16.10.09

Todo lo que necesitas es amor



Ahí estaba. En el bar. Con una cerveza en la mano.
Miré hacia el fondo de la barra y pedí hielo.Alguien con cara de pocos amigos se levantó y me dio uno.
-De donde sacaste hielo, mi cerveza también está recaliente- me dijo alguien desde atrás.
Escuché por primera vez la voz de Bárbara, una voz suave y agradable con algún dejo de niñita. Pedí otro hielo.
Busqué que algo de luz ilumine a Bárbara. Se había quedado cerca, a dos o tres pasos. Una forma de agradecimiento, pensé.
Por conseguirle el hielo. Eso sería.
Uno de los reflectores dio sobre su cara.
Sus ojos eran verdes y sus cachetes estaban salpicados de pecas.
Las trenzas le apretaban un pelo largo y cobrizo.
Desde sus ojos partía algo límpido. Eso me sedujo.
Hizo que la noche comience a girar en torno a ella.
-Venís siempre, no -
-Si desde que corté con mi última novia, vengo siempre.
-Yo también, me gusta el ambiente familiar de los chicos de la universidad. No me banco a los caretas.
Pedí dos patys y no fuimos a sentar.
Desde el primer momento Bárbara insistió para que bailemos pero
no accedí hasta casi una hora después.
Su cuerpo bailando en la oscuridad del salón hacía sacar de mí aquello que una mujer saca de un hombre.
Con la excusa de decirle algo importante, me acerqué y hablé cerca de su oído. Su perfume me excitó.
Bárbara estudiaba arquitectura. Estaba en el tercer año.
No le gustaba la carrera, solo lo hacía para darle realidad al capricho de sus padres.
-En realidad me gusta psicología.
- Psicología? Te gustaría convertirte en un policía de la mente.
-A lo mejor sí. Que le ves de malo
Me dijo que cada quince días volvía a Azul, el lugar donde había nacido. Que tenía pocos pero buenos amigos en aquella ciudad.
Una chica como Bárbara. Lo que necesitaba mi vida.
Sin lugar a dudas. Una chica dulce, normal y por si fuera poco descaradamente hermosa.
Algo difícil de encontrar dentro de la jungla de locos en que se estaba convirtiendo Buenos Aires.
Cuando Pancho se acercó para preguntarme que iba a hacer le puse en el bolsillo el resto de porro que me quedaba.
No iba a hacer falta esta noche. No con Bárbara.
Seguí moviéndome en el lugar.
Intentaba que mi cuerpo baile.
Siempre me gustó la veta gallega de Calamaro, así quebailaba con bastante soltura aunque no a la altura de los movimientos cada vez más sensuales de Bárbara.
Me acerqué con la intención de besarla.
De mirarla de frente y precipitarme contra sus labios.
La táctica de siempre. De manual. Pero me detuve.
Me miraba como si fuera a desvanecerse y de su boca salía con perfecta dicción cokney el viejo clásico All you needs love.
Sonreí y le comenté lo bien que cantaba.
Era raro verla bailar una rumba de Los Rodríguez mientras cantaba un tema de los Beatles.
Volvió a mirarme como hace un rato.
-Te gustan los Beatles? , me preguntó preocupada.
-Claro, le respondí; sorprendido por el tono de la pregunta.
Nadie pregunta si te gusta una banda de rock con ese tipo de consternación en la voz.
Me miró otra vez. Sus ojos derrochaban tristeza.
Me dije a mi mismo que era un imbécil.
Que había vuelto a errar feo si creía haber encontrado una chica sin complicaciones esta vez.
Pero después de todo, que tipo de complicaciones eran estas, las que apenas insinuaba Bárbara comparadas con las sombras esquizoides de la Turca, las depresiones constantes de Aldana o los virajes sexuales de Daniela.
Salimos de la fiesta antes de que las primeras luces empiecen a fulminarnos la vista.
Con Bárbara coincidimos, a ninguno nos gustaba que nos agarre el día en plena calle con algunas copas encima y a la deriva.
Todo iba hacía donde yo lo tenía pensado.
Paré a comprar cigarrillos y forros. Bárbara se quedó atrás.
Me di vuelta para preguntarle si quería algo.
Hablaba y gesticulaba sola detrás del vidrio de una cabina de teléfono. Se tapaba la boca como si estuviera a punto de vomitar.
Pese al esfuerzo para que no la vea noté el torrente de palabras que subían desde su garganta.
Me miró desde la vereda, otra vez llena de tristeza.
Me hizo un gesto ambiguo con las manos para contestarme y desvió su cara hacía la esquina donde se perdieron sus últimas palabras.
Londres es un infierno, llegué a escuchar que decía.
Pagué y me acerqué a ella.
-Que pasa, estás descompuesta.
-No, estoy bien, no te preocupes –dijo y con un saltito se colgó fuerte de mi cuello.
Las mujeres entran en la sensibilidad masculina a través de de los sensores ubicados en los genitales, pero otras, aunque no despojadas de interés sexual ingresan por caminos de la mente. De esta última forma sentí que Bárbara entraba a mi vida.
El modo de ingreso más intenso y peligroso.
Se soltó de mi cuello y se puso a caminar a paso rápido.
-Tomamos un taxi?
-No, para qué, ya llegamos.
Antes de llegar a su casa me dijo en perfecto inglés:
-Debo decirle a Paul lo que pienso, debo decirle lo que ya le dije a Ringo cuando volvimos de la India, pero no encuentro el momento. Apenas si lo veo.
Golpeó su puño contra la palma de su mano, lamentándose y esperó que le de alguna respuesta.
Mis años en el Saint Martin habían hecho que domine el inglés con bastante fluidez. La falta de práctica hacía que no lo hable pero si que comprenda lo que otro dijera, en este caso Bárbara, o algo de Bárbara que comenzaba a conocer.
-Que me querés decir con eso?
-Nada no me hagas caso, ya llegamos.

El departamento era un clásico departamento de estudiante.
Una pequeña cocinita con anafe sobre la mesada, un estar también exiguo decorado con el gusto sobrio y naif de la propietaria.
Bárbara se puso a preparar café.
-Decime donde están las cosas que lo preparo yo.
-Quedate tranquilo que estoy bien.
El episodio del kiosco me había dejado la sensación de que no se sentía bien.
Me hundí en el sillón. Busqué relajarme.
La miré manipular los utensilios del café.
De espaldas tenía una figura atractiva, las trenzas balanceándose al costado de su cabeza y sus piernas enfundadas en un jean gastado me decían muchas cosas.
Tenía que pisar el acelerador de los acontecimientos.
Debía hacer transcurrir ese tiempo que va de una cosa a la otra. De eso se trata la seducción, pensaba.
Con la azucarera entre sus manos y buscando un teléfono que no existía Bárbara me dijo que no podía más, que en este mismo momento llamaría a Paul y le diría todo de una vez.
Le diría que es una pesadilla volver a componer con el y que no es su maldito bajo ni su puta voz la que van a acompañarlo esta vez . No sos lo que yo pretendo.
Lo que yo pretendo repitió dandose vuelta y mirandome a la cara.
Me reí, le dije que era una gran actriz pero Bárbara no escuchó nada de lo que yo decía.
Con el pocillo de café en la mano comenzó a gritar desaforada.
-Los voy a mandar a todos a la mierda, les voy a decir que no los quiero ver más, ni a George, ni a Ringo ni a Paul, ni a nadie!!!
Su rostro enrojeció de cólera.
Abrió las ventanas que daban a Coronel Díaz. Temí que se arroje.
Me levanté del sillón, corrí tras ella y alcancé a tomarla de la cintura.
Su cabeza pendía del balcón y lloraba con los ojos cerrados.
Sus manos se aferraban al caño del balcón.
Solo atiné a tomarla de atrás, envolverla con mis brazos y besarla en la nuca sin decirle nada.
Se quedó quieta y su cuerpo se empezó a aflojar.
Sus nalgas contra mi pelvis estuvieron a punto de cortarme el pensamiento. Por suerte reaccioné.
Me despegué de su cuerpo. Con tono sereno le dije:
-No es fácil dejar una banda. Abandonar al grupo de amigos con los que se vivieron tan grandes momentos. No es fácil John , tienes que comprenderlo.
Me avergoncé, no solo por llamarla John sino por impostar una frase imposible. Una frase de subtitulado de película. No obstante, resultó.
Se secó los ojos y me sonrió como si nada hubiera pasado.
Sacó un bonobom de una caja de madera y me lo ofreció.
Lejos de parecerse a un inglés sucio y desprolijo. Al hijo de un obrero pobre y alcohólico de los suburbios de Liverpool devenido rocker, hippie, poeta maldito, Bárbara se ponía más linda y más tierna en sus transformaciones.
Su voz apuñalaba de dulzura y ni siquiera la ira podía desdibujar de su cara una delicadeza femenina cincelada con el pulso firme e indudable de la belleza.
Todos los colores de su cuerpo se realzaban y sus curvas alcanzaban su punto de tensión más excitante.
Como si nada hubiese pasado se recostó en el otro sillón y me dijo:
-Conoces a alguien que viva en Lugano. Antes de fin de mes tengo que terminar un práctico sobre bloks habitacionales y tendría que sacar unas fotos.
-No conozco a nadie, pero puedo acompañarte.
-Uyyy buenísimo además tengo muchas ganas de estrenar la cámara que me compré. Esperá que te la muestro.
Mientras Bárbara entraba a su habitación a buscar la cámara pensé que todo se normalizaba.
Encendí un pucho.
Desde la pieza de Bárbara escuché música.
Los primeros compases de la guitarra me hicieron temblar.
Me puse alerta. Pero no. Eran los Oasis seleccionados por la FM.
Sus ojos volvieron a centrarse y a relucir ese verde límpido que tanto me atraía.
Pasamos más de una hora contándonos cosas por primera vez.
De ese modo me preparaba para que Bárbara, en algún momento, me cuente algo sobre eso. Pero no, no ocurrió.
Pensé que era mejor así. Quizá todo era un juego que no comprendía del todo.
Me dijo que espere un segundo y volvió a entrar a su habitación. Escuché ruidos de mantas arrojadas contra las ventanas.
En menos de un minuto Bárbara apareció con el colchón a cuestas, cargándolo de forma graciosa sobre su espalda.
La ayudé a acomodarlo en el centro del living sin preguntar nada.
Bárbara mostraba un gran entusiasmo en lo que hacia. Sin decirme nada corría todo lo que tenía alrededor para ubicar el colchón.
Me llamó la atención que busque de manera obsesiva que el colchón quede enfrentado con la puerta de entrada.
Sin que me de cuenta Bárbara se había sacado los jeans, ahora se sacaba la remera.
Me acerqué y la tomé de los hombros.
Sus manos con rapidez me desabrocharon el pantalón y los botones de la camisa.
Llegué a besarla en el cuello.
Sin rechazarme me sacó con sus manos diciéndome que le daba cosquillas.
Busqué entonces su boca y estuvimos un rato besándonos.
Pero Bárbara no estaba en su cuerpo. Temía besar un fantasma.
El calor de su piel, su enorme suavidad me convencieron de que no. De que no estaba ante un espectro, sino ante el cuerpo de una mujer real.
Busqué el modo de tenderla sobre el colchón pero Bárbara tenía la cabeza en otra cosa.
Desnuda, corrió hacia su pieza y trajo una guitarra.
Se tapó hasta la cintura y me hizo señas para que me siente a su lado.
Por primera vez tuve vergüenza de estar desnudo ante una mujer.
Me tapé con mis dos manos y me recosté junto a Bárbara.
Dijo que me levante y que me siente con las piernas cruzadas al lado de ella.
Ella misma acomodó mis piernas. Mis rodillas estaban demasiado levantadas, dijo.
-Así está bien-
Alejó su cabeza hacia atrás como si buscara una perspectiva de encuadre.
-En cualquier momento llegan los reporteros, dijo.
-Será la conferencia de prensa más famosa de la historia.
Sonrió y me besó ligeramente la punta de mi nariz.
Sus ojos no se despegaron de la puerta. Tomó la guitarra y comenzó a cantar. Give peace a change.
Me conminó a cantar con ella.
Yo conocía la canción. La había aprendido en el colegio, así que no me costó seguirla.
Que la acompañe con las palmas, me pidió.
Ahora el que lloraba era yo.
Lloraba y temblaba de impotencia ante la situación.
En la tercera vuelta del estribillo noté que Bárbara se comenzaba a deshabitar.
Deshabitar. Un término inmediato que utilicé para llamar al momento en que ella vuelve a ser Bárbara, cuando deja de lado su transformación.
De a poco dejó de cantar.
Me tapé la cara. No quería que me viera llorar.
Sacó las manos de mi cara y buscó besarme.
Bábara también lloraba y su sollozo se mezclaba con la intención de tranquilizarme.
Nos besamos.
Ella retiraba su boca hacía un costado repitiendo una sola palabra: perdón, perdón, después volvía a mi boca.
Quité la sábana.
Sus piernas en v me llamaron. Tuve una erección instantánea.
No pensé más que en lo que hacia.
Unos minutos antes podría haberme vestido haber salido de la habitación y haber bajado corriendo las escaleras.
Podría haber desaparecido por completo de la vida de Bárbara. Físicamente nada me lo impedía.
Pude haber abierto la puerta del departamento y tomar el ascensor o bajar las escaleras como un tipo perseguido una demente. Pude haber estado en la calle y tomar un taxi que me lleve de nuevo a mi casa riendome con el taxista de una situación desopilante.
Pude haberla mandado al carajo como observó Pancho no bien le conté lo sucedido. Pero no fue así, por suerte no fue así.

Las cosas no han cambiado. En casi un año que llevamos juntos, me encuentro como en la primer noche. En ese lugar extraño atravesado por las intervenciones beatles de Bárbara y por el creciente lazo que nos une desde el primer momento. Suena cursi o mentiroso, pero siento que sería difícil vivir sin ella.
Lo hablamos. Fue rápida la charla que sostuvimos. Primero intenté llevarla a un psiquiatra. Resignada, miró para abajo y me contó que sus padres ya lo habían hecho. Estados Unidos, Cuba y Francia, los mejores especialistas. Desde los doce algo había mutado en su cabeza de modo irreversible. No volvimos a hablar del tema con Bárbara. Sí, con sus padres y su hermana. Un domingo fuimos a Azul. Aprovechamos la salida de Bárbara a lo de una amiga para ponerlos al tanto. Ellos están en la misma que yo desde hace tiempo. No hay otro modo de bancarlo me dijo Juan Carlos su padre, con el gesto aprobatorio de Elena su mujer, que quererla, macho , y estudiar a los Beatles. Me dieron una blister de Nembutal recargado con placebos para cuando aúlle de histeria pidiendo un maldito submarino amarillo, me recomendaron que tenga siempre cuerdas de guitarra a mano y me dieron su humilde opinión: con George es con el que mejor se lleva. Su hermana me dijo que durante su ciclo menstrual no hace otra cosa que no sea silbar las melodías todavía inconclusas de las canciones que compondrán el Álbum Blanco. Podes darle una mano completando las partes que le faltan, se tranquiliza mucho. Me estiró una caja con dos cedes y me deseó suerte.
Desde hace seis meses mi pieza en casa de mi madre se ha convertido en un museo Beatle. Voy, leo, escucho y guardo todo lo que consigo. Todo lo que me puede ayudar a entender a Bárbara. Quiero estar al tanto de lo que me dice en cada una de sus intervenciones. Es con las personas que quiere mucho con las que le toma el extraño desvarío. Por otro lado, oculto esto a Bárbara. Ella no sabe que me estoy convirtiendo en un idiota sabelotodo de los cuatro de Liverpool. A través de este conocimiento me di cuenta que las intervenciones de Bárbara no guardan ningún tipo de cronología. Un día puede estar planeando con la japonesa que dibujos incluirán en Pomelo y al rato pelearse a los gritos con Paul porque no le gusta el sonido que están teniendo en la grabación de Revolver.
En las disquerías no suelo tener demasiados problemas. Mal que bien casi todos los vendedores tienen idea de lo que pido. Su asesoramiento es generoso. Me trae una paz inexplicable cuando alguno de ellos se larga a hablar de Lennon con fluidez mientras me muestra la infinidad de material referente a su obra. En cambio dentro de las librerías suelo transformarme cada vez que alguno de sus vendedores me dice que no tiene nada sobre el tema.
Bárbara acaba de sacar el salmón del horno. Es mi cumpleaños y así decidió festejarlo. No solo festejamos mi cumpleaños sino que también festejamos el hecho de mi venida a su departamento. Esta tarde colocamos el sommier en el living. El único lugar donde entra.
No bien Bárbara apoya la fuente en la mesa, con el pulgar le doy el empujón final al corcho del champán que rebota contra el techo y cae dentro de mi plato. Bárbara lo recoje y me besa. Hace dos días que no tiene ninguna intervención así que estoy preparado para que en cualquier momento salga con alguna. No va a demorarse demasiado. Tengo a mano los mantras y los sutras de Maharishi. Según mi presentimiento, va a venir por ese lado. Sirve el salmón humeante primero en mi plato y luego en el de ella. Pancho no puede comprender lo feliz que soy al lado de Bárbara. Ni Pancho, ni Esteban. Anoche en una especie de mini despedida de soltero en el departamento de Pancho, entre los dos jugaron su última posibilidad para que desista de mi intensión de irme a vivir con Bárbara. No me hablaron de la loca de Bárbara como se que hablan entre ellos. Fueron por la tangente. Me hablaron de las incomodidades que trae la convivencia y de demás miserias de la vida conyugal. Me disgusto que hubieran perdido el tono soberbio y altanero de dos lectores de Miller y Bukoski para tratar de convencerme utilizando el tono repugnante de dos sexagenarias jugando a superadas en el tema divorcios.
Cuando levanté mi camisa y vieron el .32 calzado entre mi estómago y el pantalón su respiración literalmente se cortó. Solo se movieron de sus lugares cuando saque dos fotos de mi bolso y se la entregue una a cada uno. Si la pierden tiene que pedirme otra. Tanto Pancho como Esteban miraban la foto de Chapman, desorbitados. Les confesé que me iba a vivir con Bárbara para protegerla. Que no quería que nada malo le pase. Si ven a ese hombre tiene que llamarme, sea la hora que sea, tienen que llamarme, no les puedo pedir que sean ustedes los que les disparen, pero si que me avisen.
El de Chapman es el único inconveniente que tenemos en nuestra vida, en realidad un inconveniente que me atañe solamente a mi puesto que Bárbara creo que no lo sabe. Mark Chapman. Un hombre de barba y ojos de hiena que busco todos los días entre la multitud.






















2 comentarios:

  1. no hay palabras justas para describir el flash que paso por dentro de mí, solo una expresión de suspiro onomatopeyico quizás: uhh¡¡¡

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  2. que catarata de pasion.nunca vi un amor tan.. pero tan..hermoso..en carne viva...

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