13.4.10

HAY UN SODOMITA EN CENTRAL PARK ( del volumen vitual "¿Has visto tu a Rosa Pantopón?"


Esta historia se remonta a cuando Ted y yo éramos dos chicos rudos del barrio Santa Sylvia de Manhattan. Teníamos casi todo, todo los que desean poseer dos jóvenes de 18 años. Dejadme que les cuente. Éramos apuestos, poseíamos una increíble fortaleza física, lo demostrábamos cada vez que nos la ponían a prueba, y tambien cuando no, solo por fanfarronería.


No exagero si digo que la mayor parte de las chicas de Santa Sylvia morían por estar a nuestro lado. Ted me recuerda cada vez que nos reunimos que yo supe tener novias de a cinco o seis la vez.

Dije que lo teníamos casi todo, no todo. Una cosa nos faltaba. Una cosa echábamos de menos cada vez con más frecuencia: el maldito dinero. Tanto el padre de Ted como mi padre eran grises empleados. El de Ted de una fumigadora y el mío de una empresa de seguros. Hombres nobles y decentes como no los hubo en años posteriores en todo Manhattan. Mi gratitud para ellos.

Una tarde Ted dijo que por la noche iríamos a beber unas copas al Village. Era una tarde de sol límpida y cálida. Lo que pronosticaba una noche sensacional. Imaginate Neil la de tias con las que nos toparemos esta noche en el Village. Con este tipo de clima a todas les entran ganas de follar.

No pude evitar que mi rostro ensombreciera. Ted me preguntó que pasaba.

- Que maldito problema tienes Neil. Te empiezas a parecer al puñetero de George Adams

Le conté lo del dinero. Hacía una semana que no caía un maldito duro en mi bolsillo.

- Mi padre tuvo una rebaja en su salario y no me pasa ni siquiera para pitillos. Ted gruño como solía hacer cuando las cosas estaban mal. Se quedó un momento en silencio pensando que hacer y me dijo que me cambie. Que me ponga un jersey limpio que dentro de una hora pasaría por mi.

A la hora nos estábamos encaminando a Central Park. Ted llevaba una chaqueta de lino gruesa con diseños navajos. Ingresamos al parque. Ted se mantenía misterioso y tenso. Supuse que en algo raro me estaba metiendo Ted.

- Donde coños me has traído, le pregunté.

- Calma Neil, ayudame a ubicarme. ¿En que sitio del parque esta emplazado el monumento a Wellington?.

- En el lado Oeste pasando las piscinas de los peces japoneses, le contesté y hacia allí nos encaminamos.

- Oye Neil me dijo mientras estábamos llegando. No se si será de tu agrado lo que te traigo a hacer. Del mío no lo es. Pero te puedo asegurar que hay muy buena paga. Saldremos de Central Park con todo lo necesario para pasar una noche fantástica en el Village.

No fuimos acercando cada vez más al monumento a Wellington. Las palomas sobrevolaban nuestras cabezas. El sol acababa de esconderse y la iluminación del parque mostraba la magnífica luminaria inaugurada la temporada anterior. No obstante, la zona del monumento a Wellington era la más oscura del parque. Yo no dejaba de pensar para qué diablos me había traído Ted al parque.

- Es por aquí, indicó Ted.

Seguimos caminando sobre un caminito de grava.

Sentados en un banco de madera pintado de blanco los vagabundos escanciaban ginebra de la botella. Lo hacian de un modo elegante. Como si bebieran champaña en las terrazas de Champ Elysses. Cuando nos vieron menearon la cabeza en señal de saludo.

- Desean un lingotazo- invitó uno de ellos.

- No gracias le respondió Ted. Es demasiado temprano para nosotros.

Corrí la vista hacia mi derecha y vi por primera vez a Bela. Un hombre calvo de unos cincuenta años calzado en un ajustado ambo azul marino. Lo observé más detenidamente y pude ver sus parpados maquillados de rimmel. Esto hacía que sus rasgos se volvieran casi femeninos.

- Donde me has traido Ted, le pregunté sobresaltado.

- Calmate Neil. Acerquémonos.

Miré las manos de Ted. Busqué un arma pero no la tenía. Vendríamos a matar a ese pobre marica de aires aristocráticos. Ni siquiera necesitaríamos un arma. Un buen garrotazo en la sien y acabariamos con el pobre viejo. Esperé la orden de Ted. Pero mi amigo no me conminó a nada de eso. Todo lo contrario. Estrechamos la mano de Bela. Una mano suave y macilenta que al chocarla semejaba la textura de un alga.

-Oh, has traido un amigo veo.

- Si un lindo joven no?

- Claro que si respondió Bela mirandome a los ojos. Ya lo creo que es un lindo joven. Como te llamas cariño, me preguntó.

- Neil. le dije con tono seco.

- Oye Neil sabes que tienes un aire a Robert Mitchum cuando joven, cuando filmó Paraíso de diamantes. Ven acá cariño siéntate al lado del viejo Bela.

Ted se sentó a un lado de Bela y yo del otro.

- Ven, acércate más, no seas tímido chaval.

De un momento a otro observé como el marica metía sus manos por dentro del pantalón de Ted. Ted se recostaba hacia atrás y se dejaba hacer. El marica comenzó a gemir. Tenía la polla de Ted entres sus dedos. Yo estaba petrificado y sin aliento. Casi sin darme cuenta Bela metió su mano entre mi cojones y comenzó a estrujarlos. Retrocedí, quise quitármelo de encima y Ted desde la otra punta del banco dijo que me quede tranquilo que solo eran unos minutos. Bela bajó su cabeza y comenzó a comerle la polla a Ted. Luego hizo lo propio con la mía. Ahora comprendía el juego.

Nos abrochamos los pantalones. Bela se enjuagó la boca con una botella de agua mineral Evian que guardaba debajo del banco. Luego metió su mano dentro del bolsillo del ambo y nos dio un billete de cincuenta dólares a cada uno.

Esa noche en el Village la pasamos bestial. Pedimos Dry Martini toda la noche con Ted. Parecíamos dos jóvenes acaudalados. Yo pagué una antigua deuda que tenía con James. Ya de madrugada y con un colocón fresco y de calidad ( recuerden amigos que no es lo mismo empacharse de dry martíni que de ginebra barata) nos retiramos con Ted para follar con las hermanitas Warren. Cual de las dos más bonitas. Recién cuando llegue a casa me sentí enrarecido. El polvo con Victoria Warren había hecho que el aperitivo se disuelva un poco de mi sangre y que mi borrachera comience a mermar. La imagen de Bela acercándose a mi polla me causo estremecimientos. Traté de dormirme pero no pude.

Al fin de semana siguiente Ted llamó a la puerta de mi casa y me preguntó si estaba listo.

- Para qué? Le pregunté.

-Para ir de visitas con Bela- dijo como si fuera algo de lo más normal.

No objeté nada y me dispuse a caminar con Ted hacía Central Park.

- De donde conoces a ese marica Ted.

- Me lo dio a conocer James. Me dijo: Hay un sodomita en Central Park que… ¿De donde crees que saca toda la pasta el niño James?. ¿Con que crees tu que se ha podido comprar el carro que posee? Vamos Neil, no me digas que no te lo prefigurabas.

Le dije a Ted que ni en mis más remotas pesadillas pensé que buena parte de los jóvenes del Village se financiaban con sus servicios a los maricas de Central Park.

- Ya Neil, en buena hora te enteras.

Bela estaba sentado en el mismo lugar donde los habíamos dejado la semana anterior despidiendo a James y a otro del cual desconocía su nombre. Ahora vestía un ambo gris y una corbata salmón.

- Hola Robert Mitchun, dijo al verme llegar.

Lo salude tímidamente.

- Cuando te quitaras esa timidez Robert. Sientete a tus anchas cuando estás con el bueno de Bela, dijo y me cogió de la mano para que me siente a su lado. Ted se empezó a destensar para que Bela proceda con sus deseos y yo mire hacia el cielo estrellado del Central Park. Sentí como por mis pulmones entraba el aroma penetrante de los tilos. De un momento a otro esto se comenzaría a tornar algo normal, pensé con temor.

Bela acarició levemente nuestras pollas. Suspiró.

- Me ha cogido un profundo ataque de melancolía hoy, nos anunció.

Dejo nuestras pollas en su lugar y se recogió sobre el banco.

- Cada vez más a menudo acude a mí el recuerdo mi juventud, dijo. Y volvió a quedarse en silencio.

Nos fuimos enterando de la vida de Bela. Su padre había sido un rico empresario petrolero de Texas. Un hombre duro e intratable, dijo Bela. Un vaquero puesto a millonario.

- No había lugar en la familia para alguien como yo. Deben darse cuenta de lo que le estoy diciendo.

Si bien Bela no dejaba en ningún momento su afectación de mariquita cuando se hundía en frases tristes y amargas dejaba de lado su voz meliflua y le afloraba un tono sobrio y casi varonil.

A Bela no le quedó otra que partir de su hogar. Llegó a New York a principios de los sesenta. Contó que era tan bueno en el piano como en la pintura. No tardó en hacerse de amigos famosos. Si algún día vienen a mi casa les mostrare mis fotografías junto a Andy Warhol o a John Cale. Fueron años de una maldita e incansable bohemia. Lástima que todo aquello solo duró tres días. Enseguida todos se comenzaron a corromper con el maldito dinero. No pintaban ni tocaban si no había alguien que ponga un duro entre sus piernas.

Nos contó que al morir su padre recibió parte de la herencia y se afincó en una mansión en las afuera de Manhattan. Ya no quería ver a nadie, dijo Bela. Sus ojos estaba enrojecidos. Ted me miró por detrás de la cabeza de Bela. Yo estaba serio escuchando lo que Bela contaba.

Ted intuyó que sería el momento de cortar la conversación con otra cosa. Supuse que pensó que el marica se le arrojaría a llorar a los brazos. Y Ted no quería eso. Ted señaló a los vagabundos que había en el banco de enfrente. Los mismos que nos habían invitado a beber de su ginebra la vez pasada y le preguntó a Bela de que la iban esos vagabundos. Son maricas igual que yo – le respondió Bela. En realidad se han vuelto maricas aquí en el parque. Parece que ser marica es una condición del vagabundo, filosofó Bela. Como si el declinar en el contacto social o el ser pasivo que comienzan a portar arrasara con toda su virilidad. Conocen la leyenda de Walt Whitman?. Tanto Ted como yo abrimos los ojos grandes. No imaginamos que los tremebundos, los heroicos vagabundos se hagan tomar por culo. Era una novedad para nosotros. Ted le preuntó a Bela de donde sacaban el dinero para pagarle a los jóvenes.

- No todos tienen la fortuna que tengo yo de poseer una cuenta bancaria. Los vagabundo se sacien entre ellos. No les queda otra.

Ted en plan de seguir haciendo preguntas estúpidas con tal de que Bela no vuelva a caer en un trance depresivo y se aferre a sus solapas y le moje el pecho con su llanto, le descerrajó la siguiente pregunta:

- Escucha Bela tu que eres tan convencidamente marica y posees una gran fortuna. Nunca cruzó por tu mente la idea de operarte para injertarte un coño de tía?.

-Estás loco Ted. En todo caso le diría al quirófano si no me hace el favor de colocarme otro culo.

Ted y yo estallamos en carcajadas ante la graciosa salida de Bela. Había logrado hacerlo reír nosotros también a él. Nos agradeció el humor que poseíamos.

Mientras Bela se encaramaba sobre el castor dehollado de Ted me levanté del banco y me puse a vigilar que no viniera nadie. Me imaginé a las hermanas Warren pasando justamente por aquí. Me imagine a Lucy Thompson escandalizada ante tal escena. Pero a esa hora era difícil encontrar a alguien en el parque. En el guetho de los maricas.

Me plante ante la estatua de Wellington y me pregunté si el general se había echo soplar su polla alguna vez. Para comprar pólvora y armas para sus hombres. Para liberar a un pais. Estaba en esa honda cavilación cuando Bela me susurró- Es tu turno cariño.

Esta vez fueron cien dólares los que nos dio Bela a cada uno.

Mientras volvíamos le pregunté a Ted si no se sentía un tanto mariquita haciendo lo que estaba haciendo.

- Déjate de tonterías Neil. Sentiré eso el día en que me entren deseos de soplar una polla. Mientras sea a mi a quien se la soplan ando sin cuidado. Lo mismo tu Neil. O acaso sientes lo contrario?

- No, Ted le contesté, solo preguntaba y nos dirigimos cada cual a su casa a prepararnos para salir. Tendríamos otra noche de juerga en el Village.



Date pronto una ducha me dijo Ted. Ponte colonia. Ponte bonito. Bela nos ha invitado a cenar a su mansión. Es que quedé en salir con Sally le repliqué. En una hora deberé pasar por ella. Déjalo para otro momento Neil. Estoy deseoso de conocer la mansión de Bela. Acaso tu no? le dije que no me interesaba conocer la casa del marica. Ted me dijo si no me interesaba conducir un carro propio. Un Plymouth rojo metalizado. Le pregunté que qué tramaba. No me gustaba en nada el costado ambicioso de Ted. Se ponía horrendo. Sus ojos se achicaban como los de una serpiente y su piel se tornaba verdosa. Escucha Neil el marica me ha prometido que si hoy le damos por culo nos regalará su automóvil.

- Menudo trato has hecho Ted. Pues quédate tu con ese maldito carro. Se tu quien se folle a Bela. No cuentes conmigo para nada.

Ted tenía en esos tiempos un increíble método para convencer a las personas. Tomamos un bus y en menos de cuarenta minutos estuvimos ante las puertas palaciegas de la mansión de Bela. Nos recibió un sirviente. Un moreno de unos sesenta años que desde hacía años servía a Bela. No era marica. O eso me pareció. El interior de la mansión poseía un lujo extremo. Caireles de cristal pendían de todas la habitaciones. Los muros estaban adornados con todo tipo de antigüedades. Alguna vez había visto algo parecido. Claro. En alguna película. Bela estaba vestido de frac y de su espalda colgaba una capa negra salpicada de pintura amarilla y roja.

- Han escuchado hablar de Pollock nos dijo Bela mientras giraba ampulosamente sobre sus zapatos y nos mostraba la capa. Jason la pintó para mí- dijo con un gesto de orgullo.

Luego nos dirigimos hacía el comedor. Temí que Ted en el camino vaya guardando en su bolsillo algunas de las antigüedades más pequeñas que decoraban la mansión. Cada una de ellas deberían costar miles de dólares. El moreno nos sirvió un bols con una ensalada de frutos de mar y salsa tártara. Luego trajo una enorme fuente de la que asomó la cabeza de un faisán. Me lamenté del gusto culinario de los millonarios. Yo me abría sentido tan satisfecho con una simple barbacoa con salsa de tabasco o con pollo frito y pure de patatas. Bela le ordenó al moreno que ponga música. El hombre obedeció inmediatamente. Levanto la púa de un lujoso tocadiscos e hizo sonar el disco. La melodía de un piano y de un contrabajo llenaron la sala de un sonido oscuro y viscoso. Sentí que me sobrevenía una suerte de mareo cuando intenté llevarme a la boca una de las cerezas confitadas. El moreno trajo unas copas pequeñas, nos sirvió un licor de color dorado y dejó la botella sobre la mesa. Pasamos unos buenos minutos tomando de aquel licor con sabor a cítricos. Sin dudas lo mejor de la noche. Pero yo no estaba para gozar de nada. El solo pensar que en un breve lapso debía follar con Bela me ponía majo. Mis manos sudaban y sentía correr por mi espalda un sudor lento y frío.

Fue Ted quien primero ingresó a la habitación con Bela. El también se encontraba tenso. Intentaba disimularlo pero no podía ocultar el temblequeo de su voz cuando intentaba hablar ni de sus manos cuando sorbía su copa de licor.

Fueron minutos interminables, maldita sea. Me levantaba y me volvía a sentar del sillón. Una y otra vez. Mi estómago padecía de una verdadera revolución. Le pregunté al moreno que aún permanecía allí donde se hallaba el vater. No bien lo hallé me senté sobre el retrete y descargue todo con enorme violencia. Al salir del vater viendo que el moreno no me vigilaba introduje en mi bolsillo una pieza de porcelana china que representaba una dama con una sombrilla negra. Era menuda para poder guardarla y debería valer una fortuna.

La habitación de Bela guardaba la misma suntuosidad que las habitaciones que ya había recorrido. No entraré en detalles. Mi vista se nubló un poco al ver a Bela recostado en su cama haciendo señas para que me apoltrone junto a él.

Corrió su salto de cama y observé su cuerpo arrugado salpicado de cardenales rojos.

Me eche hacia atrás. Su pecho hundido era un mapa de colores rosas y blancos. Bela se puso boca abajo. Extendió su mano hacía la mesa de luz y me tendió un pomo de aceite líquido. Mi polla se encontraba tan muerta como Marilin Monroe o Jhon Lennon. Le dije que no iba a poder. Que esto no era lo mío. Disculpa Bela pero no puedo. No hay manera. Bela secó el sudor de mi frente con un pañuelo de seda y dijo: Tranquilo cariño ya haré que tu joya se empalme. Se levantó de la cama. Caminó como un polluelo engreído hasta uno de los placares y extrajo al azar una revista Playboy. Elige tu mismo Neil el coño que quieras. Los tienes rasurados o con vello. Orientales o nacionales. Concentrate bien en el. Si el pecho de Bela era un mapa fisíco de la degradación, su espalda plagada de pústulas rosadas era el universo entero de ello.

Salimos manejando un enorme Plymouth rojo. Le dije a Ted que sería la última vez que hacía algo así. Ted era mucho más duro de pellejo que yo. Se encontraba estupendo conduciendo el coche. Como si hubiese estado con Jessica Warren y no con Bela. A los pocos minuto de estar en la carretera le dije a Ted que se detenga. Oye que te pasa debilucho me dijo. Te has tirado a un marica. Eso es todo. No tienes nada más de que preocuparte. Ted se detuvo. Abrí la puertas del Plymouth y vomité todo lo que había ingerido.

Fue por aquellos días que se empezó a correr la voz. Cada vez más maricas caian en los hospitales y no había modo de salvarlos de una muerte segura.

Algunas publicaciones hacían notar que todo esto no era otra cosa que un castigo divino contra los que se disponía a ejercitar el sexo contranatura. Comenzaron a morir estrellas de la televisión y actores famosos de Hollywood.

Yo me enteraba por de esto con lo que veía en los noticieros. Con la máxima de las indolencias. Hasta que un día llegó Ted, pálido y sudoroso con la voz de un fantasma.

- Debo decirte algo Neil. Bela acaba de morir. Me lo han dicho los vagabundos del Central Park. Lo ha cogido esa maldita peste.

Hice entrar a Ted dentro de mi casa. Mi padre estaba trabajando en la compañía de seguros y mi madre había salido de compras. Serví dos copas de agua y nos sentamos en el living.

- Lo ha cogido esa maldita peste, reiteró Ted.

Mi corazón golpeaba como el redoble de la orquesta municipal. Nos quedamos en silencio mirándonos a los ojos. Ted comenzó a llorar como un niño. Yo lo seguí. En la oscuridad del living los dos niños rudos del barrio santa Silvia de Manhattan eran dos niñitas a las que un ogro malvado les ha prometido una muerta lenta y dolorosa.

No sabíamos en cuanto tiempo iba actuar eso sobre nosotros. Podían ser días. Podían ser horas. Estábamos realmente desesperados.

Al día siguiente hablamos con James. Estaba al tanto de todo. Nos preguntó por el Plymouth. Ted le contestó que lo tenía aparcado en el garage de su abuelo.

- Ve y súrtelo de gasolina. Partiremos a Idaho esta misma noche, dijo.

Pasamos la noche conduciendo en carreteras desoladas. Lo que por un lado era bueno puesto que ninguno portaba libreta de conducir ni demás sellos que dijeran que el carro era nuestro. La noche era ventosa y a cada rato debíamos detenernos. Los remolinos de tierra no nos dejaban ver que pasaba del otro lado de la carretera. Ted se quitó del volante y fui yo quien condujo hasta Idaho.

Un amanecer rojo como la sangre nos dio la bienvenida. Comimos algo en el bar de una gasolinera y nos dirigimos hacia lo de la bruja. Sí, en efecto, James nos dijo que el único modo de salvarnos de la peste era tratarnos con una bruja. Nuestra desesperación no tenía nada más que esperar. Así que allí estábamos, totalmente extraviados en el centro de un estado que no habíamos visitado nunca. Unos niños que jugaban béisbol dentro de un descampado nos guiaron hacia el lugar. La granja no parecía poseer nada en particular. Nada que dijera que por allí moraba una vieja hechicera sioux. Ted y yo miramos a James. Le preguntamos si estaba seguro de que allí era el sitio. Antes de que James conteste alguien se acercó desde la granja a preguntarnos que buscábamos. Tenía cara de pocos amigos el muchacho negro. James tomo la iniciativa y preguntó si allí habitaba la hechicera sioux. El muchacho abrió la empalizada e hizo señas para que ingresemos con el Plymouth.

La hechicera fumaba tabaco liado. Ted olfateó para ver si era mota, pero no. Lo hacía en una larga pipa de madera al estilo de sus antepasados. Nos hizo sentar sobre la tierra.

- Que los trae por aquí- dijo la hechicera. Su voz sonó menos cordial que moderna. Esto debió pasar porque todos creímos que nos iba a hablar en una mezcla extraña de sioux.

- Se lo ve saludables. Algún conjuro de amor quizá- preguntó mientras ninguno de nosotros se animaba a contarle lo que nos pasaba.

Fue Ted finalmente quien expuso nuestro padecer. La vieja lo escuchó atentamente. A cada palabra de Ted mi rostro enrojecía de vergüenza. Hubiese deseado que me tragase la tierra cada vez que Ted repetía que nos habíamos tirado a un marica. Ted terminó su relato. La vieja quedó en silencio un momento y se retiró del lugar. Al rato ingresó con un bote repleto de heces de cerdo. Nos dijo que era muy grave los que nos sucedía y que el tratamiento ha que nos sometería sería arduo. La noche comenzaba a caer. Había una paz inmensa en la granja. Solo se oía en canto de los pájaros y algún que otro bostezo de los cerdos. La vieja nos condujo por un sendero pedregoso hasta llegar a una enorme ciénaga. Miles de moscas la sobrevolaban. Desde donde estábamos la ciénaga parecía no solo estar llena de fango sino de excrementos. Nos dijo que nos desnudemos. Ted me miró y yo a James. Quedamos en calzones.

- Tienen que quitarse todo si quieren que esto resulte bien, dijo la vieja.

Ayudada por el muchacho negro amarró una gruesa cuerda a un fornido alerce. Nos dijo que nos tomemos de la cuerda y que comenzamos a descender a la ciénaga. No les pasara nada, dijo. Al principio les dará repulsión el fango pero enseguida se acostumbraran. Eso sí, nos recalcó no se larguen en ningún momento de la cuerda. La ciénaga es muy profunda. Deben permanecer toda la noche aquí. Dijo esto y arrojó sobre nuestras cabezas el bote con las heces de cerdo. Luego hizo unas señas hacia al cielo mientras exclamaba una graves palabras incomprensibles. Antes de retirarse nos dijo que no temamos a los caimanes. Son pequeños y cobardes. Hill se quedará a controlarlos para que ninguno se les acerque. Vinos al muchacho negro blandir un madero en sus brazos en señal de que si alguno se aproximaba el mismo se encargaría. Debo comentar la noche que pasamos? Debo comentar los que parecían nuestras tres cabezas asomando sobre ese mar hediondo mientras escuchábamos como cada diez minutos Hill daba cuenta de algún maldito caimán? Debo comentar la luz de la luna revelándonos el lugar, haciéndolo más real cuando en realidad podría haber sido una noche cerrada donde no divisáramos nada y todo se asemejara a una pesadilla corriente? Creo que no es conveniente. Hay cosa que un hombre debe callar. Siempre me lo decía mi padre. Se conserva más nuestro honor en mientras estamos en silencio. Solo cuento esta historia a personas que expresen una máxima garantía de confidencialidad, a personas que ya se han hecho parte de mi vida y que se que siempre de algún modo u otro estarán a mi lado. Suelo contarlo cuando estas personas sentadas en el living de mi casa degustando una barbacoa y tomando un trago miran hacia la vitrina de cristal y me preguntan por la dama china de la sombrilla. Donde has obtenido semejante pieza de porcelana. Es una larga historia suelo comenzar a decir.

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