21.12.09

Isberga en el bosque


El bosque, el monte o como quieran llamar a este infierno por donde camino no es tan encantador como sugieren los cuentos infantiles de hadas. Menos en guerra. Ni que decir sola y sin gps. Sin nada que ayude a encontrar el campamento.
El bombardeo dispersó a mi grupo. Las explosiones nos obligaron a correr. Unas huyeron colina arriba. Otras intentamos llegar hacía el bosque. Creímos que la vegetación nos ocultaría y nos cubriría de las bombas.
Llegué sola. Todas mis compañeras quedaron en el camino. Destrozadas por las H21. Sombra y desolación flota en el aire.
Acabo de reunir sus restos y de enterrarlas a todas en un mismo pozo.
Antes retiré sus tarjetas de identificación, sus cantimploras y oré.
Una canción de Radiohead que habla de la muerte. Una buena oración para una ocasión semejante.
Vuelco una de las cantimploras sobre mi cara. Un derroche, lo sé; pero necesito estar bien. El agua corre sobre mis ojos y mi boca. Barre mis lágrimas. Intento borrar toda sensación de agobio y de muerte y me lanzo al bosque con el resto de fuerza que me queda.
Con una rama recojo mi pelo. Quiero sentirme cómoda para sortear el bosque.
Las enredaderas caen y forman cortinas impenetrables. Poco y nada haré con mi cuchillo. Busco un sendero. Dudo que alguien alguna vez haya cruzado este parque endemoniado dejando algún camino marcado.
A los pocos pasos lo compruebo. No hay rastros humanos en este infierno verde. Si decido abrirme paso con el filo del cuchillo, moriré de hambre o de angustia.
Detrás de una planta de hojas amarillas está la entrada. Agacho la cabeza y entro.
Alguien podría decir que acá adentro todo es maravilloso. Fuck you.
Las últimas luces del día tiñen de un color especial la vegetación. El verde es azul y los tonos oscuros de los troncos se abrillantan. Pero no estoy para la contemplación estética. Solo trato de sobrevivir.
Me adelanto con cuidado, casi en puntas de pie, como si entrara a la habitación donde alguien duerme. No quiero que el crujido de mis pasos sobre la hierba atraiga a ningún animal. Aunque sé que el olor de mi cuerpo ya debe estar en sus narices. Help Bagheera. Help Loro pelado. Help tío Horace.
El suelo se precipita en forma de pendiente y mi paso se acelera. Las ramas azotan el cuerpo y trastabillo. Una espina se mete en mi pie de lado a lado. Sangro.
No siento dolor, ni me impresiono.
No puedo darme ese lujo.
De un tirón saco la espina de mi pie. No tengo tiempo para aliviarme. Detrás de un macizo de flores carnívoras alguien sale y me apunta.
Es raro pero tampoco me impresiono ni siento miedo.
Espero que accione su arma. Que termine conmigo.
Matar o morir es ley de guerra.
Antes de disparar, el arma se atasca y sus ojos celestes enloquecen.
Ella mira su arma. Después a mí. Su arma y yo. Su arma y yo.
Arroja el arma a un costado y se acerca.
Tenso mis músculos y me preparo para pelear pero el paso de mi enemigo acercándose no es amenazador. Todo lo contrario. Levanta las manos a media altura. Muestra que no quiere dañarme. Cuando está más cerca me dice que extienda el pie. Rápido, dice. Saca un frasco y lo vuelca sobre la herida.
-Una espina de halex. No te preocupes, el cicatrizante corta el efecto del veneno.
Ahora si me duele.
-¿Como te llamás?
-Isberga, dice -mientras venda mi pie con la musculosa que termina de sacarse.
Ninguna dice nada acerca del instante que pasamos.
Ambas entendemos que son cosas que suceden en una guerra.
Matar y morir.
Miro su cuerpo desnudo. La piel blanca y vulnerable donde estuvo la musculosa, los pezones azules que se contraen y se endurecen con el roce del aire.
-Me adelanté a mis líneas para sondear la zona. Acabamos de tomar el acuífero- dice Isberga.
Me lamento por los miles de compañeros que cayeron ayer en la defensa del acuífero.
Me pregunto si la situación de mi pie hace que Isberga me considere una prisionera.
Pero no. Me manejo con libertad y hasta conservo mi cuchillo en la cintura. Podría matarla cuando me da la espalda. Sacar el karembit y hacerle una herida tremenda. ¿Acaso no es mi enemiga?
Se adelanta y la sigo. El pie me duele. Isberga retrocede, pasa mi brazo sobre su hombro y me ayuda a caminar.
Le ofrezco mi chaqueta. Pero me dice que no me preocupe, que está acostumbrada a andar desnuda.
Con el brazo libre corre el cortinado de enredaderas. El roce rasguña sus antebrazos. Me sigue arrastrando hasta que llegamos a un claro. Juntas miramos el cielo. Lo poco que se ve entre la techumbre espesa de las plantas. Un círculo celeste que nos llena de aire. En pocas horas no veremos nada.
Isberga busca troncos para encender fuego. La miro desde el lecho de hojas que improvisó para que descanse.
Isberga tiene la tensión del alambre y la belleza de un felino. Trepa a los árboles en busca de ramas. Me observa de lejos. No me vigila, me cuida. Se quita el casco y un torrente de pelo amarillo cae sobre su espalda.
Mi pie se inflamó. Isberga me dice que lo acerque y con sus pulgares presiona la planta del pie.
- Estos masajes lo van a descomprimir.
De la cintura desprende un jarro plegable, lo llena con hojas que selecciona con rapidez de un arbusto cercano y lo calienta sobre las llamas.
Tomamos algo espeso y dulce.
Nos pasamos el jarro. Le digo que está rico. Que yo no sabría que hojas agarrar para prepararlo.
Isberga ríe.
Me dice que trabajó en la herboristería de su madre.
- En una herboristería ?- le pregunto solo para estirar la conversación, para estudiar que tipo de relación intenta fijar conmigo
- Fui varias cosas en mi vida.
Lo dice sin presumir de nada. Más bien para señalar el modo errante de su personalidad.
Por primera vez los hombros de Isberga se relajan. Ya no están tensos. Ahora caen con el peso lacio de sus brazos.
Isberga mira alternadamente el suelo y mis ojos cuando habla. Se toma las rodillas con los brazos y se balancea sobre el tronco donde está sentada. Los rictus de la guerra desaparecen de sus gestos. Parece una chica común relajándose mientras toma tragos con sus amigas.
Dejo paso a un silencio expectante para que Isberga siga contando.
- Varias cosas. Agente literaria por ejemplo.
- Guau.
- No terminaron por aburrirme los escritores como suele suceder sino que una mañana lo descubrí.
- Que descubriste.
- Que la literatura no es un vasto universo como proclaman sino un pequeño y perdido paisito.
Por los ojos de Isberga se que no hubo tal mañana reveladora de la exigua geografía de la letras sino que todo fue un largo y pesado proceso que conllevó pena y desconsuelo.
- Supongo que después de eso te habrás dedicado a la filosofía.
- No, si la literatura es un paisito, la filosofía son las gafas negras de un ciego.
- Algo donde no haya que pensar ?
- Algo así.
- Camarera.
- Más o menos, actriz porno.
- Guauuuu.
Las manos de Isberga enlazan la taza. No se si busca calor o lo hace por nervios.
Arrojo algunas ramas secas para alimentar el fuego.
Quiero que Isberga se haga una idea de quién soy. Le cuento que hasta hace poco fui baterista de una banda de reggae. En el último disco, David Byrne grabó voces para una canción.
- Estuvieron con David?
- No, nos mandó todo por Internet.
- Mamá adora a los Talking Head.
- La de la herboristería?
- Sí
- Yo nunca trabajé. Siempre me bancó mi padre. Me falta una materia para recibirme de Licenciada en Artes Escénicas.
Me da vergüenza lo que le digo.Al lado de Isberga parezco una pelotuda
- Que es lo peor de ser una actriz porno?
- La leche en los ojos.
- Humillante.
- No, arde.
No se si reirme o qué.
- Los cuerpos también son pequeños paisitos, no?
- Con muy pocas excepciones.
Isberga me pasa el último trago. Sus dedos rozan la palma de mi mano. Sus dedos son suaves.
- Daría cualquier cosa por un tubo de pasta dental, le digo.
Puedo ver los ojos de Isberga apenas iluminados por el fuego. Sus pupilas dilatadas me hacen pensar que las hierbas que tomamos podrían ser belladona.
Me dice que la espere.
Le digo que no me deje sola.
Pero ya es tarde. Isberga desapareció.
Enseguida vuelve con algo en sus manos. Parece una iguana. Pero es una masa vegetal que sacó de lo alto de un árbol como si fuera un nido.
-Savia de kuvay. Un excelente dentífrico. Lo usaron los mayas, explica.
Hace señas para que me siente en el mismo tronco que ella. Me ayuda a levantarme. Todavía me duele el pie.
Separa la savia con sus dedos, la pasa con velocidad sobre el fuego y me dice que abra la boca.
Sus dedos entran en mi boca. La materia gelatinosa
roza mis labios y luego los dedos de Isberga frotan mis dientes. Busca los trozos de kuvay que resbalan por mi lengua y los pasa con suavidad por mis dientes. Sus cinco dedos están en mi boca. Su pulgar fricciona parte de las encías donde se enclavan las muelas y con los demás frota los dientes superiores. Su cuerpo se pega más al mío. Su aliento es rápido. El pulso de todo su cuerpo se acelera. La sangre hormiguea.
A mí me pasa lo mismo.
Quiero hablar pero la mano de Isberga dentro de mi boca lo impide. Con mi lengua busco sus dedos. Debe sentir un cosquilleo caliente en cada uno de ellos. La caricia de los peces cuando nada desnuda en el río. Saca su mano. Pasa por mis labios los restos de savia. La primera bocanada de aire que entra a mi boca me aleja de la asfixia que me provocaba la mano de Isberga metida en mi boca. Necesito que ella siga controlando mi entrada de aire. Ahora lo hace con su boca dibuja círculos sobre el circulo de la mía. Los restos de kuvay sobre mis labios lubrican las succiones. El frotamiento de las bocas entre la savia despide un intenso calor. Isberga varía la intensidad de sus succiones hasta sacarme un gemido que se pierde en lo profundo del bosque.
Hace girar mi cuerpo hasta que mi boca siente el vello de su entrepierna. Piso hojas secas y húmedas para afirmarme de espaldas al tronco y las fuerzas de la naturaleza en toda su plenitud suben por mis piernas.
Su sexo tiene un sabor joven, a sundae de durazno. No sé que sabor encontrará ella en el mío.
Siento siglos en horas. Todo es lento.
La luces rojas del día comienzan a filtrase por las ramas.
Ninguna durmió. Solo dejamos descansar nuestras cabezas ella sobre vi vientre y yo sobre el suyo. Pero nuestros ojos no se cerraron. Querían registrarlo todo. Todo lo que sucede después. Todo lo que subyace como un mineral precioso en el centro de las tempestades. Quería sobre todo darle una vida intensa a esta tregua. Nos olvidamos de la guerra. Sólo un momento. Después solo recordamos amigas muertas en combate.
Isberga busca su cantimplora y me dice que tenemos que seguir. Mi pie esta mejor. Camino a la par de Isberga. Hasta puedo saltar las raíces altas de los árboles.
Después de varias horas de caminata mis ojos divisan una antena de transmisión. Sé que es mi campamento.
También ella lo ve.
-Tenés suerte, me dice.
No le contesto.
¿Suerte de qué? Es lo que tengo ganas de decirle, pero no le contesto.
-En menos de dos días estarás con los tuyos. La antena te va a guiar. Avanzá de noche y descansá de día para que el sol no te consuma. Racioná bien el agua.
Mi garganta se anuda. Por primera vez me pregunto quienes son los míos.
¿Hasta cuando caminará Isberga a mi lado?
Dentro de media hora habremos atravesado el claro. Isberga no tendrá más remedio que seguir huyendo por el bosque.
-Por qué? Le digo tratando de sintetizar todo lo que ahulla dentro de mi cabeza.
-Porque siempre las cosas son así. Es la respuesta inmediata de Isberga.
Siento un golpe detrás de mi cabeza. Un golpe dado por quién sabe golpear sin dañar, solo para paralizar el cuerpo del adversario. Aikido o algo así.
Cuando me recupero los muslos de Isberga traban desde la espalda mi cuerpo. Mi boca esta apretada contra un macizo de tréboles.
Saca el cuchillo de mi pantalón y lo apoya bajo mi nuca.
Intenta que su respiración agitada no se note.
Quiero hablar pero no puedo. Isberga presiona mi cabeza. Cada vez más cerca el sabor verde y picante de los tréboles entra en mi boca.
Pero no es matarme lo que pretende.
La hoja del cuchillo no penetra por en mi cuello sino que se desliza con delicadeza.
Apenas percibo los cortes que me produce Isberga. Trazos fríos que erizan mi piel.
Al fin y al cabo no son otra cosa que caricias.
Termina el último trazo y me suelta. Tira las dos cantimploras al lado de mi cabeza. Lo que no puedo ver es el rostro de Isberga. No lo veré nunca más. Su espalda, su pelo rubio cayendo en torrente sobre su espalda es lo último que veo de ella. Isberga corriendo. Isberga perdiéndose entre los árboles.

En el campamento las chicas me reciben jubilosas. Destapan las últimas botellas de licor que quedan. Cortan el pollo frío en trozos pequeños y lo untan de ketchup.
No pueden creer que este viva.
Antes de dormirnos le pregunto a Dana, experta en idiomas, si sabe que escribió Isberga en mi nuca.
-Parece un ideograma chino, pero no lo es. Si lo tomamos como un mero dibujo pareciera un corazón deshecho. Y larga una carcajada como si esto no fuera posible.
Apoyo la cabeza en el neoprene de la carpa. Se que estoy en la víspera de una serie infinita de sueños.
Dana me pasa la minipalm. Me dice que me apure que la señal de Internet se cortá rápido. Busco en Facebook. Nada. Una pendeja boluda que se da en llamar Giselle Isberga. Google tampoco. Sólo la etimología del nombre: la que porta la espada en la batalla y Santa Isberga patrona de… No alcanzo a leer la señal se corta, todo es oscuridad en el campamento y Dana no conoce la hierbas para preparar un te. No trabajó en una herboristería.

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