. Ella misma no va más a los partidos, sufre por ver a su hijo tan patadura. (Así se lo confesará varios años después. Y los dos reíran juntos mientras dan cuenta de una 4.850 ml de Parrales de Chilecito). El padre lo piensa, arrimándose a la puerta del patio, constatando con su piel el frío increíble de esta noche. Lo piensa, pero algo le dice que no, que no pueden faltar, hoy no. Hagan lo que quieran dice moderadamente molesta su madre, se van a agarrar una pulmonía de aquellas con este frío.


Primero llegan a la sede de Quilmes y de allí en el auto de Pocho van al Club Defensores de Belgrano. Derecho por la 12 hasta la 39.


El chico va intuyendo, en parte, algo de lo que va a suceder esta noche. El padre del chico también. Pero solo la primer parte de la sorpresa. Los dos han visto que en la sede del club estaban, el Chapu, Cepillo, el Tano y el Gallego. Solo cuatro jugadores, por eso Pocho ha ido en su Renault 12, hasta el barrio La Tuca a buscar a Abel. Si no caía nadie más, el chico entraría por primera vez en el campeonato como titular. Pocho no vino con Abel quien yacía en cama con anginas sino con Rodríguez un pibe de la categoría 72 para completar el equipo.


El padre del chico es el único espectador del partido. Si bien hay algunos tipos en la cantina del club, gente que habitualmente se arrima a ver los partidos de los chicos, esta noche nadie se le anima al frío, no se le despegan por nada del mundo a los encantos de la ginebra en el mostrador.


En el humilde vestuario del club sacarse los pantalones largos y la campera es un enorme y lento suplicio. El chico mira a sus compañeros. Exhalan vapor por la boca igual que si fumaran. Pocho se refriega las manos y ordena que salten en el lugar. Para hacer circular la sangre, explica. Menos mal que Pocho no es como Quimo el técnico de Unión que te hace comer una naranja antes del partido para que no te canses. El secreto de la vitamina C, dicen que dice Quimo. El jugo de la naranja helada, nos descompondría el estómago, piensa el chico.


Por la puerta del vestuario se puede ver la cancha. Nunca han venido a ella. El chico se sorprende de su color y de su textura, conoce el parquet de la cancha de básquet de su club, el mosaico patinoso de Ateneo, los cementos del Club Mercedes y Austral, el pasto de Vélez y Unión pero nunca ha visto una cancha totalmente negra, un negro lustroso y parejo como si estuviera pintado. El Chapu, es el primero que le pregunta a Pocho de que material es la cancha. De tierra, de que va a ser -se anticipa el Gallego. De tierra apisonada completa Pocho. Con aquellos rodillos -señala unos pesados rodillos de acero, la mantienen parejito. Hay que estar atento dice Pocho porque pica menos que en el parquet pero más que en el pasto.


El chico se ha calzado la 9. No puede creer que sea él, el que esta noche la porte. Cuando van todos no le queda otra que optar entre la 13, la 14 o la 15. La nueve blanquirroja de Quilmes. No poco esfuerzo le ha costado aceptar estos colores. Los colores de River. Pero con algún subterfugio de su mente lo ha logrado. No han pisado resina antes de salir como cuando juegan de local. No han metido los pies en esa caja de madera donde amontonados en el fondo unos cristales gomosos de color caramelo brindan un buen agarre de la zapatillas al peligroso parquet. Hoy no hace falta. En la tierra apisonada no te resbalas.


Una vez en el centro de la cancha, el frío parece haberse intensificado -2, marcan los termómetros del Oeste de Buenos Aires. La camisetas mangas cortas de Quilmes, su tela de piqué deja pasar el frio por los agujeritos. No es la prenda adecuada para esta noche. Seguro que no. Los chicos de Defensores han tenido más suerte, visten gruesas camisetas de mangas largas y el chico ve como la mayoría ha engordado ostensiblemente con remera, buzo y hasta algún pulóver bajo la casaca blanca con vivos celestes. Moneda es el árbitro, un arbitro al que no le simpatiza mucho Quilmes. Llama al chico para realizar el sorteo de arcos. El chico, recién ante el llamado de Moneda se da cuenta que la camiseta 9 tiene pegada la cinta de capitán. Enfrente está Hugo, el otro capitán y la estrella de Defensores, que esta noche, capricho de talentoso y de niño mimado del club ha elegido actuar como arquero. Gana Hugo y elige el arco que da a la cantina del club.


Antes de que Moneda haga pitar su silbato y de inicio al juego, el chico busca con la mirada a su padre. Es el único la única persona que se brinda como espectador de este partido. Ya ha ido a la cantina a servirse la segunda copa de cognac. Una botella de Ottard Dupuy milenaria que se encontraba en el estante superior tapada de tierra, quizás desde la fundación del club y que esta noche verá su final. Ahora esta agarrado al alambrado. Nota como sus dedos atraviesan y se toman del tejido de alambres. La iluminación, pobre y escasa, hace que envuelto en sus sobretodo negro y en su bufanda azul luzca como una masa oscura enredada en una malla metálica. Se ha ubicado en tres cuartos de cancha del lado donde atacará Quilmes, donde él, su hijo, intentará vencer la paralización de sus piernas, donde lidiará una vez más con todas esas taras inscriptas en sus músculos que no responden en nada a los impulsos primordiales del fútbol, esto es tirar una gambeta o disparar con fuerza y acierto contra el arco rival, lo intentará sospecha, aunque el frío endurezca más su cuerpo y tiemble como ahora en el círculo central justo cuando Moneda por fin da el pitazo de inicio.


El chico es el encargado de mover. Él mismo, ganándole la posición al Gallego se ha puesto junto a la pelota. De esta manera se desligará de la responsabilidad de iniciar una jugada, la tocará corta al Gallego y este buscará a Rodríguez o a algún otro de sus compañeros para que lo haga mientras él se camufla entre los defensores rivales rogando que nunca, pero nunca la siempre intimidante pelota le llegue. El Gallego, en cambio, ha decidido devolvérsela tirársela un poquitín larga para que la vaya a buscar hacia adelante. Con dos trancos atraviesa el frío sólido de la noche y otra vez la pelota está en sus pies. No lleva la cabeza levantada como pide Pocho, -eso que según el técnico hace que uno tenga panorama de juego- sino pegada al piso mirando fijo el cuero blando de la pelota para asegurase que no se le escape, esa pelota blanca corriendo sobre la cancha negra igual que si la noche y la luna se espejaran contra ella. Sospecha que el Gallego debe ir corriendo paralelo a el entonces la abre hacia la izquierda, un toque diagonal parte de su pierna derecha. Ahora sí levanta la cabeza y va, hace como que va buscar la descarga. Ahora sí el Gallego enfrenta a Hugo, ahora si el Gallego lo revienta de zurda, piensa seguro el chico. Pero la pelota parte lenta y tranquila, otra vez hacía sus pies. Hugo a quedado hincado en el piso esperando el remate del Gallego. El arco esta totalmente desguarnecido. Tres palos libres. Casi sin darse cuenta, la para y no necesita rematar. Se introduce dentro del arco con pelota y todo. El gol más rápido del campeonato. 12 segundos así quedará registrado en AMFI. Pocho es el único que lo grita. No grita gol. Grita el nombre del chico, agregándole: viejo nomás!!. Ni el Gallego ni el lo festejan. El Gallego un pibe hosco y grandote lo mira al chico, atónito. Se han visto realmente sorprendidos por la jugada electrizante que ellos mismos protagonizaron en el arranque del partido. Esa doble pared mortífera que se ha aprovechado un poco de el shock helado que sufren muchos chicos en la cancha. Esa temperatura bajo cero que hace que la mayoría no pueda ni siquiera pensar. El padre del chico también lo ha gritado pero esta tan lejos allá, fuera de la cancha, que nadie lo ha advertido. Ni siquiera el chico que ahora retorna al circulo central con la pelota bajo el brazo, recibiendo un breve elogio del Gallego. Devuelve la pelota al lugar donde se inicio el partido no hace más de un minuto. La ha rescatado del fondo de la red y la ha traído de vuelta como si no diera demasiado crédito a la realidad de estos escasos segundos de juego, igual que si todo comenzara de nuevo a partir de cero. Pero no, van uno arriba y con un gol suyo, eso hace que su cuerpo se active en el frío y como nunca presione a los defensores, muerda, trabe todo lo que le pase cerca. Se muestre cuando el Gallego inicie algún ataque. El padre cada vez más aferrado al alambrado apurando su cogñac disfruta de esto como no ha disfrutado nunca en su vida. Recién ahora, que el coñac comienza a vencer al frío y a la sorpresa del primer gol, empieza a sentir el goce gigantesco de una felicidad abrumadora. Que se redoblará hasta el infinito cuando un minuto antes del final del primer tiempo el chico conecte de aire un tiro de esquina desde la derecha, ejecutado por Rodríguez, la coloque cruzada contra un palo. El gol de su vida. Sin lugar a dudas. No concretará jamás ni siquiera en un picado con sus amigos un gol de esa factura. Treinta años después el chico todavía puede sentir su pie izquierdo lleno de pelota, esa esfera de cuero impactada contra su empeine, contra la lona negra de su topper, el cosquilleo súbito en esa parte del pie casi como un orgasmo y el ras!!! de la pelota inflando la red hasta quedar girando sobre si misma en un rincón del arco. Tan imborrable como el grito de su padre, ese hombre de casi cien kilos, trepado casi un metro en el alambrado, cubierto con un sobretodo negro, gritando también él, el gol de su vida, el gol que a través de su hijo, al fin y al cabo, él ha convertido.


No tendrá la más mínima importancia, el resto del partido. Al menos para el padre del chico que sabe que lo que trepó su emoción en esa noche es, tiene que ser, el lugar más alto donde puede llegar el corazón de un hombre. Al menos en estas cuestiones del fútbol. Y por qué no -si su mirada se amplia generosamente-, de la paternidad, esto debe conjeturar en los confines tumultuosos de su alma.


Por eso no le importa o le importa realmente poco que no bien arranque el segundo tiempo los chicos de Defensores peloteen al Chapu. Cascoteen el rancho de Quilmes a mansalva. Lo avasallen una u otra vez a pelotazo limpio, de la mano de Hugo que ha dejado su buzo de arquero en el vestuario para salir con la diez y comandar a los locales con una furia loca. Lo primero que ha hecho Hugo no bien se inició de vuelta el juego es ir a buscar al chico, le dice que no se le ocurra patear de nuevo al arco porque sino le va a bajar los dientes. Y le ha mostrado su puño cerrado. Su enorme puño cerrado que evitando que Moneda lo vea le ha golpeado el mentón al chico.


Esto hace que el chico por primera vez se sienta importante dentro de un campo de juego. Si Hugo, una de las estrellas del baby fútbol local desatiende el juego solo para advertirle algo a él, es porque esta noche se ha transformado en un peligro. En alguien de temer. La piña de Hugo, más que intimidarlo lo llena de orgullo.


No pasará mucho tiempo para que el empuje y la garra de Hugo haga que sus compañeros se reactiven del todo y comiencen a meter un gol detrás de otro hasta llegar a seis. Pocho renegará hasta el hartazgo con sus defensores. Se desgargantará gritandole al Tano y a Cepillo que marquen de atrás, le advertirá hasta el cansancio al Chapu que esté atento a las pelotas cruzadas y a los tiros de media distancia. Pero como dicen la suerte está echada, esta noche. Hugo se ha enojado en serio y lo hace sentir.


Pese a la derrota, una vez ya dentro de la cantina del club. El padre tendrá que hacer un esfuerzo supremo para que su felicidad no se haga tan evidente. Sabe que el fútbol es un deporte de conjunto y que esta noche aunque sus hijo haya marcado dos goles, Quilmes ha perdido, no solo ha perdido el partido sino la punta del campeonato. Finge ante Pocho una liviana pesadumbre por la derrota mientras ayuda a repartir el sanguche y la coca a todos los jugadores. Pocho reta al Gallego porque pide que su coca este fría. Natural, dice Pocho, con el frío que hace te vas a pescar una angina de la san puta con la bebida fría.
En el auto de Pocho, cuando tome por la desolada e inhospita calle 10 cercana a las vías, el padre del chico trazará parangones con aquel partido en Kiev. Aquella hazaña de la selección argentina bajo la nieve con un Loco Gatti formidable envuelto en un turbante blanco y con el gol de Kempes. Esta noche es nuestra Kiev. Le dirá mentalmente a su hijo. Ese que no ha aflojado bajo el frío. Nuestra Kiev personal, repetirá.



El chico tuvo la oportunidad, después de muchos años de ocurrido este encuentro de ser amigo de Hugo, al que ahora llama Chapita. Entre tragos de cerveza en la barra de la Vieja Esquina le pregunta si recuerda un partido de tales características. En la tierra apisonada del Defe. Cuando ustedes jugaban con camiseta blanca y vivos celestes, le ha dicho el chico impulsando una serie de datos que a Hugo lo apabullan tanto por el detalle como por su vivacidad retórica. Pero Hugo no lo recuerda, por más que hace un esfuerzo enorme por satisfacer la demanda memorística del chico ese como tantos otros partidos, se le han borrado de la cabeza. Claro, el estaba acostumbrado a ser figura. Hacía goles en casi todos los partidos, no necesitaba el dato preciso de uno solo. Podía abrevar en el corazón de una memoria confusa y displicentemente ordenada para de allí rescatar sus viejas glorias infantiles cuando lo deseara. En cambio el chico necesitaba de una selección notable por parte de los recuerdos. Es más necesitaba imperiosamente sacarse de encima mil y una intervenciones fallidas, cientos de paralizaciones en el banco de suplentes para acceder a las dos únicas jugadas afortunadas de esa noche invernal en el club la calle 39. No, le vuelve a repetir Hugo, mientras pide otra cerveza para los dos. La verdad que no me acuerdo para nada de ese partido. Claro, piensa el chico en silencio, mientras se pierde en el trago de cerveza más largo del mundo, mientras el fuego negro de una pasajera desazón mutila algunas aristas de su humilde ego, ese día, esa noche helada en el Defe es solo inolvidable para dos personas, él y su padre.


Ahora están entrando a la casa de la 18. Padre e hijo. Mientras recorren el pasillo se asemejan a Suñé y Tesare bajando por las escalerillas del avión que los trae de regreso de Alemania con la Intercontinental bajo el brazo o mejor, una postal más reciente, Brindisi y Maradona yéndose, semiembarrados, tomados de los hombros, de la Bombonera después de vapulear a las gallinas y meterle tres como hace unos meses. Ese grado de exultancia tienen. Así de henchidos de gloria andan. Tienen que de algún modo disfrutarlo como lo están haciendo porque será la única vez en su vida que los tendrá como protagonistas directos de un match deportivo, y en el fondo -aunque mantengan una mínima esperanza de que esto se vuelva a repetir, los dos son concientes de ello- en el trasfondo íntimo de sus deducciones, ya lo saben.


Su madre los espera con un baño caliente y un plato de mondongo a la española. Comerán contándole a su madre la hazaña del chico, que le costará entender, pragmatismo mediante, porqué su marido y su hijo exudan y despilfarran tanto fervor ante un 2-6 en contra. Más tarde, en el instante en que la voz del presentador de canal 13 anuncie que la película que proyectarán esta noche será Amarcord el chico se dirigirá a su pieza. El mismo tiene un film mejor. Celuloide caro de su experiencia. Tardará en dormirse, sus ojos se convertirán en dos faros insomnes proyectándose en el sotobosque oscuro de su pieza. Dentro de un campo de visión negro similar al piso de tierra de Defensores su caudal lumínico se extenderá hasta lo que colgada en el aire será una especie de pantalla. Dibujará con trazos de luz provistos desde los alambiques sudorosos de la memoria eufórica, movimientos ralentizados y precisos, una y otra vez -con la misma técnica de las pinturas que se van componiendo con la sucesiva superposición de capas-, las figuras, aún sin tiempo, de sus dos goles, igual que si estuvieran sucediéndose permanentemente. Al padre, mientras levita de felicidad junto al cuerpo de su esposa, también le sucederá casi lo mismo. Se lo confesará varias veces en los catorce años de vida juntos que aún tienen por delante, en algunos varios de los cinco mil días que todavía le quedan por compartir en la tierra, le dirá, siempre con el misma sonrisa marcada con las huellas de aquella noche en el Defe, que precisamente esa noche fue una de las jornadas más felices de su vida.


El chico encenderá la radio. Una pequeña portátil color amarilla que el padre le ha regalado para su cumpleaños. Buscará sintonizar la estación donde locutores con voces ásperas trasmiten desde el Luna Park. “Tango y box”, así se llama el programa. Lo pone cada vez que necesita sentirse más adulto ya sea por que experimenta algo de miedo o como en esta ocasión para terminar de librarse de una excitación que piensa impropia en alguien como él. Siente que esas voces, esas instancias violentas del deporte de los puños, las austeras notas del bandoneón intercaladas entre round y round le serán de gran valor esta noche para amenizar toda la efervescencia victoriosa de su cuerpo. Igual que si equilibrara las cosas, la sordidez inapelable que advierte en “Tango y box” aplaca el ya insoportable Wheres are champions de cada poro de su piel.

3 comentarios:

  1. que pena, que desilucion...No lo hacia hombre de banderazos futbolisticos llevar!!!

    Elsa Cicuta.

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  2. Sisi señores, yo soy de Quilmes
    sisi señores de corazón,
    Porque este año desde la 12
    desde la 12, salió un nuevo campeón!!!

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