23.10.09

Festival Sziget


Cuando le preguntó si conocía a alguien que quisiera viajar a Hungría, Edna, no dudó.
-El Uruguayo. Él, es la persona indicada- dijo.
Acto seguido sacó su agenda electrónica y le pasó el número.
-Se llama Edgar como Poe, dijo.
Franco copió el número en su celular.
Edna, siempre Edna dándole rumbo a su vida, pensó mientras la miraba irse pegada a la pared de uno de los pasillos del Hospital.

Desde que lo observa, el Uruguayo da señas de ser un tipo sobrio. Ningún indicio de tipo enrollado. Un montevideano medio, común al mate, al fútbol, al vino con ingredientes. Y seguro que también al buen candombe de los barrios.Tal cual lo describió Edna, el uruguayo es un tipo sencillo. Ahora lo puede comprobar con sus ojos.
¿Invitarlo a Budapest? ¿A ver la a los Sex Pistols? Tal vez, Edna se equivocó.
Franco teme que al Uruguayo Edgar le resulte complicado el programa que tiene para ofrecerle; esto es, tomar un bus desde Madrid recorrer trescientos kilómetros e internarse en una isla exótica para ver el fantasma de una banda punk.
Se acerca a la mesa. Se dan la mano y se presentan.
El uruguayo hace girar un llavero entre sus dedos mientras escucha a Franco.
La decisión es rápida.
-Claro hermanito. Hace rato que quiero conocer Hungría.
Piden cerveza para festejar.
-Las húngaras…gitanitas feroces –dice el uruguayo.
Franco encontró un buen compañero para comenzar a recorrer Europa. Eso siente.
-Es hora de conocer. Desde que llegué a España apenas si conozco el viejo continente.
-No conoces nada?
- Sí, el olor a ajo de los franceses que cruzan lo Pirineos, el culo horripilante de las inglesas que vienen a tomar sol a Blanes, las alemanas que cruzan la Gran Vía con aires de sirenas wagnerianas. Nada más, Edgar.
Sirven más cerveza.
- Yo hace diez años que estoy en Madrid. Trabajo para una organización ambiental. Edna nos asesora sobre las afecciones cardíacas producidas por los distintos tipos de poluciones. La conocí hace un par de años. Tengo esa suerte. Una mujer hermosa Edna. La voz del uruguayo es pausada. Transmite confianza.

Durante el viaje imaginan el aspecto de la Isla de Óbuda. El lugar donde se desarrolla el festival Sziget. Quieren ver como es eso. Una isla en el medio de una ciudad. Una isla que albergará a miles de jóvenes durante los días que dure el festival.
-Lástima que Edna no haya podido venir- dice el Uruguayo.
-Hubiera sido lindo que venga la doctora.
-Al fin y al cabo la idea de viajar a Hungría fue de ella, no?
El bus termina de atravesar Austria. Así informan los carteles de la autopista. Dentro de poco pisaran tierras húngaras.
El Uruguayo desliza el termo bajo el brazo. Franco jala de la bolsita sin hacer ruido. Después toma el mate que le extiende su compañero. Le parece rara la mezcla. No solo la de la coca y el mate sino la de la yerba y la ginebra que el Uruguayo metió en el termo.
-Un mate molotov, le dice.
-Mate mirasol -lo corrige el uruguayo. Pa’ alentar a Peñarol.
Franco se toca el bolsillo de su camisa. Busca el pass para el festival. No quiere volver a desembolsar otros 30 euros, eso le dice a Edgar que lo observa atento, mientras contesta un mensaje que llegó a su celular.
Budapest es una ciudad antigua. Cientos de edificios amarillentos y semiderruidos aunque no exentos de misterio y belleza. La parte más nueva, todavía se yergue sobre un bloque de hormigón soviético apenas remodelado después de la caída del muro.
El uruguayo dice que mañana recorrerán la capital de Hungría.
Encienden un pucho, se toman otro saque y esperan que el ferry que los transporte a la isla atraque en el muelle.
-El Danubio es el río que esperaba- dice Franco.
-Parece el mar.
-Pero no como el nuestro.
-No, claro.
-Che, abrá pesca acá-
-Si te ven con una caña te mandan en cana.
-Le encantaría a Edna un paisaje así.
-Claro. Esa belleza triste, que mezcla soberbia y humildad. Raro y hermoso a la vez.
Del otro lado del río llega música. Débil pero clara. Una orquesta tradicional zíngara haciendo vibrar el agua.
El ferry se llena de jóvenes que van al festival. El Uruguayo y Franco eligen instalarse sobre las barandas de proa. Ajustan sus camperas de neoprene y observan las luces de la isla.
El viento lo hace difícil, pero primero Franco y después el Uruguayo meten su nariz en la bolsa. Los ojos de ambos se posan ya en la isla.
-Daría cualquier cosa por que Edna esté acá en este momento- dice el Uruguayo
- Yo también. Creo que más que a vos.
-No te creas. Viajaste a algún lado con ella?
-El verano pasado fuimos a un pueblito cerca de Portugal.La pasamos bárbaro.
El Uruguayo se revuelca en su propio fango celópata y decide cambiar de tema.
-Cuantos italianos. Les gusta el punk a los tanos.
En menos de diez minutos estarán en Óbuda. Ya se escucha venir de la isla el rumor de más música. Música circense ahora.
El Danubio se extiende a sus espaldas como un pequeño mar. Budapest a sus espaldas, a medida que el ferry se aleja de la costa se va transformando en una ciudad en miniatura.
El Uruguayo invierte la verborragia que le produjo el último saque en soltarse de la baranda para ponerse a conversar con una italiana de tetas gigantes. Parece que se conocen. Franco escucha que hablan de Rumania. Después de dinero. Pero el idioma italiano, no es su fuerte.
Bajan juntos. Buscan un lugar donde tomar algo.
-Una birrita, dice el uruguayo.
Tienen la boca reseca y la garganta amarga.
-Que linda la tana che. La conocías?
-No, es la primera vez que la veo en mi vida. Quedé en encontrarla cerca del escenario.
-No perdes tiempo, hermanito.
-Que le vamos a hacer, con tal que no se entere la jefa.
Franco queda en silencio. No quiere preguntarle si con lo de jefa se refiere a Edna. ¿Por qué su jefa? Edna nunca tuvo más gente a cargo que a él, su anestesista.
-¿Nos tomamos el último y entramos?
-Dale hay que ganar posiciones sobre el escenario.
Entran al baño del pequeño barcito.
Franco le muestra al Uruguayo lo que queda en la bolsa.
-Creo que vamos a andar bien, amigo. No te olvides
de la italiana.
Salen del baño enchufados. Se chocan la puerta del bar.
La noche se puso fría. El Uruguayo saca de su mochila un pulover y se lo arroja a Franco no sin antes cargarlo.
-Siempre iguales los argentinos. Que personajes. Se creen que pueden andar en pelotas hasta en el polo. El uruguayo siempre es previsor, dice con el dedo índice alzado.
En un puesto de artesanías el Uruguayo elige un sombrero dorado de paje con una pluma tornasolada cruzándole la copa. Pide que se lo envuelvan.
-Para Edna, dice. Es coleccionista de sombreros.
-No sabía.
-Hay demasiadas cosas que no sabes, Franquito. Pero no te preocupes.
Franco traga saliva. El uruguayo por momentos lo irrita. Esta todo bien hasta que nombran a Edna. El uruguayo no puede soportar que alguien que no sea él, tenga más ascendencia sobre la joven española. A Franco le pasa algo similar.
Franco se juramenta que en lo que les resta de viaje evitará nombrarla. Salvo por esto último el Uruguayo Edgar es un chabón piola.
La isla esta repleta. Tanto que caminan hombro contra hombro para no perderse. Gente de todos los paises hay en la isla.
-Es raro escuchar tantos idiomas a la vez.
-En serio.
-En Madrid nos acostumbramos.
-Pero esto es un loquero, viejo.
Buscan el cartel que indique en que escenario tocaran los Sex Pistols.
-Como serán estos viejos sin Vicius.
-No sé, a esta altura cualquier banda está bien esta noche.
Sziget Festival Escenario 3 leen. Ahí mismo en dos horas tocarán los Sex Pistols. Una larga cola espera el ingreso.
-Hay mucha gente.
-Pero entran rápido. En media hora estamos adentro.
Detrás de ellos esperan dos muchachos y una chica.
-Che, se están dando cuenta que venimos hasta las pelotas.
-Parecen copados. Si piden, habilitale.
El Uruguayo se da vuelta. Le pregunta de donde vienen.
La gordita es la primera que habla. Lo hace con soltura. Bucarest, dice.
Tiene un ojo pintado de negro, otro violeta y una cruz invertida pende de su oreja. Los otros son más tímidos aunque responden con sonrisas a las intervenciones del Uruguayo.
Franco tiende la bolsa a su compañero para que convide a los rumanos. Con un platino de American Express sirve generosas paladas. Dos a cada uno de los hombres y cuatro a la gordita. Franco se acerca a los rumanos que lo miran agradecidos.
Solo el uruguayo y la rumana hablan fluido el inglés. Franco no sabe que hacer. Tiene ganas de decirle Hagi o Ceauscescu. Cualquier cosa que lo comunique.
Saca otra vez la bolsa. Vuelca sobre el dorso de su mano. En el hueco que forma su pulgar estirado. Aspira y hace señas a uno de los rumanos para que tome los que resta. En un segundo tiene al grandote de campera gris esnifando de su mano. Franco siente que esta bardeando, le parece obscena la movida que realiza con los rumanos. Se da vuelta para disimular, para mirar primero si hay milicos cerca y después para contemplar el Danubio y serenarse un poco. Junta sus manos hacia atrás y mira lo que se ve del río.
El acero frío le atrapa las muñecas.
Siente el clic de las esposas cerrarse y la voz de los rumanos acelerarse y darse instrucciones entre ellos.
Un brazo demasiado fuerte para zafarse lo maniata.
Es imposible darse vuelta para ver de qué se trata.
Llama a Edgar a los gritos pero el uruguayo no responde. Quizás también a él le estará sucediendo lo mismo, piensa.
La gente que aguarda en la cola está segura que es una intervención policial por eso lo miran igual que a un reo. Como a un ladronzuelo sudaca.
Ahora, cuando se alejan siente el caño de una pistola entrar por su espalda. Un empujón y unas palabras incomprensibles llenas de “u” le dicen que ande.
-¿Que pasa, que pasa?
Nadie responde.
Solo los rumanos están pendientes de él. Uno de ellos se pone delante para taparlo de la mirada de la gente. El de atrás lo empuja rumbo al río.
Atrás queda la gente, las luces, la música de la isla.
Los rumanos son más violentos a medida que se alejan de la gente. En un playón oscuro lo suben a una lancha.
El último empujón lo tira contra el piso de la embarcación.
-Que pasa hijos de puta -se anima a decir Franco.
Una patada en la boca lo calla.
Escucha la voz de la gordita. Da la orden de arrancar.
Trata de hablar otra vez, pero uno de los rumanos vuelve a patearlo más fuerte.
El viento ahora helado del Danubio pasa sobre su cuerpo. Su nariz sangra contra la fibra de vidrio del fondo de la lancha.
Otra vez Budapest. Pero no el muelle donde salieron hacía la isla de Óbuda sino un barranco agreste con un edificio abandonado de fondo. Las paredes grises de hormigón y la oscuridad que apenas se quiebra con los haces de las linternas que llevan los rumanos.
Lo arrastran por un pasillo en el interior de edificio sin terminar. Tienen tiempo de reírse. De sacarle la bolsa de su bolsillo.
Ingresan a lo que parece una sala clandestina de cirugía.
Antes de acostarlo y maniatarlo en la camilla liquidan la bolsa de un nariguetazo grotesco.
Franco levanta la cabeza de la camilla. Mira hacia los costados. En la pared hay varias láminas de colores vivos. Esquemas anatómicos de cuerpos monstruosos. Cajas toráxicas que contienen cuatro corazones, cabezas naciendo de la espalda, brazos de la cabeza, un tronco humano con cabeza de gallo.
Una lámpara baja desde el tinglado para alumbrarlo. Su corazón está por salirse de lugar.
Mueve sus brazos apresados por las fuertes correas con que lo ataron los rumanos. Grita.
Que lo saquen. Que dejen de jugar con él.
Que, qué es lo que van a hacer con su cuerpo.
La gordita le aplica una inyección. Todavía tiene los ojos pintados de negro y violeta. Por su profesión de anestesista, por el olor a ciclofedoloxina que emana de la jeringa, Franco entiende que en menos de quince segundos ya no percibirá nada de este mundo.
Por eso se entrega sin oponer resistencia.
Por eso piensa en Edna, solo en Edna, en su pelo negro y sus rasgos de bambi, en la horas compartidas en el Hospital Central de Madrid, en su voz aconsejándolo al oído y en la primera noche que pasaron juntos en el departamento de Fuenlabrada y Santísima. Puede sentir la tibieza de sus muslos, como si estuviera ahí. Si va a morir, que sea con ella, debe ser su estrategia involuntaria.
Hasta que siente que es su voz, la de Edna. La que pide el bisturí al uruguayo. Escalpelo N°12. Su asepsia al requerir el instrumental, la voz neutra pero llena de Edna, que tantas veces escuchó con fervor y admiración en la sala de operaciones cambia por un tono irónico, enloquecido. Resiste al sueño de la anestesia con fuerza. Sólo para poder creer, lo que sus ojos le transmiten. Balbucea. Su lengua no responde. Los alcanza a ver, uno, dos segundos con nitidez, no bien comienzan a abrirle el pecho, el uruguayo se ha colocado unos anteojos de marco nacarado y un guardapolvo verde, Edna tiene el pelo recogido y el sombrero de paje puesto. Por última vez se mete en la piel transparente de su cuello. Después, los dos se vuelven borrosos. Hasta que todo irreversiblemente se pierde.

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