4.5.09

El pulpo y la sangre





La pantalla del televisor acaba de vomitar otro más de sus muertos. A los pies del chico. Entonces terror. Eso siente. Sus manos se aferran al borde de la silla. No caben muchas dudas, Narciso Ibáñez Menta se ha salido otra vez con la suya. Una vez más el arte que despliega el creador logra su cometido. Rociar de espanto la piel del espectador, en este caso el chico.


Busca en la otra punta de la mesa donde se suele sentar su padre. Busca encontrarlo. Esa presencia que calmaría casi al instante las trepidaciones que las escenas de terror de la serie El Pulpo Negro están dejando en su cuerpo. Todo igual que si bombas implosivas actuaran en el interior su pecho.


Aunque sabe que no está, que no es allí donde el quisiera que su padre esté, lo busca. No es que da vuelta la cara para buscarlo, no. Ni loco. Nada de eso. Teme que al volver su mirada hacia atrás, que al volcarse sobre su izquierda cuando apoye su codo en la mesa y gire la cara hacia atrás sea el propio Ibáñez Menta el que este sentado del otro lado en el lugar de su padre. Piensa que no bien se de vuelta, cuando el casi sin querer lo mire a los ojos, Narciso el terrible Narciso descerraje sin contemplación ese tipo de sonrisa sardónica y mefistofélica -tan característica en él. De todos modos, contra todas las posibilidades reales, intenta pensar -de uno y de otro modo- que su padre está allí. Así que lo hace sin mirar. Con los ojos duros y concentrados, aún en el tercer capítulo de El Pulpo Negro. Serie que solo se ha atrevido a seguir en compañía de su padre -casi por casualidad, hace tres semanas- cuando el programa dio por comenzado y ellos dos primero sin prestar atención a lo que estaban viendo, mientras el padre le explicaba como se compone una cámara de diputados y como funciona la Ley de Lemas, fueron quedando poco a poco prendados al suspenso creado por Narciso. Han seguido los dos primeros capítulos de la serie de terror con sumo interés. Sin que este sea un género que le guste a ninguno de los dos, algo del entramado bizarro del Pulpo Negro los ha entusiasmado.


El padre del chico recordó no bien comenzó la serie, el insomnio, el espantoso insomnio que le produjo sobre finales de los sesenta “El hombre que volvió de la muerte” aquella miniserie también pergeñada por el genio argentino del terror. No se lo ha contado al chico. Todavía no.


Durante la propaganda el chico va hasta la cocina a tomar agua. Antes de llegar entreabre la puerta de la habitación de su madre y revisa que tanto su madre como su hermana estén bien. Lo están. Medio dormidas tapadas casi hasta los ojos mirando ellas también la tele. Pero no el Pulpo, ellas no se atreven. Quizá estén mirando una edulcorada story love. En la cocina el chico se sirve agua de la canilla. No quiere mirar por la ventana. La ventana corrediza que hay sobre la mesada. Se espejan demasiadas cosas en ese vidrio que la noche vuelve negro. Así que bebe el agua y retorna a su silla. El Pulpo Negro le está diciendo a la mujer que se acercan jornadas de gloria y espanto, que todos sabrán de lo que es capaz la mente genial del Pulpo Negro. Lo dice con las cejas enarcadas mientas se acaricia la breve barba gris de su mentón. El chico vuele a entrar en el clima de la serie. Un brazo lo apoya contra la mesa y sostiene su cabeza con el otro se toma la boca del estómago, el lugar donde se ha dado cuenta convergen las primeras melodías oscuras y siniestras provenientes de cada sobresalto. Precavido ha depositado la palma de su mano allí como si con eso pudiera detener el atentado a la sensibilidad que en cualquier momento va a sobrevenir desde la pantalla del Zenith. Cuando el Pulpo ataque.


Vuelve a pensar en su padre. Otra vez igual que hace unos segundos. Lo echa de menos cada vez con más frecuencia en este tiempo. Es que el padre del chico desde hace ya un par de años está, como dicen, dedicado por entero a las actividades políticas, colaborando desde su humilde lugar de ciudadano medio a la restitución de la democracia en la Argentina. Entonces, por esos motivos, tiene reuniones casi todas las noches. Llega tarde. Cuando casi todos en la casa ya están dormidos. El chico pensó que una vez que Alfonsín hubo ganado la elecciones esto se terminaría. Entendía más o menos lo que es una campaña política y una elección se daba cuenta que para que el candidato de un partido llegue a ser presidente necesitaba del apoyo y el trabajo de mucha gente alrededor, pegando carteles, escrutando mesas o llevando y trayendo gente de los barrios más lejanos a votar. Pero una vez que ganó por qué Alfonsín y su agrupación Renovación y Cambio le sigue sacando a su padre? No le bastó con que hace unos meses a bordo de un micro destartalado viajen a Mar del plata para verlo, a cantar envueltos en sudor todas esas consignas que inventaban los chicos de Franja Morada. Esos que se arracimaban bajo una bandera que decía Laguna Setúbal y que se hacía llamar la Coordinadora y que su padre miraba con cierto recelo como temiendo algún tipo de desmedido exceso de confianza para con el presidente igual que si fueran ellos, esos jóvenes acalorados los que tomaran a partir de su ímpetu las decisiones fundamentales. No lo toquen a Alfonsín/ lo banca el pueblo/ y por eso señor presidente/ decimos presente/ por cien años más. Ese estribillo era el que de algíun modo más lo torturaba, pese a que sentía el contagio de la pasión política también subirse a su sangre no podía dejar de pensar que también implicaba que si bien no exactamente los metafóricos cien años que consignaba la arenga, si mucho, pero mucho tiempo su padre rescindiría mucho de su compañía en pos del afianzamiento del líder radical. Esto es lo que a veces se pregunta, como ahora. Mira con cierto resentimiento la oblea con forma de ovalo celeste y blanco con las iniciales RA que hay pegado en el televisor. Tiene ganas de llorar. Un llanto lento y triste circula por el interior de sus ojos. Llora como un hombre, esto es sin lágrimas sin que nadie lo note.


Al Pulpo no se le ha ocurrido una mejor idea para esta noche que preparar una escena de antología. Uno de los personajes llega a su casa y en el living se encuentra con un féretro y con varias coronas de flores que llevan su nombre. Muere de un paro. El chico vuelve a quedar petrificado. El ámbito doméstico, casi cotidiano del set de filmación argentino contribuye mucho a esto. Nada de parafernalia yanqui en la escena. Todo muy realista como si estuviera sucediendo ahí, en la habitación de al lado. Se dice que tal vez es la última escena que mire. Cambiará de canal buscando algo que lo haga olvidar de todo esto. Se lamenta que hoy no sea el día de Proyección 86 el torneo de fútbol juvenil que busca promesas para los próximos mundiales y que recrearía un ámbito más fresco con olor a pasto, a cambio de está claustrofóbica fantasmagoria del Pulpo.


El maldito Pulpo es demasiado para su corazón, eso piensa. Pero algo lo desafía dentro suyo, algo que no sabe como nombrar y que no es otra cosa que su propia voz interior que ya se está comenzando a forjar, esa voz que lo acompañará de ahora en más por el resto de su vida. Un interlocutor claro y preciso que surge de él mismo igual que una entidad independiente y monstruosa. Como puede ser que esto suceda así, se pregunta. La voz ha hablado, justo cuando sus dedos estaban por hacer girar la rueda de los canales. Justo cuando la leve presión de sus dedos estaba por hacer desaparecer al Pulpo. A mandarlo al carajo. Le ha dicho cagón. Así le ha dicho. Con su mejor voz de forro. Irónico, desafiante, subrayando con una violenta música verbal, igual que dos latigazos la primera y la última sílaba. Ca - gón. Así le a dicho la voz. Así lo a escuchado el chico. No le ha dicho cobarde, ni timorato, ni nada por el estilo le ha dicho cagón como si esa palabra en su vitalidad sonora y en su claro concepto que no admite mayores interpretaciones le diera más autoridad y trascendencia a la voz.


Así que ese es el desafío que se le ha planteado y al que se ve sometido y al que se le plantará menos con el orgullo de un chico al que no le gusta para nada que lo tilden de miedoso que del modo de un termómetro de su madurez. Eso será el Pulpo desde ahora. Así lo pretende. Quiere ver si sus once o doce años son lo que el pretenda que sean. Vigorosos años de pasaje. Si no culmina de ver la serie se sentirá, en verdad, que ha fracasado. Se sentirá irremediablemente, un cagón.


Durante el segundo corte comercial no va hasta la cocina a tomar agua como hace un rato, no. Sabe que tiene la tarea de sacar la basura. Desde que su padre está poco en la casa es él, el encargado de sacar la bolsita con los residuos. Así se lo ha encomendado su madre. Y el cumple. Deposita la bolsa sobre el canastito de metal y observa la calle 18, desierta. No hay nada. No hay nadie. Brumas del invierno entrando o saliendo de las bocas de tormenta de la esquina y el ronroneo metálico apenas perceptible de la cuca recogiendo la basura a varias cuadras de distancia, nada más. Antes de volver adentro vuelve a mirar hacia la calle para ver si viene su padre. Si algún correligionario lo ha acercado en su auto hasta la esquina de la 9. Pero no. Todavía deben estar organizando las cosas en el comité. Todavía estarán estudiando los papeles que les dejaron el Chacho Jaroslavki y Fredy Storani cuando visitaron Mercedes la semana pasada. El mismo ha visto cuando el Chacho le dejó las carpetas a su padre. Lo hizo después de que ambos, hablaran exaltados, de los hombres ilustres del radicalismo mientras comían asado y bebían y fumaban todo al mismo tiempo. Estarán decidiendo de que manera llevarán a cabo la estrategias locales en el concejo deliberante, de que forma podrán ponerle frenos a las iniciativas del intendente peronista para que no sea el solo el factotum decisivo dentro de las cuestiones locales, que la bancada radical también sea desde el poder que le confiere no solo su fuerza legislativa sino el apoyo directo del presidente, otro intendente en la sombras. Al chico le causa mucha gracia la cara de su padre cuando despotrica contra el MOVEMER. Dice que si ese partido de mierda no se hubiera presentado a las elecciones Patín sería intendente y las cosas se simplificarían mucho más.


La melancolía que la ausencia momentánea del padre deja en el chico es trocada por otro sentimiento. Otra vez frente a la pantalla algo en el lo hace vacilar entre dos terribles frentes, dos bancadas legislativas que crecen subrepticiamente a los costados de su mente. Por un lado siente la pesada omnipotencia de un guerrero y por otro el peso increíble de la culpa. Un suceso ocurrido esta tarde en la escuela es el que trabaja insidiosamente en su cabeza mientras termina de ver el Pulpo Negro. Siente que ese pensamiento ha venido , a aflorado solo para que el pueda terminar de ver el capítulo para que ningún enano escondido en el interior de su cuerpo le vuelva a gritar cagón. Estudia minuciosamente el recorrido de su mano, en realidad de su puño. Se sitúa mentalmente en el centro del patio de varones de la escuela 1. Ese patio cuadrado de baldosas amarillas que tanto conoce. Enfrente tiene a Cocún. Puede divisar su guardapolvo todavía blanco con el cuello metido para adentro. Puede observar la figura un tanto grotesca de Cocún parado delante suyo. No le saca los ojos de encima. Puede intuir como rápidamente todos los chicos que se encontraban cerca han ido conformando un circulo a su alrededor. Un corral humano donde Cocún y él han quedado encerrados. No podrán salir de ese cerco a menos que se golpeen. Después de que hagan estallar el juego friccionado de la trompadas. Eso imponen las reglas no escritas pero más que presentes de este tipo de justas. Siente en sus oídos el himno perentorio que todos los pibes comienzan a canturrear cuando habitualmente se genera algún problema. Pelea/ pelea/ el gallo y la pigmea!!!. Gritan desaforados, ansiosos de que de una buena vez comiencen los golpes. El chico trata de que estos instantes iniciales transcurran con suma frialdad. Sabe que su calma es la carta de triunfo para este tipo de lides. Así lo ha aprendido escuchando a los comentaristas de “Tango y box”. Debe mantener la cabeza fría, la guardia alerta y los puños dispuestos a lanzarse como flechas incendiarias sobre los flancos descubiertos del contrincantes. El mismo es un cultor de este tipo de ceremonias. Disfruta mucho de ver pelear. Pero ahora es él mismo el propio protagonista y eso lo incomoda, lo tensa un poco. Cocún, ha sido Cocún el que lo conminó a pelear, no el como muchos suponen imponiendo la lógica fácil de saberlo provocador. Han jugado a la bolita, al opi más precisamente y Cocún ha intentado timarlo adjudicándose una quiña que no ha sido tal, para nada, su bolita japonesa ha pasado a varios centímetro de la lechera del chico sin tocarla. El viento o el ruedo del delantal de alguno de los dos cuando se han agachado para disparar sus bolitas la ha movido. Por eso Cocún ha levantado las bolitas y se las a puesto en el bolsillo decretando así un injusto triunfo. Por si eso fuera poco ha respondido al reclamo del chico con un gesto burlón y le ha dicho la frase que actúa en este patio de la 1 como una declaración de guerra que no puede rescindirse . Que, te la aguantas? Todos los que concurren a la escuela 1 saben que ante esas palabras hay que ponerse en guardia y pelear, no queda otra en esta ocasión o mejor dicho si, también cabe la posibilidad de hacerse el boludo y dar media vuelta como si no se hubiera escuchado nada. Esto es lo que se suele hacer cuando el que provoca, el que insta a la pelea es más grande y se intuye de antemano que no hay escapatoria, que no hay forma posible de no salir con los ojos morados de tal situación. Entonces uno se hace el sordo y viaja con la humillación a cuestas ha volverse invisible al otro extremo del patio.


Cocún no es un buen peleador, por lo menos no tiene esa fama, como Marcelo, o como Cacay los más temibles del 5to C. El chico tampoco, es un gurrumín de 30 kilos que no puede causar mucho daño real en la humanidad de nadie. Sus brazos son finitos casi como los de una chica. Pero tiene fama. Como método de defensa el mismo se ha forjado fama de guapo. Se ha afirmado en el arte de pelear desde la retórica salgariana que ejecuta su lengua, ha encontrado los epítetos afilados que actúan con la intimidante ofensiva de una cimitarra y además ha aprendido a entornar la mirada hasta intimidar al contrario. Casi como un hipnotizador. Ese es su propio mito. Mito que muchos de sus compañeros están listos para corroborar esta tarde en el último recreo. Quieren ver hasta donde llegan las fuerzas del chico, hasta donde es capaz de llegar, si tiene la capacidad y el resto de pagar con los puños esos cheques de bravuconadas que su boca a menudo emite. Están expectantes ante tal situación y el chico lo sabe mas que nadie. He aquí la presión. Si Cocún lo faja esta tarde, si el no es capaz de sacar esos dos o tres golpes necesarios para construir una victoria, verá irse por la borda toda la estructura de guerrero que el ha con un esfuerzo constante ha montado en torno a su personalidad. Vergüenza. Tanta que sospecha que realmente lo mataría. Un descrédito total comenzaría a embargarlo hasta sus últimos días en la escuela. Piensa en colocarse un par de bolitas de acero entre los nudillos para pegar más fuerte como siempre le ha indicado que debe hacerse en estas ocasiones su amigo Alejandro Vázquez. Pero es tarde para poner en marcha los consejos de su viejo amigo, no tiene tiempo para efectuar ese movimiento. No tiene tiempo de sacar las bolillas de los rulemanes e intercalarlas, una a una, entre las falanges de sus dedos. Los chicos empiezan a empujar a los gladiadores para que se aproximen de una buena vez. Y de una buena vez comiencen a darse. El gallo y la pigmea. El gallo y la pigmea. ¿Quién será el gallo y quien la pobre pigmea? Es lo que todos se preguntan. Si hubiera apuestas creo que los dos pagaría casi igual.


Otra vez el rostro de Cocún, su mirada torva, tratando de activar las zonas animales de su cuerpo rollizo, de arrojarse como un cerdo salvaje sobre la fragilidad inocultable del chico. Cree que esa es su mejor táctica. Llevárselo por delante con la sola fortuna de su fuerza. Pero el chico lo espera, igual que un cazador que se pretende astuto espera el instante de la embestida y saca su golpe, no sabe que, pero algo lo ha decidido a hacerlo, su puño derecho se ha incrustado en algún lugar de la cara de Cocún. La memoria de sus nudillos todavía registran la zona cartilaginosa donde se produjo el impacto. Con poca fuerza, es verdad. Pese a su fama, el chico es incapaz de pegar para producir verdadero daño. Algo dentro de él se lo impide, se lo ha impedido siempre. Nunca a podido liberar un golpe, sin que algo en sus músculos lo retenga un poco, hasta retirarle casi toda su fuerza original. Como si pegara en sueños. Nunca el golpe salvaje de incontenible violencia. Eso no impide que el rostro de Cocún se comiencen a desfigurar. No hay respuesta en el gordito de 5to C. Es nocaut técnico. Alguien desde un costado debería tirar una toalla. Después de un ohhh de sorpresa todos los chicos que oficiaban de publico se han retirado. Espantados. Han desarmado el corral donde se batían los dos gladiadores y se han dispersado por el patio simulando no haber sido partícipes nunca de tal evento. Nadie quiere ser cómplice de un crimen parece que pensaran. La nariz de Cocún mana sangre. Mucha sangre. Demasiada. Como el chico nunca ha visto en su vida. A no ser en las películas de guerra. Un ametrallado por ejemplo. No gotea como le gotea a el o como ha visto que le gotea a otros chicos en la misma situación. No, la nariz de Cocún es una canilla abierta de sangre. Sin exagerar ni un poquito. Ha quedado solo en el centro del patio mirando hacia los costados con los brazos en cruz. No hay desesperación en él, al menos no se nota. Más bien resignación. Se ve que esta acostumbrado a que le pase. El chico que es el único que ha quedado junto a Cocún mira a la maestra encargada de cuidar el patio, la mira y sin dudarlo le hace señas para que venga. Casi un jugador mirando al banco de suplentes pidiendo auxilio para un lesionado. El delantal de Cocún parece la camiseta de River surcada por un enorme trazo rojo en su vientre tendiente a teñirse cada vez más. En un rato ya no será más la casaca gallina sino absolutamente la de los diablos rojos.
Ha sonado el timbre que da por finalizado el recreo, a sido oprimido varios minutos antes de que se cumpla el tiempo estipulado. Las maestras han decidido hacer volver a las aulas a todos los chicos. Una le comenta a otra la creciente violencia entre los chicos. En cualquier momento se matan, dice. El chico ve a través de la mampara como una de las porteras pasa el lampazo por el extenso reguero de sangre que fue dejando Cocún mientras lo llevaban a curarse a la Dirección. Ahora está con atención médica. No se han conformado con las habituales compresas de algodón en las fosas nasales. Han llamado a un médico. El chico piensa que de un momento a otro, su maestra lo llamará y lo conducirá a dirección y ante la directora lo hará firmar el libro de indisciplina. Que menos por desangrar a un compañero. No lo molesta la firma en sí. Que en el fondo sería un modo de homologar por las autoridades del colegio su autosugerida fama de tipo peligroso. Eso que necesita para protegerse de su fragilidad física. Cuantos después de este sangriento episodio se atreverían con el. Ni los de séptimo. Lo que si le molesta y lo pone mal es pensar en el rodeo que dará para contárselo a sus padres. Como le dirá que firmó el libro por un motivo semejante. Desangrar a un compañero en el recreo. Si bien es cierto que su padre le ha enseñado desde que iba al jardín que si hay que pegar que pegue. Que nunca se quede atrás. Que sea bueno pero no boludo. Pega y después preguntá. Así de ese modo brutal pero siempre interesado en su integridad, lo ha aleccionado. Intuye que esto que acaba de suceder no le gustará nada de nada a su padre y menos a su madre. Así que está rígido en la fila. Ordenados por altura el se ubica en el quinto lugar. Ni Luis que está delante suyo ni Rolando que está detrás le dicen nada. Como dijimos antes nadie quiere ser cómplice de un asesinato. Todos han quedado por demás de conmocionados ante lo que han visto. Pero en la fila paralela, en la de los más grandes, cuando sus ojos se desvían para ver que va a acontecer en breve, en ese patio de la 1. Puede ver la cara de Brady y de Enezeta, los dos pesos pesados de los grados superiores. Tanto Brady como Enezeta lo miran con admiración. El chico puede advertir en esos dos jóvenes sátrapas la bendición sagrada que le están otorgando con solo mirarlo como lo están haciendo. Como si desde la luz que emite la fogata trapera de sus ojos lo nombraran caballero de una orden ilustre de desmañados héroes barriales.
La directora se ha parado ante todo el alumnado. Antes de que vuelvan a sus salones va a hablar, va a decirles que no permitirá que nunca más se produzca en el establecimiento una salvajada como la que acaban de vivir. Que desde ahora en más sobre los violentos caerá todo el peso de las sanciones disciplinarias. Extendida bien lejos de su cuerpo su mano hace colgar en lo alto el guardapolvo de Cocún. Completamente bañado en sangre. No hay un centímetro de esa tela blanca que no se haya teñido de rojo. Sobre las baldosas amarillas del patio sigue goteando la sangre. El chico busca volverse anómino. Busca que la voz de la imponente directora, esa mujer más próxima a los dos metros que a la talla normal de una mujer no le llegue personalizada. No es capaz de aguantar un reto semejante. No cara a cara. No sabría como defenderse si lo acusan de haber desangrado a Cocún. Si, después de todo es verdad lo que dicen. Por primera vez piensa seriamente en Cocún y ruega que esté bien, que no le haya pasado nada grave. Por suerte Marcelo, al ver el rostro acongojado del chico y haciéndose eco él también de su proeza en el arte de pelear se suelta de la fila de 5to.C y le dice que no se preocupe por Cocún que Cocún está bien. Tiene una venita soldada, le dice y lo palmea en la espalda.
Transita los corredores del interior de la escuela, lo que lo conducen rumbo al salón. Allí lucha por primera vez con esos dos terribles dragones que se han dado cita en su interior .Una feroz batalla. El primero el dragón negro con ojos de rata es el que lo degrada, el que le dice al oído que es un criminal, una basura violenta que casi a matado a un chico, el que ha causado daño y el que ya tiene reservado un lugar en el infierno. Todo este vendaval de acusaciones hace que sus pequeños músculos se aflojen, hace que su mirada se vuelva al piso y como le ha dicho el padre Cuchietti -en su breve paso por la Acción Católica- que debe realizar cada vez que comete un pecado, se somete a eso conocido como examen de conciencia. El otro dragón, el que emerge de un pantano con su piel reluciente, el que más lo impresiona en realidad porque es nuevo para él y por lo tanto desconocido es el que descubrió tanto en su interior como en las miradas asombradas de Tati y de Enezeta. Y es ese poder que le transmite el nuevo dragón el que comienza a trepar desde el núcleo de sus pequeños testículos. Como una oleada de calor que lo hace poderoso y le confiere inmunidad ante el peligro. Por si acaso la tensión de esta pugna fuera poca, el chico ve las cabezas de los dragones entrelazarse, así también se le adosan a sus cavilaciones los cruces y mutaciones de estas dos posibilidades haciendo que ese tipo de multiplicidad le haga morder por unos segundos el polvo negro de la locura.


En la puerta del aula antes de entrar lo espera su maestra. Le dice que se siente avergonzada por lo que el acaba de hacer. Que se siente defraudada. Es indigno que él, justo él, unos de los alumnos más brillantes que ha tenido dice, haya hecho lo que ha hecho esta tarde en el recreo. El chico advierte con acierto que de algún modo lo que su maestra le está diciendo no es otra cosa mas que un cumplido para con los acontecimientos que se acaban de suceder. Que otra cosa le podría decir, piensa. ¿Acaso debería ponerle un diez por la forma magnífica con que acabó con Cocún? Su recta conducta nunca le permitiría apañarlo en forma directa. El chico sabe que ella es conciente que el no es capaz de hacer lo que hizo a propósito. Que no sabía del problema en la nariz de Común. Que no es un asesino ni un pequeño psicópata sanguinario. Si no ella no podría dejar relucir los gestos compasivos que está poniendo detrás de sus palabras duras. Si no, no iría a hablar con la directora como hará dentro de una hora para decirle que tenga en cuenta que su alumno es un excelente estudiante y un muy buen compañero de intachable conducta. Que todo debió ser un insólito y desgraciado accidente. Así, de esta forma impedirá que firme el libro de indisciplina. Así también impedirá que sus padres sean citados a la escuela.


Igualmente el chico se siente confuso. Es demasiado fuerte la sensación de omnipotencia que vocifera como un tigre en la libertad de la jungla y que se hace eco en todo su cuerpo. Para colmo el chico no conoce este término. Omnipotencia. No puede ni siquiera esclarecerse por medio de los placebos cognitivos del lenguaje. No puede abrevar en la ambigüedad en la de los significantes al menos para revelarse un poco, para darse cuenta que es lo que realmente le esta pasando. Cuando lo percibe con claridad y con toda la fuerza de su dominio tiene ganas de gritar como un salvaje. Como un mandril enfurecido. De colgarse de la ventana y de mirar a sus compañeros igual que si fueran margaritas. Flores de mierda que el pisotearía cuando se le antoje. Pero no tiene casi enemigos dentro del aula. Es más tiene una estima particular por cada uno de ellos. Mas bien los alentaría que formen parte de su ejercito y bajo la sombra protectora de su vanguardia los conduciría para ir a pelear a los de San Antonio, el colegio católico de la manzana contigua con cuyos alumnos suele suscitarse alguna que otra escaramuza en las inmediaciones de las dos escuelas.
No sabe si esa fuerza extraña que lo sume en un vértigo desconocido es un mero mecanismo de defensa para sanear su debilidad física como precariamente intuye o es el incipiente ego de su personalidad, ego oscuro y borrascoso, que esta comenzando a hacer pie sobre la base de hechos de grandilocuencia malditos.


Ahora si la prueba de fuego, lo que podría decidir si eso que siente esta bien o esta mal, el tribunal más certero presto a dictaminar en esos ojos claros que se enmarcan en dos colitas rubias y que permanecen rígidas en los primeros pupitres del salón. Sabe que si cuando el la mire, cuando le pregunte con el idioma silencioso de los ojos, si la piña a Cocún, va a jugar a favor para que guste de él o si por el contrario lo condenará al desprecio y al asco por lo que les reste de vida. Es muy fugaz la mirada, hay una extrema timidez en ambos, el chico lo hace con el temor profundo de divisar un juicio negativo en aquellos ojos de agua. Apenas un mínimo encuentro de luces. Que el chico no alcanza a poder procesar. Como si de alguna forma ella se abstuviera a juzgarlo.



Así que ahora piensa en Cocún. Siente que su corazón se precipita contra la pantalla del televisor. Piensa en el delantal ensangrentado de Cocún. Como una bandera de guerra. Como si fuera la bandera de Mompracem que ondea en el cielo de su mente. Sangre que el ha hecho derramar. ¿O no es así hermano Yañez de Gomera? Ibáñez Menta dice que todo el mundo conocerá de lo que es capaz el Pulpo Negro, lo dice con esa entonación tan característica en el, como si surgiera de un órgano tenebroso escondido en el sótano de una iglesia. Podrá repetirlo mil veces si quiere que en estos instantes el chico se siente inconmovible. Mientras piense en lo que fue capaz de hacer con Cocún no habrá miedo. No habrá arte de la sugestión posible que pueda con él. No habrá vampiro, hombre lobo ni frankestein que lo haga retroceder. De ahora en más será una de las utilidades de su cerebro, piensa. El delantal rojo de Común, el poliéster flamígero de la tela se impondrá como un plus de arrojo en cualquier situación que lo demande. Como no. Le gustaría que como sucedió hace tres sábados, esos chicos de Normal lo esperen fuera del cine para pelearlos, a él, a Martín y a Godzila. Esta vez no correrán por la 26 como lo han hecho, esta vez dejará que se aproximen y buscará el borde de su nariz para aplicarle el mismo golpe que le aplicó a Cocún. Lo está comprobando esta noche mientras espera la llegada de su padre. Mientras espera sentir el sonido metálico de la llave chocando contra la cerradura y divisar entre las sombras del living la figura ansiada de su padre. Su saco frío por el contacto con la noche y su atajo de carpetas bajo el brazo. ¿ Lo entenderá su padre? Se pregunta si podrá contárselo. Una vez que este efectivamente, media hora después, llegue a su casa con el rostro preocupado y el nudo de la corbata flojo puteando contra un tal Ubaldini haciendolo partícipe a él, al chico, del hecho político, de ese odio estruendoso y visceral que actúa contra el grupo de sindicalistas que, según su padre están poniendo palos en las ruedas al gobierno de Alfonsín. En ese momento el chico también divisara una batalla de dragones en los ojos de su padre. Y así sin decirle nada, caminando los dos juntos hasta la cocina, obtendrá una respuesta.

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