21.8.09

4to B practica en Los Jarrones




¿Orgulloso de que?...¡Bah! Acaso mi vida no a sido inútil, acaso de las aventuras de que fui protagonista, los jóvenes hayan sacado, sacan y sacarán una enseñanza de energía, de heroísmo de vida intensa... Acaso mi modesta y popular literatura no a sido un sencillo y ocioso entretenimiento...
Emilio Salgari




Me acerqué a Pablo y a Patricio. A dúo dijeron que el profe de gimnasia organizó para este año un campeonato. A los pocos minutos, a medida que iban llegando, todos se enteraron de la noticia y todos fantaseábamos con el gran equipo de 4to. B. Hasta el momento nunca nos habíamos reunido a jugar juntos al fútbol. Algunos nos cruzamos en algún partido de baby defendiendo los colores del club al que asistíamos pero eso era todo. En la hora de matemática pasamos un papel donde consignamos si queríamos formar parte del equipo, y en que puesto jugábamos. Sonó el timbre para el recreo y corrimos todos hacia el banco del fondo donde Omar guardaba la lista. Anotados todos. Nadie quiso quedar fuera del equipo. Ninguno de los dieciocho. El campeonato se iba a jugar en cancha de nueve. De la manera que fuera iba a quedar gente afuera del equipo. Salimos al patio agitados por el proyecto y caminamos detrás de Omar que llevaba la lista. Atravesamos el patio y nos topamos con el fondo del baño. El lugar exclusivo de los de 7mo, desde allí efectuaban todo tipo de maldades contra los más chicos. Debido a la gran excitación que nos producía formar el equipo, casi sin darnos cuenta, nos habíamos apoderado del lugar. Le pedí a Omar la lista y de un vistazo me dí cuenta de que eramos todos centrofowards y wines, ningún zaguero, ningún arquero. Pablo soñaba en voz alta como iba a desbordar por la izquierda, patear al arco con ángulo cerrado y meterla contra el segundo palo. Fernando se posaba con suficiencia con un pie contra la pared, sabedor que si era titular en Ateneo también lo sería en 4toB. Con expectativa desesperada se encontraban Luis y Rolando que jamás jugaban al fútbol pero que no podían dejar de pensarse como parte del equipo. Los demás disimulábamos bastante bien la confianza que nos teníamos. Hay que organizar la práctica, gritó Gerardo. Había sido el primero en darse cuenta de que lo más importante para decidir la formación titular iba a ser ver los pingos en la cancha. Claro, no había dudas. Nos teníamos que juntar en alguna canchita y ver que tal jugaba cada uno. La gran mayoría era una verdadera incógnita. De vuelta del cole nos reunimos en mi casa con Patricio y Gustavo . Salimos a andar en bici. Si bien nos tenía preocupados en tema de la canchita que debíamos conseguir, nuestra gran preocupación pasaba por el nombre que le íbamos a poner al equipo y como iba a ser la camiseta. Consideramos arbitrariamente que todos poseerían una casaca roja y que todos validarían, aunque no supieran bien de que se trataba, el nombre de Mompracem, en alusión a la mítica guarida de Sandokán y que sería muy fácil coserle una cabeza de tigre en el pecho de las camisetas. De este modo seríamos invencibles, juegue quién juegue.
Al día siguiente, en la placita San Luis, antes de entrar al colegio, alguien se iluminó y dijo que el lugar para ir a practicar era “Los Jarrones”. “Los Jarrones” era una improvisada canchita de fútbol pegada a la estación de trenes, que alguien se había dispuesto a cuidar y que estaba en muy buenas condiciones. Arquitos de tronco, el césped bien cortado y las áreas no eran desgarradas polvaredas sino que todavía subsistía un poco de pasto. Algunos a pie otros en bicicleta llegamos a “Los Jarrones”. Con sorpresa vimos la cancha ocupada. Los días que no practicaba Quilmes, lo hacía Defensores de Belgrano. Con inmensa bronca, Pablo pateó la pelota, sobre un callejón de tierra que se perdía entre frondosos árboles. Desanimados nos miramos sin encontrar respuesta; hasta que Ricardo, detrás de la pelota que con violencia había pateado Pablo, nos gritó que nos acercáramos, que bajando por el callejón de tierra había un lugar. No le dimos mucho crédito a Ricardo, pero sin tener nada que perder, seguimos caminando por el callejón y mirando hacía el costado fuimos descubriendo pasto. Corrimos a investigar el terreno. El lugar era genial, un pasto tupido se extendía como un soberbio manto verde. Un halo vegetal nos envolvía con la seducción de un bosque paradisíaco. El pesimismo inteligente de Gustavo nos hizo pensar. Acá no se puede jugar, los árboles estorban dijo. Un poco de razón tenía, el lugar estaba lleno de árboles, pero nuestras ganas de jugar comenzaron a buscar entre los mismos, un claro con las dimensiones de una cancha. Mientras la mayoría se movía en plan de agrimensores, Pablo y Omar, emocionados por el hallazgo y como si estuvieran conquistando el lugar pateaban la pelota con fuerza hacia arriba, desmalezando un poco las bases de las copas de los árboles que cerraban la vista al cielo. Por acá dijo Fernando. El espacio que señalaba Fernando era el que menos árboles tenía. Coloqué en uno de los extremos dos bollos hechos con camperas y le pedí a Ernesto que se encontraba del otro lado, que eche otros dos bollos de campera enfrentados a los míos para alinear los arcos. Pablo y Omar , los más apasionados ya habían organizado un “el que hace el gol va al arco” y desataban todas sus energías tras el balón. Nosotros seguíamos estudiando el terreno. Descubrimos que pegada a la cancha, casi tapada por las ramas, se encontraba una casita hecha de chapa con una puerta de madera que con el tiempo nos daríamos cuenta que estaba inhabitada, junto a ella, nos recorrió el delirio cuando la encontramos, una bomba de agua, imprescindible elemento para calmar la sed durante los partidos. La pelota me dio en el pecho y alcancé a manotearla. Me la puse bajo el brazo y dije que armemos dos equipos. Pisaron Fernando y Patricio. Los demás esperábamos. Gerardo y Rolando espadeaban con una ramas secas mientras esperaban la decisión. Eligió primero Fernando, a Ernesto. Patricio, eligió a su primo Pablo a Gustavo y a mí. No me costó entenderlo. Su decisión estaba más allá de la ventaja futbolística que pensaba sacar, su elección era plenamente afectiva. Cuando nos preparábamos para iniciar el partido, notamos que la oscuridad había cercado Los Jarrones y que iba a ser imposible jugar. Decidimos dejarlo para el día siguiente. Mientras nos íbamos, alguien hizo notar que aquel lugar, por sus árboles, sus verdes y la enrarecida paz que convertían al lugar en una burbuja fuera de la ciudad, semejaba mucho a las riberas del Missisipi, escenario de las peripecias de Huckelberry Finn que todos mirabamos al mediodía en forma de dibujos animados. Todos asentimos, menos eufóricos que alelados. Mientras cenaba pensé que en breve vendría el examen futbolístico. Yo podría ostentar todo tipo de liderazgo en cuanto a organizar y decidir o en prepotear retóricamente y quiñar a alguno pero la pelota en los pies me quemaba. Esa noche contra la almohada aposté todas mis fichas a que me ganaría un puesto en el equipo sólo si perseveraba a través de mis palabras y decisiones en ser un director técnico dentro del campo. Nos volvimos ha encontrar de vuelta en Los Jarrones. Nos sorprendió que en ninguno de los dos días haya aparecido Simio, el más corpulento y atlético de nosotros, alguno deslizó de que se excusaba porque vivía lejos. Antes de comenzar y como enseñaban en los clubes, dimos tres vueltas a la cancha y elongamos un poco. El primero que nos sorprendió fue Ricardo, un despierto ratoncito que con la velocidad y agarre de un Machtbox desplazandose sobre un piso de cerámicos, recorría la franja izquierda de atrás hacia delante, ganádose indiscutiblemente el puesto de tres. Ratón con leche le decía Pablo que a fuerza de driblear como un brasileño enloquecía a todos los defensores, Pata Queso le decía Ricardo. La habilidad de Pablo era ingobernable tanto para los que intentaban marcarlo como para él mismo, gambeteaba y gambeteaba hasta marearse o quedar cerca de la línea de fondo y sacar un sablazo que a veces se convertía en un gol formidable. Nunca un centro. Nunca tocaba una pelota para dejarte de cara al arco contrario, siempre buscaba el momento en que fuera el otro el que haga la descarga final y él, poder rematar al arco. Un talentoso morfón, Pablo. Hernán había accedido a ir al arco, alto y flaco, entendimos enseguida esa decisión. Volaba hacia los costados y ensayaba “la de Dios” a menudo. Un arquerazo. Su timidez no lo afectaba. En el fondo estaríamos seguros. Otra sorpresa, Ernesto, el traga, nadie iba a suponer que el Erne ese petiso de anteojitos sabelotodo iba a tener el despliegue que tenía, un ocho metedor y solidario, todo lo contrarío a lo que exhibía en la escuela. Diego, otro de los aplicados, se iba transformando en un cuatro prolijo y solvente. En el medio mandaba Fernando, trababa y marcaba con mucha fuerza, además de tener técnica para salir jugando y la experiencia de jugar en Ateneo. El rey de los pases a domicilio, Omar, no había forma de hacerle entender que un pase se realizaba pateando la pelota en dirección al compañero. Omar se obstinaba en llevarla atada y depositártela en los pies. Esta torpeza no empañaba su entrega y lucha, su fiereza malaya para ir a disputar una pelota. Su cabeza dura para cabecear una piedra si era necesario. Todos lo queríamos de nuestro lado. Patricio era hijo de Farro un mediocampista que había brillado en la liga local. Para nuestra desgracia el Patri no había recibido su herencia, pero su empeño en desplazarse por la punta derecha, sus potentes disparos lo transformaban en un delantero peligroso. Otro delantero era Gerardo, parecía importarle tres pelotas el partido que estaba jugando, su actitud era displicencia pura, creo que esto distraía a los contrarios y era el momento en que el Gera se daba vuelta y de rastrón la mandaba a guardar. Estos eran los que iban a formar la base del equipo titular. Los que se destacaban. Los demás ni características teníamos. Yo era un pescador de un endeblez física incurable, que intentaba ser Obdulio Varela, no por su fortaleza y sacrificio, sino por el afán de ser el director emocional del equipo papel que estudiaba repasando mentalmente aquellas escenas fabulosas del Maracaná en el 50. Walter jugaba al basquet y eso lo decía todo, Luis y Gustavo eran asmáticos y aunque no lo hubiesen sido no la veían ni cuadrada, Rolando se quería lucir como central, corpulento y fornido pifiaba cada una de las pelotas que quería rechazar como si lo hiciera a propósito. Alejandro acusaba a sus anteojos culos de botella de no poder desplazarse con claridad. Geno era un árbol más. A pesar de todo, el paso de los días fue haciendo visible el progreso del equipo, los peorcitos nos ibamos amalgamando bastante bien a los que mejor jugaban que por suerte eran varios. Discretos y concientes de nuestras limitaciones tomábamos las posiciones que nos correspondian. Los Jarrones se había convertido en nuestro coto infranqueable. En esos días, las anécdotas y los procesos se multiplicaron y aceleraron. Los jarrones daba para todo. Era nuestro reino. Por eso enloquecimos el día que llegamos y vimos a esas garzas ocupando nuestra cancha. Altos y todos vestidos de blanco, una docena de invasores jugaban en nuestra cancha. Jugaban es un decir porque parecian inmóviles. Parecia que no querían ensuciar sus impecables equipitos blancos. Pateaban con ligereza una flamante pelota Tango. Gerardo dijo que podían ser de Parroquial y Omar dijo que eran mormones por lo rubio. La verdad era que no conocíamos a nadie. Nerviosos detrás de un arco empezamos a levantar el tono de la voz para ver si alguno nos miraba pues parecían no haberse percatado de nuestra presencia. Seguian haciendo correr la Tango con toques secos y sin agitarse. Ya se van a ir, le dije a Hernán pero los minutos pasaban y las garzas rubias seguian impacibles con su fútbol marciano. Omar empezó a tirar cascotitos a la cancha para ver si alguno le contestaba. Pero nada, los muy hijos de puta nos ignoraban olímpicamente. Pablo decía que había que hacerle partido, que cagandolos a goles y a patadas no se iban a aparecer más por los Jarrones. Gustavo advirtió de que eran dos o tres años más grandes que nosotros y por más que parezcan medios tarados no iba a ser fácil ni ganarle ni cagarlos a patadas. Todos entendimos a Gustavo, menos Omar que ya se metía a la cancha a desafiarlos. -Le hacemos partido, le hacemos partido!!!- se desgañitaba Omar. Las garzas lo ignoraban por completo. Patricio lo agarró de la remera y lo trajo de nuevo. Omar entendió enseguida, estos giles no se merecen un partido, se merecen algo pesado. Lentamente nos fuimos retirando hacia el lado de las vías y alguno escuchó que se nos reían y que alguno había dicho algo así como que “los pendejos se cagaron”. Lo cual terminó de soldar nuestra idea de venganza. Nos trepamos a una gigantesca montaña de piedras que habían traído para desparramar en las vías y nuestra imaginación empezó a crear todo tipo de trampas para desplazar a los usurpadores. Las más inverosímiles trampas pergeñaban Alejandro y Rolando, como sembrar la cancha de arañas venenosas o cavar fosas con cañas de punta que taparíamos con pasto para que caigan, hasta disfrazarnos de fantasmas y caer desde los árboles. Omar y Patricio más terrenales decían que había que ir directamente a cagarlos a palos. Mi corazón estaba sobresaltado y evaluaba cada una de las propuestas con igual seriedad sin darme cuenta de que algunas eran evidentemente ridículas. -Esto se arregla a lo Sandokán- dije y todos sabían a que me refería, no tenía demasiada diferencia con lo propuesto por Omar. Descendimos de la montaña de piedras azules y cruzamos los Jarrones, vimos como los invasores, se sentían a sus anchas en nuestra cancha y que se habían afincado para quedarse. Cuando nos arrojaron un piedrazo que pegó en un árbol, mientras nos retirabamos para nuestras casas, pensé que todo se venía abajo, que habíamos estado hablando al pedo y que eramos unos cagones puesto que ninguno intentó responderle, salvo Omar que se dio vuelta y les lanzó un espeso, pero inofensivo poyo que terminó dando en la oreja de Geno. Al instante me di cuenta de que ninguno era un cagón sino que con enorme disciplina guardaban todas sus energías para mañana, el día del abordaje. Sonó el timbre del último recreo, con Omar, conformamos una nutrida “barredora” (una hilera que del modo de una barrera en el fútbol pero tomados de los hombros, se desplazaba corriendo por el patio, llevándose puesto al desprevenido que se interponía en el camino. Esta formación a la que se sumó la mayoría, fue la confirmación de que esta tarde no fallaría nadie. Los chicos no se hicieron esperar, cuando mi vieja estaba por insistir en las causas de mi inquietud llegaron y nos encaminamos a Los Jarrones, mejor dicho a la esquina de la 29 y 10, lugar de encuentro, previo a la emboscada. Ni bien llegamos, Gustavo, al ver a Pablo y a Patricio montados sobre sus bicicross, me refrendó no haber traído las nuestras. Cruzamos las vías. Estabamos todos. Frente a la Estación vimos como alguien, después de despedir a sus padres corría hacia nosotros. Simio, gritó Omar. Esta tarde no nos podía fallar. Simio fue una inyección de ánimo para todo el grupo. Lo veíamos físicamente próximo a Kammamuri o a Sambigliong, tez cetrina, nariz, aguileña y musculatura de pantera. Nada que envidiarle a los abnegados adlateres del Tigre de la Malasia.Según el plan trazado, debíamos escondernos detrás de la casa abandonada y al grito de guerra que rezaba “matar o morir por Mompracem” salir a enfrentarnos a las garzas. Mientras nos acercabamos a la casa abandonada pensé que así como asignabamos marcas en un partido, tendríamos que tomar a cada uno de ellos. A Omar le gustó la idea, más por la bronca que le había tomado a uno de ellos, que por el carácter táctico en sí. Yo salgo a eliminar al de botines Puma dijo con su carraspera metálica y todos fueron eligiendo alguno con que trenzarse. No sentía miedo pero sí un enorme vértigo que atenazaba mi estómago. Las garzas estaban ahí, pisando nuestro reducto. Sigilosamente nos escondimos detrás de la casa. A Pablo le transpiraba la frente, su pelo rojo refulgía bajo los pocos rayos de sol que se colaban entre las plantas. A mi lado se encontraban Gustavo, Luis, Hernán y Simio. Nos preparabamos para formar el bloque central del ataque. Respirabamos con agitación el aire frío. Por un instante estudié la modulación de mi voz. Sabía que si mi grito de guerra era débil, nos cagarían a palos, pero si de mi garganta salía un alarido hierático y espeso, esto insuflaría todo lo necesario para salir airosos de la contienda. Grité y salimos corriendo como una tromba en busca de las garzas. Por un momento fuimos una formación ejemplar hasta que las garzas se percataron del ataque y se entraron a dispersar. Nosotros empezamos a buscar al que nos tocaba. La primera garza que oí gritar fue la víctima de Simio que a la carrera le había pegado una terrible trompada en el estómago como si le enterrara una cimitarra y ya buscaba otro para atacar. Una garza se tomaba el muslo y gritaba como loco en el piso, Gustavo a la carrera le había incrustado un terrible “paralítica” adelantando su rodilla en el aire. Fernando se la vió más dificil, su contrincante al ver que se acercaba a toda velocidad, se agachó un poco y lo hizo pasar de largo por sobre su cuerpo, pero despues del golpazo se estaba imponiendo en una estudiadísima escena de box. Casi lo mismo le ocurría Luis y a Gerardo,que no pudiendo sorprender a las garzas con un golpe madrugador se encontraban midiendose con piñas calculadas. Patricio y Pablo irrumpieron en sus bicis repartiendo cañazos a diestra y siniestra sobre las garzas que querían escapar. La caballería venía causando estragos hasta que a Patricio se le dobló demasiado el volante en una de las maniobras y cayó de boca al piso. Cuando la garza grandota de los botines Puma estaba a punto de marcarle los tapones en plena cara, dos piernas, las de Omar cayendo de los árboles , se le enroscaron en el cuello y solo la garza de los botines Pumas podrá contar los incontables sopapos que recibió de Omar. Ahora con las rodillas cercandole la garganta, extrangulándolo, la garza pedía por favor que lo suelte. La lid se extendía más allá de los límites de la cancha, Rolando corría a una garza y lo iba encerrando contra los alambrados del Corralón de Maderas San Patricio que se encontraba siguiendo el callejón de tierra. Agitado la garza se apoyó contra el alambrado y dos gigantescos dobermans negros se le arrojaron como demonios detrás del alambrado y alcanzaron a morderlo, del cagazo la garza se dio por vencida y Rolando con un gesto triunfal, lo sostuvo de la nuca con la cara enterrada en el suelo. En el centro del campo yo había encontrado a mi presa. Un robusto colorado que me hizo frente y me madrugó con una certera trompada en el ojo izquierdo. Sentí como la sangre se me agolpaba en aquella zona y presentía el color violaceo que tomaría. Hernán corrió en mi ayuda y logró sacarme de encima al maldito oso que me estaba por liquidar. Medio voleado por el ñoqui pero envenenado por la humillación de haber sido golpeado, tomé una gruesa rama del piso y le dí al colorado en la frente. En el frente oriental, del lado del ferrocarril San Martín, la lucha había tomado otro cariz. Cristian, Walter y Geno ocultos entre los arboles se batían con las garzas a piedrazo limpio. Un fuego cruzado de toscas que prometía arrancarle el ojo a alguno. A medida que retrocedían el fuego pétreo se iba haciendo más intenso, pues próximos a las vías nos sacudían las enormes y arteras piedras azules que se encuentran junto a los rieles. Al darnos cuenta de los estragos que esto causaría con Omar y Patricio nos acercamos a reforzar el frente oriental para detener la lluvia terrible que amenazaba con partirnos la cabeza. En la arremetida, arrojando ladrillos enteros y exponiéndonos por completo vi llenarse la frente de Omar de sangre, pero siguió adelante. Logramos, a fuerza de acalambrarnos los brazos tirando ladrillos, hacer que huyan por la 23. Volviendo hacia el campo de batalla y constatando que lo de Omar era solo un pequeño chichón producto del roce de una piedra, observé como Pablo se había apoderado de la Tango de las garzas y al ver que dos de ellos se le tiraban encima para recuperarla, los gambeteó y ejecutó una maravillosa folha seca para que la pelota venga hacia nosotros. Saltamos el zanjón y solo tuve que poner el pecho y bajarla para obtener el primer trofeo. Patricio golpeaba con fuerza a otro cerca de la zanja. Sentí que pesé a que estabamos ganando, las garzas no se terminaban nunca, es más parecía que se multiplicaban, los prolijitos atletas de blanco aparecían por todas partes. Mientras corríamos a darle una mano a Gustavo y a Gerardo, Omar me dijo que las garzas habían llamado a sus hermanos, que seguramente el que andaba en Zanellita había tenido tiempo para rajar e ir en busca de refuerzos. Así era, por el lado de las vías que daba a la calle 10, más garzas se aproximaban, no nos asustó su apariencia, pues parecian tan pecho frío como los demás, pero sí su número y nuestro estado, estabamos molidos, exhaustos de correr y arrojar trompadas y piedras. Algunos de nosotros ya racionabamos el aliento para no caer producto del desgaste. Yo me encontraba tuerto, mi ojo golpeado era una papa morada que latía como queriendo reventar. Omar se había atado un pañuelo blanco en torno a la cabeza para contener el chorro de sangre que le salía de la frente. Otros se tomaban doloridos magulladuras menores. Pero las heridas parecen excitar a los peleadores, las marcas contraídas en combate parecen ser condecoraciones de honor imposibles de defraudar, como si los golpes recibidos te llevaran una y otra vez al frente, no se si en plan de autodestrucción o como musas épicas. Llamamos a los gritos a Cristian que enzañado con una garza no paraba de marcar con furibundos azotes de una antena de auto desplegada. Nos concentramos cerca del arco que daba a la 17. Nadie podía articular una palabra. Nadie ponía su voz de aliento mientras las garzas mayores con paso tranquilo pero decidido cruzaban las vías arrojando algunas piedras. Yo no se si se habrán creído que darían cuenta de nosotros con facilidad o qué. Que al vernos más chicos no amedrentaríamos y huiriamos. Sería por eso que al venir tan campantes y seguros por el medio de las vías se sorprendieron tanto de nuestra embestida. Sin decir nada emprendimos una loca carrera contra el nuevo enemigo, las venas se hinchaban en nuestro cuello y escupíamos adrenalina por los poros. Creo que fuimos varios los que pensamos lo mismo. Que si nos situábamos en el centro de las vías íbamos a tener munición gruesa para repeler al enemigo. Así que esa loca carrera que estabamos acometiendo tenía el gran valor estratégico de ganar las vías. Simio y Omar fueron los primeros en cruzar el alambrado que bordeaba las vías y encarar la nueva formación de garzas. Impetuosos se impusieron a trompada límpia, vi a uno de ellos, caer de jeta al piso y levantarse para salir corriendo por la 19. Los demás hicieron lo mismo, se veía que no tenían nada por que pelear.Las piedras azules de las vías corrían por el aire formando una nube. . No quedó ninguno corriendo por la 19. Ahora sí podíamos festejar. El cansancio y el goce por el triunfo nos tenía erizada la piel. El sol cayendo como una enorme pelota rojiza sobre el fondo de las vías nos proveía de impagables efectos especiales. Un silencio sagrado nos envolvió por un instante. Era tanto lo sucedido en unos pocos minutos que nadie podía emitir un comentario. Bajamos de la vías y atiné a levantar los brazos como levantan los jugadores después de ganar un partido, fue un esfuerzo supremo levantar mis brazos hacia el cielo. Me dolía todo. Omar me alzó de las pierna y me dejó caer al pasto, me levanté e irrumpí en un grito cavernícola que intentaba recomponer o subrayar muchos sentidos. Ahora todos gritábamos, descargabamos la tensión y coronabamos con ahullidos desprolijo nuestros triunfo. Pablo todavía tenia resto para correr detrás de la Tango que le habíamos arrebatado a las garzas. La picaba y la iba a buscar más adelante luciendose en mil jueguitos. La Tango no era el único trofeo que habíamos obtenido de las garzas. Omar traía en lo alto una camiseta blanca con vivos verdes. Hernán trataba de descubrir de que equipo era pero Omar no dejaba que nadie se la toque. Se la envolvió en la cabeza como un turbante. Regresabamos eufóricos a la canchita. Hernán tomó del piso una lata oxidada de leche “Nido” y con una rama marcaba el ritmo: “y ya lo vé, y ya lo vé son Los Jarrones de 4to bé” cantabamos hasta desgargantarnos. Los cánticos resonaban en el final de la tarde tomando cuerpo material y se expandían como pequeñas tropillas de baguales verdes por las pampas impalpables del aire. Todo era nuestro. Hasta nos sentíamos dueños de la densa aunque efímera niebla crepuscular que habita en las ciudades humedas. Yo corría y abrazaba el aire como queriendo llevar para mis adentros esa niebla sulfurosa que se perdía rapidamente entre los árboles. “y ya lo ve y ya lo ve son Los Jarrones de 4to bé” seguiamos cantando. Omar emitía largos eructos a la ya consagrada noche cuando Patricio le arrebató el turbante con la camiseta y me lo arrojó. Mientras Omar intentaba darme alcance fui desplegando la camiseta, intrigado, ojeaba ansioso para ver de quien era. De un lado tenía el globito verde del Cosmos y en la espalda arriba del “4” en grandes letras verdes se leía “Chinaglia”. Toreé a Omar con la camiseta, la hice un bollo y se la volvía a pasar a Patricio. Es del Cosmos le grité. Omar se aquietó y abandonó la recuperación de su trofeo. Escuché el crepitar de unas ramas y un olor penetrante de ramas encendidadas. Ya era de noche, tal victoria necesitaba de un festejo, de un ritual conjunto que Gerardo iniciaba encendiendo fuego detrás del arco. Nos acercamos a la pequeña hoguera cada uno con ramas y cortezas secas para alimentar el fuego, Gerardo las acomodaba para no ahogarlo. A medida que nos acercabamos detrás de nuestras espaldas se proyectaban largas sombras que se extraviaban en las fauces de la oscuridad. Pablo, iluminado de frente por el fuego, con una corteza alargada entre sus manos imitaba a Angus Young, zapateaba contra el pasto mientras recreaba los acordes del riff de “Back in black”, hasta que Patricio invitando a todos a cantar acometió con nuestro favorito “Ven siente el ruido”, “Yama mio malou - en yansi ous – niri ua ua ua- ua ua ua” . Los brazos tensionados hacia delante completaban nuestra interpretación del himno de Quiet Riot. Este fue el momento máximo de la jornada, nuestro cantar de gesta infantil, nuestro extasis estallando como un blindex esparciendo transpirados trozos de emoción por Los Jarrones.Nos sentamos como indios alrededor del fuego. Omar arrojó la camiseta del Cosmos a la hoguera. Un fuego verde, azul por momentos, iridiscentemente blanco la consumió en pocos segundos. La camiseta simbolizaba a las garzas. Como la camiseta habían desaparecido de Los Jarrones.

2 comentarios:

  1. El estribillo de "Ven siente el ruido" es así:
    ¡Caman fie de rol, ey wath chu boe, i se rua rua rua!
    Perdón que te corrija pero no pude soportar semejante error.
    Chori

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  2. Andresito, muy buena la decripcion de las caracteristicas de los jugadores jaja,

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