9.11.09

Resistir


No por la luz que se filtra por la celosía rota. Tampoco por el registro agudo de los pájaros.
Son otros los motivos por los que el Yacaré no puede pegar un ojo.
Después de arremeter contra el cuerpo de su mujer, después de que ella, entre sus muslos, haya intentado apagar sus furias, el Yacaré mira la ventana, el juego de luces que la tarde deja translucir por los bordes de la cortina.
Ella lo observa. No pregunta que le pasa.
Es obvio lo que le pasa.
Lo que a todos en el pueblo.
Ella piensa que va a costar, como no, pero algún día terminará la pesadilla.
El Yacaré, en cambio, es más pesimista.

Se lava la cara en el fuentón del patio. La mira deformase entre la espuma que el jabón deja en el recipiente.
Cierra el cancel de alambre y enfila para el club.
Los pasos del Yacaré son rápidos y frágiles.
Perdió peso. Se nota en su andar. Liviano como una hoja de lechuga. El Yacaré perdió la apostura. El pecho hacía adelante y el paso del que sabe, pisa tierra conocida.
Se apura para llegar al club. No quiere que alguien de la contra le grite algo como el otro día.
-Che Zambrano, se acabó lo que se daba. Ahora a que vasco le tomás la leche.
El Yacaré sabe que está expuesto en estos días, pero no lo quiere soportar. De ningún modo.
Desde afuera corre la cortina del club.
El Turco Romano en el mostrador. Los hombros caídos, las botamangas de los pantalones por el piso. Un espejo de lo que también debe ser él.
Ni Pichuquito abrió las cortinas.
El panorama es, como dicen, desolador.
Nadie para el tute. Nadie con su hijo para tomar una naranjada con maníes.
Esto es la muerte, piensa el Yacaré.
Saluda a Romano y escucha la soda con que el Turco diluye el vermú. Apoya los codos en el mostrador y forma un cuenco con sus manos donde deposita su mentón.
Del cuartito de las bebidas sale Pichuquito con la radio en la mano. La pone arriba.
- Ni ganas de escuchar un tango Yacaré.
- Que le vamos a hacer, nene.
La cara de Pichuquito es la más triste de todas. Romano lo mira desconsolado. Pero no tiene fuerzas para decirle lo que le dice todos los días.
- Pichuco cuando vamos a ir a mojar el tero.
Esta vez no puede cambiarle la cara al pibe.

-El General está en el Paraguay? pregunta el Yacaré
Maschio levanta los hombros y tuerce la boca sin decir nada.
-Cuando van a repartir las armas que compró Eva?
Maschio esta vez no levanta los hombros, ni tuerce la boca. Camina por el club. Mira por entre las cortinas de lona del primer ventanal y después por el de la esquina. Nada hace que no se crispe también. Ganas de matar. Ganas de morir.
El Yacaré consulta a Maschio porque es Maschio el que recibe noticias más o menos creíbles acerca del paradero del General. Llamó varias veces a la Capital, a su primo; para ver que deben hacer los peronistas. Los peronistas de la primera hora.
Que hacer.
Así lo escuchó el Yacaré hace una semana.
Todos esperan que digan que salgan a las calles con la escopeta, con el matagatos, con la horquilla.
Pero a Maschio, no le dicen nada.
Desde el fondo, los bochazos. El estruendo de las bolas contra la madera. La única forma que encontró Carlón para matar los nervios. Carlón y el mundo a bochazo limpio.
Cesa el ruido y Carlón vuelve a su lugar de cantinero. Tiene el color borravino de la humillación. Se le revuelve la sangre al recordar a los veintitantos policías que entraron la semana pasada y le hicieron bajar uno por uno todos los retratos del general y de Evita.
Se negó Carlón. Manoteó la de cortar fiambre.
-Ni ebrio ni dormido saco al General.
Le metieron el fierro en la nuca y antes de hacerse matar pensó en sus hijos.
Subió a la escalerita y sus brazos temblaron.
Tuvo ganas de partirle el cuadro en la cabeza al comisario. Aunque después lo lleven al baldío, lo pongan en pelotas y lo fusilen.
Pero volvió a pensar en sus hijos, en Raquel, en Pichuquito.
-Serví un vino- pide el Yacaré.
Carlón abre la bordalesa. Deja que el vaso se llene.
-Anotá, dice y sorbe un trago de semillón.
Carlón espera que los habitués del club llenen el espacio. Como hace más de diez años a esta hora de la tarde.
Maschio de espaldas al mostrador a la espera de alguno que falta para la mesa de tute, el turco Romano en el final del mostrador anotando los veinte números de la quiniela, Pichuquito yendo de un lado a otro con el trapo de piso, Varela y Martínez hablando de fútbol, impresionados con los relatos que se erigieron en torno a Puskas, Idekuti y Kubala, los muchachos de La Rosa Dorada, recién salidos de la fábrica, ansiosos de comerse una milanesa picada con semillón frio.
En vano espera Carlón que se complete el paisaje habitual del club.
Todo cambió.
No hay caso, a Carlón le cuesta aceptarlo.
El Yacaré acompaña a Maschio al fondo del club.
La cancha de bochas vacía les devuelve una humedad sombría.
El Yacaré sabe que Maschio lo trajo para contarle algo malo.
Entonces espera con resignación lo que le está por decir Maschio. Pero Maschio se demora, arrastra sus alpargatas, se rasca la pelada y toma el vino.
Deja el vaso y con la pala puntea la tierra a un costado de la parrilla.
Hunde la pala y observa el terrón de tierra.
El Yacaré se impacienta.
- Dejate de joder con la tierra Pelado. Vas a cagar la achicoria y la escarola que plantamos.
-Nos rajan, Yacaré, nos rajan. La contra nos raja. Quieren las llaves del club.
No le dice nada a Maschio cuando vuelca toda la damajuana de querosén en la tierra.
-Ni rabanito le va a crecer a esos hijos de puta.
Ahora sabe por que, el pelado Maschio, hace lo que hace.
No necesita más explicación. Iba a suceder.
Caído el general, la contra avanza sobre el club.
El club de los peronistas.
Carlón los mira entrar de nuevo. El Yacaré es otro de los que sabe que está por pasar con el club.
Se arrima al mostrador y Pichuquito le sirve más semillón.
-A que hora llegan esos turros- dice el Yacaré-
-A la ocho –responde Carlón.
-A las siete y media -corrige Pichuquito con su voz gangosa.

Carlón oculto en algún punto de la selva misionera.
El Pelado Maschio con su hermana en Bahía Blanca.
Romano en Orán.
Mi destino en cambio es el monte tucumano.
El sol de Simoca es una gata peluda prendida al cuero.
El vino ayuda a clarificarme en este infierno. No así la yerba. Deplorable en todo Tucumán.
Igual chupo de esta calabacita a la sombra de las plantas.
Recién largo con el tinto a eso de las ocho.
Chupo y pienso. Pienso y chupo.
Hasta que de tanto chupar el pensamiento me deja.
Nunca pensé que iba a ser Pichuquito el que haga lo que hizo. Nunca imaginé que Pichuco, -el chico salvado de la polio, el muchachito que apenas podía caminar hasta que Carlón lo llevó al club y lo hizo caminar sobre la arena de la cancha de bochas, el pibito abandonado por sus padres y crecido al amparo de las más humildes pero generosas familias del barrio- fuese capaz de matar.
Me lo podía haber imaginado a Maschio. El pelado cumpliendo ordenes del Movimiento. Sacar su bufo de la cintura. Burocrático y frío. Implacable a la hora de cumplir ordenes desde la capital. A la cabeza del cura, a la cabeza del intendente, a la cabeza del taquero, a la cabeza de toda la corte que venía a quedarse con el club.
Me lo podía haber imaginado al turco Romano, su sensibilidad prepotente, su despecho irredimible ante el golpe, arrancar con el patrio, con la tarasca, tirar puntazos a diestra y siniestra, dándole rienda suelta a su destreza de matarife hasta que algún milico lo baje de un disparo.
O a Carlón, emotivo, igual que Romano pero más cuidadoso de su humanidad, parapetandose atrás del mostrador de la cantina deshinchando la carabina de plomo, darle y darle hasta que se acabe.
Yo mismo, el Yacaré Zambrano, batiendome a cuetazo limpio con los contreras. Pero Pichuco. Nadie pensó en el pobre sonsito.
De donde habrá sacado el tanque de gasoil.
De donde habrá sacado la idea de cubrirlo con un mantel y ponerle un florero con violetas arriba para que nadie ni nosotros, obnubilados bajo un manto de tristeza y desesperación, nos demos cuenta.
De donde habrá sacado el ímpetu claro de sus indicaciones para decirnos que rajemos, que nos escapemos por el patio. Su media lengua, sus ojos abiertos, sus cálculos matemáticos para que todo salga como lo tenía pensado.
Cuanto tiempo pensó Pichuco antes de estirarle con teatral amabilidad las llaves del club al cuervo y al taquero, antes de frotar la carusita contra su pierna y arrojarla dentro el tanque de gasoil.
Antes de gritar viva Perón carajo y volar él mismo, con toda la contra como pájaros calcinados por el techo del club.
Imagino tu cuerpo quemado Pichuquito, quemado y contento, en constate elevación hacia el cielo.

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