Faltan dos cuadras para llegar a lo de Walter.
Mientras camino busco en mi propio google : fiera, gladiador , pelea y decadencia hasta que llego a cierto enlace.
Los tigres cuando envejecen pierden fuerza para enfrentarse a otras fieras. Es el momento en que buscan volverse invisibles para el resto de los animales esperando la muerte en las adyacencias del hábitat selvático.
Walter me abre la puerta. Chocamos los pulgares, un viejo código de amigos que parece no olvidar.
Su leyenda se forjó hace tiempo. En todos lados se hablaba de las peleas de Walter. Ya sea reunidos en torno a un flipper, en el patio del colegio, en los bancos de la Plaza San Martín o bajo las arcadas de La Recova.
Los domingos nos reuníamos alrededor del Eigh Ball Deluxe a comentar las peleas que Walter había protagonizado la noche anterior. En algún momento alguien acerco el siguiente dato: en los que iba del año Walter había peleado todos los sábados. No había pasado un fin de semana sin que estropeara con más o menos trabajo a alguien.
Miro la habitación de Walter, un póster de los Stones que lleva más de una década en el mismo lugar, un gorrito de River y en la mesa de luz, bajo una lámpara echa con una botella de ginebra Bols una biblia pentecostal.
Walter está cansado. Se recuesta sobre la cama, saca de su jean un billete de veinte y me lo da.
-Después te doy lo que falta, dice.
Le respondo que no se haga problema.
Nos quedamos en silencio. Walter mira una foto de su hijo. Me siento en la ventana e intento prender un pucho.
Conocí a Walter a fines de los ochenta en las clases de Educación Física en el Nacional. Con el tiempo llegamos a ser amigos. El como yo, llegaba temprano al Club Comunicaciones se apoyaba en la barra y pedía una cerveza de litro esperando la noche. Yo respetaba y admiraba a Walter por sus proezas de peleador.
Un tipo callado Walter, así que apenas hablábamos en la barra del Comu. Algún que otro gesto antes la intervenciones intempestivas de Elsa. Temía cortar lo que sospechaba una especie de concentración que Walter de un modo oriental practicaba antes de que la noche oscurezca la calle y su fuego de gladiador le ordene salir a pelear. Así que callados esperábamos que lleguen los amigos.
Walter se rodeaba de pibes de clase media alta. Estos suscribieron a su amistad porque les caía bien pero más que nada para que esté con ellos en el momento crucial de las peleas.
El origen humilde de Walter no impedía que forme parte de su grupo selecto. Siempre andaba empilchado a la moda. No desentonaba para nada de sus amigos ricos. También formaba parte del equipo de rugby de la ciudad, lo que lo jerarquizaba aún más entre sus amigos.
Fue en el contacto con aquella gente que pulió su lenguaje, adquirió sus giros y frases y comenzó a conocer las costumbres que regían la vida de los pibes con plata.
Trato de imitarlos en todo. Adidas digitales, Pepsi inyectable y toda la parafernalia de marcas que a esa altura del siglo se iban convirtiendo en el pasaporte sin el cual era imposible ingresar al mundo adolescente.
Nunca estudió, los libros le causaban náusea. Solía irse cuando alguno se ponía a hablar sobre sus estudios. Esto no quita que llegado el momento de comenzar la universidad, Walter no se haya hecho un lugar en alguno de los grupos .Con la excusa de inscribirse en la carrera de Veterinaria, pasó un tiempo en Buenos Aires.
En los largos días en la Capital, mientras vagaba por calles desconocidas, conoció entre putas y whiscola, el amargo y saturnal sabor de la cocaína. Aprendió que no era buena compañera en las peleas. Duro, era incapaz de sacar de su brazo el golpe demoledor que lo caracterizaba, se sentía maniatado cuando tomaba merca, prefería sentarse tranquilo en un bar -si era posible en la vereda- y silbar melodías bluseras o imitar el punteo de una guitarra de una banda de rock. Aprendió además que la frula, tejía fuertes redes con los chicos que a esta altura le bancaban el departamento. Walter se hizo dealer del grupo. Ahí dejó de tratarse con varios amigos caretas que lo condenaban a él más que a ningún otro, por drogarse y por ser el responsable que los demás hayan entrado en la joda.
No estoy para narrarles la vida de Walter, sino para evocar su arte, su forma de derribar de un golpe a sus rivales o víctimas, lo mismo da en el caso de Walter. Uno o dos golpes, eso bastaba, lejos estaba Walter del histérico frenesí carnicero con que algunos se encaraman sobre su rival, pegando innecesariamente y con una especie de ataquecito de nervios. Walter era una cobra, acomodaba su cuerpo y disparaba, como la mordida mortal de la serpiente, un bollo letal que derrumbaba al que tenía enfrente. Nunca más vi algo parecido.
Narrar una de sus peleas es tal vez narrarlas todas, la misma pegada, la misma destreza, el mismo final. Un extenso catálogo: en el Club Solbaid con un vaso de Cinzano en la mano golpea a un tipo mucho más grande; en la cancha de la Liga, espalda contra espalda con el Loco se bate ante por lo menos treinta hinchas de San Nicolás; un 21 de setiembre muele a palos en la puerta de los Bomberos a dos milicos cabeza de tortuga que lo querían llevar; la pelea con el gendarme; la interminable saga de peleas contra los Santana y los más grossos representantes del Barrio San Martín; el día que en la puerta de Progreso llevó a trompada limpia a un famoso guitarrista hasta la puerta de Clan; la famosa pelea con lo porteños en LeFront; la noche que toco Rata Blanca en el Ateneo contra un empleado bancario que perdió el tabique para siempre; la navidad en Jucalá donde en un estado total de embriaguez bajó de un mazazo a un patovica que no lo dejaba entrar y lo terminó meando en el piso; la fantástica madrugada en la estación donde desmoronó a un invicto de Luján; la difícil parada contra los hinchas de Morón, arriba del tren; el día que en la Plaza San Martín estuvo más de media hora para acabar con el Pitufo hasta que lo hizo comer pasto de los canteros, la noche después de perder la final del mundo con Alemania en el 90 cuando liquidó de un solo golpe en el Paty a un puntero que lo había acostado con un bagullo de faso. Las peleas se me transpapelan, gotean su hilito de sangre, me muestran su diente roto.
La tarde parece emitir un mugido cenital, el gris del cielo no puede ser otra cosa, que el fermento de una tormenta del carajo a punto de desguasarse como una máquina de hierro sobre la ciudad.
Walter oprime las teclas del control remoto. Pasa de los Simpson a las carreras de caballos, de Pulp Fiction a la CNN, nada parece atraerle, no habla.
Con una caja de John Player Specials termina una tuca. Mira a Homero, la cara amarilla de Homero, llorando ante la mirada esquizoide de Bart y Lisa, su rostro se mimetiza con la expresión del dibujo, parece conmovido. Balbucea algo indescifrable cuando Uma Thurman hunde su cara en heroína y se dispone a bailar. Me pregunto si sabrá que me encuentro sentado en la ventana viendo como se viene abajo la ciudad. Walter parece fuera del mundo aunque una especie de tensión recorre su cuerpo y es esto lo que lo ata a la tierra, ese malestar parece lo único humano que poseyera, lo demás se diluye como un elemento volátil.
Le digo que el negocio va a dar para más, que para comienzos del verano viene una partida muy buena de China y que vamos a trabajar juntos. Saca del pantalón un billete de cien y me lo arroja.
-Tomá empresario del orto, me dice fingiendo molestia.
Que lejos Walter de la noche gloriosa, de las batallas en los bares y en los boliches bailables donde te erigías como un coloso, un superhéroe invencible y mitológico de las páginas de Nippur o Dartagnan, rompiendo dentadura y amoratando ojos como si firmaras obras de arte. Que mística creaste a tu alrededor, hasta te volteaste lindas minas con eso de ser el más duro. Y ahora la desolación, la vida a la deriva, la miseria y el desprestigio. El viejo tigre de bengala buscando esconderse entre el follaje, buscando en la playa oscura de esta pieza la negrura que te devore.
Desde que sus viejos compañeros de ruta se perdieron en el laberinto de crear una familia y alimentarla, Walter se quedó más solo que nunca. Arruinado y triste. Incapaz de pegarle a una mosca me dicen los que aún tratan con él.
Hacía casi cinco años que no veía a Walter. Sabía que tuvo un hijo y que la madre del pibe se lo llevó lejos. También sabía que andaba en juntas raras. Grupos distintos a los que solía frecuentar. Absolutamente distintos. Apremiado por la miseria había conocido a los chorros y otra vez volver a empezar, empezar de cero porque si bien en el nuevo ghetto algunos lo conocían, para la mayoría era un don nadie. Los pibes de las nuevas bandas eran más chicos que Walter. Cuando él se dedicaba a arrancar cabezas en la puerta de “Deva” estaban mangando por la calle o aprendiendo a lustrar zapatos con Jacobo. Walter para renovar su chapa de pesado, tuvo que demostrar, ante toda la pendejada, de que tenía la locura suficiente y los huevos bien puestos para hacer cualquiera. Empezó cortando estéreos en el centro, por cada aparatito le daban diez pesos, salía a la tarde cuando la gilada deja los autos estacionados mientras se pavonean con algunas vidrieras, con el Tarántula y Ronaldo, dos ratitas ligerísimas, decía Walter. Ya no se lo veía en el centro, los días de semana era habitual verlo bajar, a la hora de la siesta, hacia los barrios más alejados de la ciudad. En estos lugares tuvo que volver a imponer su ley, la de los puños cerrados cargándose un puñado de dientes. Sus nuevos compañeros tenían enemigos en el barrio, así que a ir a buscarlos y ponerlos en órbita. Con un par de bifes y algunas apretadas a delimitar el territorio. Se podría decir que Walter ejercía un poco el papel de hermano mayor de estos pibes. De a poco como con sus viejos amigos ricos Walter se hacía querer. Pese a la extrema sequedad de su carácter Walter estableció fuertes relaciones. En los primeros tiempos con los chorros se sintió de manera extraordinaria, los episodios que vivía lo iban remontando a sus primeras salidas al centro. Todo nuevo, a estrenar, los sopapos y la admiración, las victimas y las reverencias, la sangre y el respeto. Walter tomó como modelo su experiencia pasada y recurría a estrategias que le rindieron buenos frutos. Salir a pelear con un encendedor entre el índice y el mayor para sacar chispas a cada trompada, elegir de vez en cuando alguna presa fácil para acumular victorias y mantener la vigencia, tildar a los rivales duros de putos garroneros y demás artimañas del decálogo del peleador callejero. Lo que lo deprimía era el recuerdo de aquellas vueltas victoriosas, después de alguna pelea en la puerta del paddle de la 18 y 25 o en el club Mercedes, ya no volvía a festejar con champán a “Los bajos de Torroba” ni a alguna quinta donde entre porros, cerveza “Corona” y discos de Pink Floyd devoraban inmensos sanguches de jamón crudo y queso para luego tirarse a la pileta. Ahora tenía que conformarse con vino de caja y Roypnhol en la pieza de alguna vivienda humilde con el chiquichiqui de la cumbia martillándole el cerebro.
Cuando se acomodaba en la silla y le echaba mayonesa a un endurecido nudo de polenta, echaba de menos aquella época. Puta nostalgia, hasta que Ronaldo lo sacaba de esa marea peligrosa con alguna gansada del momento como pedirle un cigarro por quinta vez en media hora.
Son la diez de la noche. La tormenta amainó. Tengo que llamar a Clara pero el estado en que lo encuentro a Walter y este maremoto de recuerdos, la manera en que intento recomponer este requiem para un gladiador callejero, me frenan, me inducen a armar este rompecabezas de otro modo. No quiero un archivo policial, solo busco llegar al corazón de los derrumbes, al fotograma abisal que revela la profundidad de las caídas.
Me quedo con Walter, con esta bola fofa que antes fue una catapulta de bollos, con el rudo mercenario de causas prepotentes devenido payasote descerebrado.
-Te acordas Walter de la pelea con el Paraguayo, le digo sabiendo que trasladarlo al pasado puede irritarlo.
Necesito que Walter hable. Que me transfiera su experiencia para darle fin a mi aventura de redactar en doscientas líneas la biografía de unos puños.
Bebe del pico una gaseosa barata que tiene en el piso y me mira con odio. La del Paraguayo fue la pelea de su vida y la única que no terminó en victoria.
El Paraguayo media casi dos metros y pesaba más de cien. Llegar a rozarle la cara era un sueño.
Walter apareció por la Veinticinco, como viniendo de Oykos. El Paraguayo lo esperaba en lo de Magadán.
En la esquina de Ricca se trenzaron.
Era imposible detener al Paraguayo pero Walter lo hizo, lo madrugó con un uno-dos que hizo zozobrar al gigante. Creo que todos rugimos de emoción.
Luego el embate fatal del Paraguayo, furioso, imparable como una carrada de músculos grasientos bajando por una pendiente, se llevó puesto a Walter con el pecho y lo aplastó primero contra un árbol y después contra la vidriera de Morrone. Cortado por las astillas de vidrio, Walter quedó tirado entre los lavarropas. Malas artes las del Paraguayo. Mucho huevo y pegada en Walter. Es por eso que a pesar de terminar hospitalizado esa noche no se cuenta como derrota.
El odio de los gestos de Walter. Busca en el vértice del techo el canto de una araña que le traiga a la memoria su epopeya. Bebe otro trago de ese jarabe asqueroso y me dice que los volantines con cabeza de Peter Pan se venden más que los de cabeza de Sherk y que en la heladera hay huevos duros, que los traiga, mientras toma la biblia pentecostal como un juguete y pasa sus hojas detenidamente como acariciándose los dedos.
Walter devora media docena de huevos duros de un color verde oscuro, traga, engulle como un ser animalizado, bebe gaseosa y eructa complacido.
Vuele a echarse en la cama a mirar el techo. Una costumbre que adquirió en la cárcel, contemplar fijo un punto incierto con el único fin de que las horas pasen.
Cuando cayó en cana, yo estaba por salir con Clara rumbo a Ciudad del Este. Fue un domingo a la mañana. Era previsible. Walter venía bardeando mal. De atraco en atraco. Era previsible que lo fueran a poner. Y como siempre sucede lo agarraron por una boludez, si se tiene en cuenta que venía deslizandose por una cornisa de gran altura. Venía caminando por la 17 con el Pantera y al pendejo se le ocurre, sin avisarle, boletear un kiosquito con tanta mala leche que el viejito del kiosko tenía un treinta y ocho con soltura los cagó a corchazos a los dos. Dos hampones detenidos por un septuagenario, titularon los diarios al lunes siguiente.
Walter hasta las manos.
En cana y con un tiro en el páncreas.
Decir que fueron los momentos más duros en la vida de Walter sería redundante, pero para mí que trato de hallar un mono verde en la penumbra, este suceso tiene cierta utilidad para mi fútil compañía de investigaciones existenciales.
Walter jamás contó como la pasó en la cárcel, dentro del condenado templo. A simple vista descubro que la biblia y los tatuajes (cinco puntos en el dorso de la mano y una espada clavándose en un ojo) tienen su origen en la desolación de la tumba.
Rememoro algún relato de un amigo en común. La llegada de Walter a la cárcel debe haber sido, no un infierno, sino algo que subyace a la flamígera planta, un poco más abajo todavía. El disparo en el estómago todavía ardía, seguía haciéndole vomitar bilis. Así llegó al inframundo del encierro. Reducido totalmente en sus posibilidades.
No quiero como el mismo Walter, saber más nada de lo que ocurrió en Caseros.
No obtengo más que una caricatura aciaga aguantando el rumbo psicópata de una población de lobos dispuestos a masticarse hasta el último tendón.
Me consuela pensar que pese a la disminución física de Walter más de uno habrá ido a enjuagarse en los piletones de la unidad, la sangre de la jeta.
Cuando salió en libertad lo primero que hizo fue jurarse no volver jamás pero la vida le seguía confirmando que su existencia, ahora más que nunca, olía a inexorable marginalidad.
Un hecho voy a destacar. Un hecho que motivó mi reencuentro con Walter.
Después de la cárcel Walter no quiso ver a nadie conocido. Intentó irse lejos pero sin dinero le fue difícil, así que a volver a recalar en el viejo Mercedes, el repetido escenario de sus aventuras y desventuras. Entró a La Taberna ostentando una herida que le surcaba el pómulo. Es difícil entrar a un bar y ver que ninguno de los concurrentes es amigo, ni siquiera conocido. El bar en estas circunstancias suele volverse un ambiente hostil. Esto seguramente influyó en Walter esa noche. Se fue cargando de negatividad. Ni el fernet con soda podía disolver esa carga. A su alrededor el carnaval de rostros desconocidos, que fantasmalmente lo desafiaban.
No tardó en suceder lo predecible. Una disputa vulgar por el espacio de la barra a esa altura de la noche abarrotada de pibes que hacían sentirse viejo a Walter. Uno de ellos le ganó el lugar en la barra. Walter quedó boyando entre un maremoto de pendejos. Aturdido y molesto le pegó un cachetazo de atrás en el medio de la oreja al que le había usurpado el lugar. En instantes uno de los amigos del golpeado, salto a defenderlo. Walter lo reconoció a primera vista. Luquitas el hermano más chico, de Augusto y Dani, los hijos del juez por los que tanto había saltado en sus épocas doradas de gladiador callejero. El chico de menos de 18 años, al que Walter le había regalado cuando tendría cuatro una camiseta del Nápoli, no lo reconoció.La adrenalina le jugó una mala pasada a Walter. Lejos de embravecerlo y activarlo lo condujo al miedo y al desconcierto. Se le contrajeron por un segundo los músculos. Fue la ocasión del pibe para amasijarlo. Con esa contundencia juvenil que Walter supo tener a los quince, lo destrozó de tres arteras trompadas. Ojo, boca y un remate en la sien.
Cubrieron el rostro de Walter con su propia campera de jean deshilachada como a un muerto y lo sacaron a la vereda como una bolsa cargada de basura.
Imagino la escena y se me contrae el pecho.
El plano final de un film horrendo que protagonizara Walter donde todos se levantan llorando de sus butacas e incendian el cine porque un gran peleador no puede terminar así.
Esta escena me acerca a la devastación a la que estamos sometidos, a la corrupción diaria de que somos objeto, a la erosión que los días van imprimiendo en nuestro ser hasta convertirnos en un viscoso elemento de la decadencia y la vejez.
La caída de Walter es la muerte inevitable, el sucedáneo inminente de la vida. Por eso nos atrae y nos aterroriza.
Como si observáramos atentamente en el cauce de otras vidas, nuestro propio final, como si nos anticipáramos a ver nuestro propio rostro mordiendo el polvo.
Walter parece adivinar mis pensamientos. Advierto que se ha dado cuenta de cada una de mis apreciaciones.
Sus ojos conviven con la penumbra que se desprende de la noche tormentosa. Vuelve a mirarme como hace un rato con odio frío. No puede soportar lo que yo pienso de él. Pone en marcha todo los volantines que hay sobre la mesa, los va sacando de las cajas y uno a uno los pone en funcionamiento, su rostro como hace un rato no puede sostener las energías del odio y se vuelca a una expresión difusa que mezcla la diversión infantil con un aire criminal de dibujos animados. Sigue sacando volantines y largándolos a volar en la habitación, el zumbido de los aparatitos chinos es insoportable. Cabecitas de Sherk, cabecitas de dragón, cabecitas de Barbie, de Peter Pan, de Barnie, de las Supergirls y de Osama Bin Laden sobrevuelan la pieza, rebotan contra el techo y vuelven a bajar, fuera de control y enloquecidas circundan a Pus y a mí situándonos en un cuadro ridículo, la hélice descontrolada de un volantín cabeza de Messi, hiere mi cuero cabelludo, Walter ríe con malicia. Quiero gritarle que se deje de joder, que deje de largar esos muñecos de mierda al aire pero mi voz se encuentra paralizada. Por la ventana una insólita delegación integrada por Obama, la tortuga Donatello, Britney Spears y Chaplin se escapan para perderse en el fin de la noche. O en el comienzo. Nunca se sabe.
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