2.11.09

Una plaza para la muerte



Tiene motivos para estar triste Lainez. La herida de su espalda está cada vez más azul, el hígado de una vaca parece.
Como no va a estar triste Lainez, si en Mendoza -antes de partir- le dijo al general, que está entero, que no va a dejar godo con el cogote sano no bien bajen a Chile.
En la montaña, entre la ventisca y el hielo, el frío nos retuerce todo. Ni el charque mojado en aguardiente nos saca esta sensación.
Me acomodo el poncho y entre Bedoya y yo cuidamos que Lainez no se tumbe de la mula. Pese a su sangre caliente, a su orgullo; es un ánima en pena el pobre Lainez.
Ayer mientras comíamos, el mismo Lainez se definió como “uno menos”. Un brazo menos para darles lo que se merecen a esos matungos jue’ putas. Después rió con amargura y con resignación.
Con Bedoyita intentamos que el viejo no se nos hunda. Debe ser duro para él, verse tan hecho bosta. Ver como los brazos y las piernas apenas le responden.
Mire la herida, el cuajo azul que le sobresale de la espalda como una joroba y me dije que al viejo Lainez no le queda mucha vida.
Estamos cerca de la cima de la cordillera. La gran cantidad de muertos causa desanimo en la tropa. El vuelo de los cóndores es lo único que nos anima a seguir. Y eso a partir de un dicho de Lainez.
-Mirá si esos pajarracos de mierda que se tapan el culo con cuatro plumas andan por acá lo más campantes, como carajo no vamos a andar nosotros, soldados del general.
Escuchar eso de un tipo que se está muriendo produjo su efecto y seguimos andando.
Hace un rato, después de darles de comer a las mulas y de darles una mano a los que vienen atrás para arrear los caballos que quedan, nuestro grupo hizo un alto antes de proseguir por el despeñadero.
Gutiérrez que está con la partida más próxima al general se acercó y nos dejó medicina para Lainez. Dice Gutiérrez que el general abrió su alforja y sacó un frasquito de tintura de opio. Llévenle al viejo, quiero que llegue vivo a Chile.
Gutiérrez cuenta que el general esta cada vez peor, cada vez más pálido y escupe sangre a cada paso. El mismo le preguntó al médico que pasa con el general. Lo agarró de las solapas y lo levantó contra las piedras. Que pasa carajo, no puede curarlo?
Con astillas de quebracho hicimos fuego para calentarnos los pies y para tomarnos unos amargos. Lo acomodamos a Lainez en el suelo y lo tapamos con unas mantas. El opio le desfiguró la cara, parece un chino Lainez. Mientras mateamos, Lainez con dificultad, saca un mazo de naipes. Lo deposita en el piso y lo observa. El viento no mueve las cartas. El viejo Lainez parece que rezara mientras mira las barajas. Pero no reza. Canta una tonada lenta y oscura como la herida que lleva en la espalda. Todos lo miramos. Lainez sigue con la vista clavada al mazo. Nadie dice nada. Escupe dos o tres veces y vuelve con la melodía. Su mano se acerca al mazo y corta. Lento pero seguro saca una carta. Rey de oros.
Lainez nos mira. Podrían ser menos jue puta- dice y recoge el mazo de cartas.
El camino es cada vez más escarpado. Los que andan con los cañones a cuesta a la noche dejan escapar gritos de dolor.
Hay muchos enfermos, no tan graves como Lainez, pero si más blandos de cuero. Hombres que aunque la voluntad los siga teniendo en pie, les cuesta seguir. Muchos se helaron en el tramo anterior. No pudieron ni siquiera encender el fuego de una hoguera. No sé hasta que punto el General esta anoticiado de estas calamidades entre la tropa. Seguro que debe estar al tanto. Por más que Gutierrez le filtre la información, el General es un hombre al que no se puede engañar.
Pero no vamos a aflojar ni abajo del agua. Y guay del que haga correr la voz de que nos descalabramos. De aquel que se atreva a querer aflojar del todo.
Desde que amaneció, Lainez no abrió la boca. Es el él que pese a su herida, a los dolores que siente, a las pocas expectativas de vida que tiene, con su paso espectral, nos da la arenga necesaria para continuar la marcha. Va cabizbajo en su mula. Apenas se acomoda las compresas de rana con mercurio en el lomo. Una extraña medicina que hizo traer el general por consejo de los huarpes y que yo, por suerte, todavía no tuve que experimentar.
Me arrimo a Lainez con la excusa de acomodarle el bicho en la espalda, quiero saber por qué anda tan callado.
Ya nos acostumbrados a sus reniegos por no estar en condiciones de sablear a los españoles. A sus puteadas mayúsculas contra el godo jue puta que lo hirió a traición en la batalla del convento. A su estrambótico deseo de que le corten el pescuezo y utilicen su cabeza como bala de cañón. Quiere que su cuerpo de alguna forme u otra sirva para dañar las filas enemigas. Pero el silencio de Lainez es más penetrante que el mismo frío de la montaña.
Bedoyita me mira como diciendome …Y ahora que le pasa a este viejo.
Entre cambio de mulas, algún que otro mate y un pedazo de charque, se nos vino la noche.
Anochece temprano en los Andes. De un momento a otro el cielo se pone violeta y da paso a un azul mucho más oscuro que el azul del llano. Los cóndores regresan a sus nidos con alguna presa para sus pichones. Lainez los mira como si fueran caranchos e’ mandinga. No le gustan esos pájaros. Intuye que, dentro de poco, su cuerpo cortado a picotazos viajará dentro del vientre de esas aves.
Entre las mulas viene Gutiérrez. Me da otra dosis de opio para Lainez y me pregunta cuantos de nosotros quedaron en el camino. Le digo que seguimos todos. Que por suerte estamos todos en pie. Saca una libretita y anota.
Anoche perdimos doce hombres, me dice en voz baja. El general está preocupado. Y escupe sangre.
Bedoya abre los ojos grandes. Callado lo mira a Lainez.
El viejo oculta su sorpresa y tuerce la cara hacia abajo.
Hasta que Bedoyita no me lo dice, no me doy cuenta.
Doce, me dice. El rey de oro de Lainez.

Quien dijo que la bajada es más fácil que la subida. Que no se sufre tanto de este lado de la montaña. Las cosas pesan el doble y todo parece venirse encima. Las mulas se desbarrancan y en su caída arrastran con todo.
Hace una horas, vimos como se iniciaba un violento desbande de la tropa y de los animales. Cuatro piezas de artillería rodaron por la ladera. El tucumano Jiménez cayó al vacío arrastrado por el peso de los cañones. Esto parece interminable. Ya llevamos 23 días de calvario.
Pero vamos a seguir. Algo de una operatividad superior nos reclama.
Otra vez cae la noche con su viento y su frío. La nevisca nos da de lleno en la cara igual que una perdigonada de plomo.
Tapados hasta los ojos. Apenas vemos. Alrededor todo es penumbra helada. Bedoyita me pasa el porrón de aguardiente mezclado con vino y un poco de miel. No tengo hambre.
Metería opio en al porrón para matar la puna. Pero lo voy a reservar para Lainez que andará doblado de dolor arriba de su mula. Aunque en todo el día no lo hayamos escuchado quejarse.
Paramos bajo el reparo de una saliente. Bedoyita me ayuda a clavar la bandera en la tierra. Con la ayuda de dos jóvenes sanjuaninos, bajamos a Lainez de la mula.
Se puso más pesado el viejo como si la herida que lo carcome se hubiera llenado de metralla.
Le ablando un pedazo de charque con agua y lo trozo con el filo del sable.
El viejo me mira. Quiere que lo acostemos al lado del fuego y los tapemos.
A duras penas saca el mazo y comienza el ritual.
Bedoyita me codea. Me dice que esté atento a la baraja que saca el viejo.
Corta.
Saca un siete de bastos.
Si contamos a Jiménez, el tucumano que cayó al vacío deben ser seis los que antes de que vuelva a caer el sol, registre Gutiérrez en su libreta.
Así lo deducimos con Bedoyita sin preguntarle a Lainez.

Gutiérrez nos dice que son seis los muertos en el día. Cuatro desbarrancados y dos helados. Un negrito liberto que venía arrastrando la artillería con Jiménez se acerca y le dice que anote uno más, otro desbarrancado. Siete, anota Gutiérrez.
Bedoyita me mira serio. Dice si no sería conveniente quemarle los naipes a Lainez. Nos va a volver loco el viejo con sus jueguitos.
Le digo que se tranquilice que uno nunca sabe si el dato que noche a noche aporta Lainez no nos servirá de algo.
En 9 días Lainez no erró.
Sus naipes saben de antemano las bajas que sufriremos.
A echado cuatro.
A echado cinco.
A echado un caballo y un siete para completar dieciocho.
A echado sota anoche y hoy Gutiérrez llegó con la noticia de que la partida con diez hombres que se adelantó a la columna del general a efecto de garantizar un buen paso para los caballos, ha desaparecido.
Hace horas que no hay noticias de ellos. Suponen que los tapó un alud de nieve.
Estoy a punto de decirle a Gutiérrez que no se moleste en buscarlos que esos pobres cuyanos ya son parte del Ande. Pero no digo nada. Tomo un trago de vino. Busco calor para las tripas que se estremecen.
Gutiérrez ordena que nos adelantemos. Que la retaguardia del general quedó desguarnecida sin los diez soldados perdidos.
Apuramos el paso de las mulas y en una hora estamos en el sendero de piedra blanca que transita el general.
Nos da un poco de vergüenza presentarnos con estos ridículos pañuelos en la cabeza, indignos de un ejercito de liberación pero no nos queda otra cosa para menguar el frío en las orejas. Los ponchos deshilachados por las ventiscas, las caras quemadas por el frio. Un despojo humano estamos hechos. Piratas, matreros, indios parecemos.
Verlo al general en el camastro, retorcido de dolor, nos hiela la sangre. Las úlceras de estómago lo están devorando.
Gutiérrez me dice que se acabó el laúdano y que el doctor no tiene forma de apaciguarle los dolores. Le doy el frasco de opio. El mismo que el general mandó para Lainez. Algo queda, le digo.
Pese al cuadro de situación. El ánimo de la tropa es bueno. En la soledad de las montañas solo se escucha el grito de nuestros hombres desafiando al matungo. Los sables ansiosos de salir cortando. Eso me llena el corazón de sangre.
El último trago de laúdano mejoró al general. Como todas las noches el general reúne a la tropa junto al fogón.
Impresiona ver la cara de todos iluminadas por el fuego.
Saca de su alforja uno de sus libros y lee en voz alta para todos. Un pensador francés, aclara antes. Su voz arranca primero débil, con el paso de los párrafos se hace dura y termina otra vez débil, muy débil dando cuenta de que sus dolores lo hieren de mala manera.
Su cuerpo se mantiene erguido unos minutos hasta que Gutiérrez le saca el libro de la mano, lo toma del hombro y lo conduce otra vez al camastro que improvisaron.
Lainez no le saca la vista. Alguien le convidó tabaco y entre el humo que sale de su boca puedo ver sus ojos entornados que buscan la figura del general.
Con Bedoyita nos acercamos al viejo, temerosos que las facultades de Lainez se hayan ampliados y esté por darnos una de sus terribles noticias.
Nos sentamos a su lado.
Lainez recuperó el habla, mientras busca sus naipes, mientras Bedoyita colabora en la búsqueda hurgando dentro de su poncho, Lainez nos cuenta historias. Fragmentos de su infancia en Mendoza. Su vida como puestero en Córdoba. Sus mujeres. Los hombres que mató. Parece poseído por el demonio de la verba un balbuceo lento pero prolífico que de un momento a otro se transforma en la tonada macabra y estremecedora de augur.
Su mano huesuda acercándose a los naipes es un cóndor a punto de precipitarse sobre la presa.
Cuando la baja sobre el mazo mis ojos tienden a cerrarse. Bedoyita tose mientras intenta cebar un mate.
As de espadas.
Por primera vez Lainez sacó un as. Por primera vez me animo a preguntarle a Lainez si eso significa uno u otra cosa.
Que mierda es eso, Lainez?
Lainez me dice que uno. Y ese uno tiene una significancia especial en el tono de su voz.
Desde acá escuchamos los quejidos del general. Gutiérrez es un perro enloquecido buscando lo que no hay. Más tintura de opio.
Vamos a pasar la peor noche en la montaña.

Las primeras luces del sol se filtran por entre los hielos de la cordillera. Ninguno de nosotros ha dormido. Nos disponemos a continuar la marcha. Bedoyita me pasa el aguardiente para ver si aligeramos tensiones para ver si el trago nos hace circular la sangre. El frío es tan grande que cubrimos el cuerpo de las mulas con los ponchos de los hombres muertos.
Gutiérrez habla con el doctor y su rostro empalidece igual que si le estuvieran contando los días que le restan por vivir.
El paso en este tramo se volvió dificultoso. Precipicios escarpados y pendientes abismales.
El andar de las mulas es muy lento. Bedoyita dice que cuando encuentre un camino parejo se va largar rodando con mula y todo.
Mientras deliramos con Bedoyita mientras intentamos darle otro curso a la angustia vemos pasar a pie a Lainez al costado de muestras mulas.
Ehhhhhh Lainez- le gritamos.
Pero el viejo no escucha. Va ensimismado en sus pensamientos.
En el borde del precipicio se para un segundo. Levanta un brazo y se arroja al vacío.
Bedoyita corre con su mula hasta donde está Gutiérrez y le dice que no se preocupe que el general va a estar bien.
Alguno le tendría que aclarar que el viejo Lainez a ocupado ya la plaza de la muerte pero todo esto, en estas circunstancias, se volvería difícil, muy difícil de explicar.
Ahora el camino es más corto.

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