7.5.10

Una noche con Cloe (del volumen virtual "Has visto tu a Rosa Pantopón")


¿Donde estas Cacique Jack?!!!!!
¿Donde demonios estas Cacique Jack? Repitió con un rugido Sam.
- Asoma la maldita nariz de dentro tu mugroso cueva de ratas que te la partiré en pedazos!
Sam siguió gritando. Se encontraba verdaderamente enfadado y fuera de sus cabales. Las venas de su frente estaban hinchadas y azules. Para no hablar de las de su cuello que semejaban dos cuerdas de remolque de 12 onzas jalando de un Scania varado a un costado de la carretera.
Camino unos pasos más. Se acercó al final del callejón. Sobre su cabeza sostenía un aparato de calefacción de la marca Nigel. Un pesado paquidermo de acero de la época de la guerra del que sobresalían como los brazos de un pulpo, los caños de conexión recién arrancados de la pared.
Dos muchachos negros hacían guardia en el callejón. Lo observaron sin decir nada. Desde su equipo de música salía una música áspera y pegadiza que estaba de moda en el Bronx.
Uno de ellos giró la visera de su gorro hacia adelante. Se incorporó y se puso delante de Sam. Sus piernas permanecían alertas en caso de que a Sam se le de por echarle el aparato de calefacción en la cabeza como un tricornio inglés. Engrosó la voz para impresionar a Sam .Dijo que Cacique Jack estaba durmiendo y que no era conveniente despertar al Cacique Jack cuando este estaba durmiendo.
-Esa música está carcomiendo tu cerebro hijo, intenta probar con algo del viejo rocknroll- dijo Sam sin quitarle los ojos de encima.
Segundos después arrojó el calefactor contra el asfalto.
-Dile a Cacique Jack que esto es parte de la paga y que jamás vuelva a atreverse a golpearme la puerta para cobrar sus malditas deudas porque no dudaré en partirle la crisma.
Los dos muchachos negros permanecieron unos segundos quietos hasta que unos de ellos, el que estaba más cerca se acercó al obsoleto aparato para intentar levantarlo.
Sam ya caminaba por la siguiente cuadra. El último sol del Bronx caía sobre su sombrero de cowboy y su robusta sombra se proyectaba sobre el asfalto.
Los dos muchachos esperaron que su figura desaparezca por completo del fondo de la calle. Se apresuraron a cargar entre los dos el calefactor hasta el galpón donde Cacique Jack y su pandilla guardaban las motocicletas y los carros robados.
De vuelta en su casa Sam abrió la alacena. Se encontraba semivacía. Botellas vacías de aguardiente. Latas de frijoles con colillas de joint dentro. Muy al fondo de la grasienta alacena halló una conserva de atún en aceite. La última que le quedaba. La sensación de que tendría que hallar un trabajo pronto para no perecer de hambre lo volvió a angustiar. Faltaba poco para que culmine su subsidio por paro. Hundió la punta del cuchillo en el borde del envase de conserva y comenzó a girarlo para que se abra. Quitó el atún con los dedos y comió. Luego se acercó a la nevera y vació lo último que quedaba de una botella de cerveza. Puso un disco de Metallica en el reproductor y se tumbó sobre el desvencijado sillón a esperar que llegue Leslie. O Michael.
Roncaba semidormido cuando Leslie lo despertó.
- Mira cabrón. Mira lo que ha conseguido tu querido primo Leslie para ti.
-Cielos Leslie, tu si que eres un buen pariente. Apresurémonos antes de que caiga el mamón de Michael.
Mientras Sam desanudaba el pequeño envoltorio de polietileno y vertía el clorohidrato sobre un plato. Leslie buscaba las jeringuillas.
-Donde has metidos las putas agujetas Sam. Dime que otra vez no tienes unas putas agujetas con que chutarnos el perico?
Están en el lavabo mamón- exclamó Sam excitado por la ráfaga del elemento químico que penetraba en su nariz.
Al rato estaban los dos colocados. Leslie quitó el disco de Metallica. Y puso uno de Miles Davies.
- Sabes Sam cual es el secreto de un gran trompetista?
- No, dime.
- Beber un buen laxante antes de comenzar a soplar. El temor de cagarse mientras se realiza fuerza es lo que impide que muchos trompetistas no alcancen el nivel de agudos y sostenidos que solo alcanzan los grandes.
- Entonces todo pasa por mandarse una buena cagada antes de salir a tocar.
- Exactamente Sam.
- Solo así puedes tocar con el esfínter libre de miedos, solo allí puedes seguir la tormenta de la melodía como una estrella en la noche, dijo Leslie emulando la soberbia y pedantería de un catedrático mientras buscaba en vano en la nevera un trago de cerveza.
Salieron a la puerta a esperar a Michael. No tardaría en caer. Tal vez a el le quedaría algo de dinero todavía para comprar una botella de aguardiente.
Encendieron unos cigarrillos y se sentaron en la escalerilla a esperar por Michael.
- Oye Sam deberías barrer de vez en cuando esta maldita escalerilla si no quieren que el guano de las aves la descomponga en pedazos.
- Déjate de tontería Leslie. Desde cuando piensas en la limpieza. Me recuerdas a las celadoras del orfanato.
Pero Leslie no lo escucho. Ya era tarde. Había ido hasta el fondo de la casa de Sam y ahora volvía con un bote de agua repleto, un paño y jabón.
- Tienes razón primo Leslie dijo Sam. Si no fuera por ti me comerían las ratas y procedió a colaborar con Sam en la limpieza.
Del otro lado de la cerca una anciana llegaba con algunas bolsas colgando de su pecoso brazo.
- Oh cuanto me alegra que hayas optado por cambiar de hábitos Sam, exclamó la señora Davis antes de poner la llave en la puerta de su apartamento.
Sam no contestó. Siguió acuclillado refregando el piso. Odiaba a su vecina la señora Davies. Una anciana chismosa que no había hecho otra cosa que hacerle la vida imposible desde que llegó a Pony Town. Telefoneaba a la policía cuando subía el volumen de la música o cuando veía por el visillo de su ventana que dentro de la casa de Sam habían entrado más de diez personas.
- Escúchame Sam- dijo la señora Davies antes de entrar a la casa.
Sam juntó los últimos restos de civilidad que aún le quedaban y le echó una mirada.
- Acércate hijo- dijo la señora Davies. Quiero contarte algo.
Sam arrojó el paño al piso y se encaminó hasta la entrada de su vecina. Corrió el cabello de su vista y se aprestó a escuchar a la anciana.
- Mira Sam, se que no hemos tenido una buena relación en todos estos años. Tú y yo tenemos una diferencia de edad demasiado grande, hijo. Tu estas en el albor de tu vida y yo me hallo desde hace tiempo sonándole las manos a la vieja cosechera. Nunca nos hubieramos llevado bien Sam, debes comprenderlo. Por si no bastara fui educada bajo las estrictas normas del evangelio prebisteriano y tu eres un muchacho que no obedece a ningún tipo de ley, lo cual si bien no comprendo no objeto de modo alguno. Ojalá tu y tus amigos hayan encontrado nuevos caminos de libertad para este sendero sinuoso que es la vida.
Sam permaneció en silencio. La lata de la anciana buscaba algún tipo de salida, buscaba desarrollarse hasta encontrar el modo de extender una solicitud.
- Sam- prosiguió la señora Davies- me han diagnosticado una enfermedad terminal. Mis hijos vendrán por mí esta noche. Me trasladaran a Toronto. Quieren lanzar una ficha para ver si una intervención quirúrgica puede extenderme la permanencia en esta tierra.
Sam acompañó a la señora Davies en su gesto de pesar. Fue el primer gesto condescendiente para con la anciana. Hasta el momento no había dejado de mirarla con un gesto de desdén.
- Solo quiero pedirte una cosa Sam. Solo quiero que cuides de Cloe, de mi pobre Cloe. Te dejaré dinero para que compres alimento y para que visites al veterinario. Y recuerda que ha Cloe le van los bocadillos de salmón y chocolate.
Antes de que pueda negarse Sam sostenía con sus brazos a una enorme gata de Angora con un gigantesco moño rojo en el cuello.
- Santo cielo Sam. Que haces con esa gata en tus brazos, dijo Leslie que seguía fregando la escalerilla. Desde cuando ese súbito amor por los animales. Has olvidado el modo en que los odias. Recuerdas aquellos días cuando pequeños y entre los dos en una noche llegamos a cazar 23 de esos malditos gatubelos.
- Cállate Leslie. Debo cuidar de Cloe. La señora Davies viaja a morir a Canadá y me ha hecho cargo de su gata.
- En menudo follón te has metido primo. Pásamela que le cortó la respiración dentro del bote de agua y te quito de un problema, dijo Leslie mientras amenazaba al animal con los dedos tensos.
La gata maulló y escapó de los brazos de Sam.
Los dos primos salieron hacía lo de la bonita Lily Strachey a tomarse unos tragos. Ahora si podían. Sam sacó de su bolsillo los billetes de la señora Davies Hizo cálculos con Leslie para cuantos dias de borracheras y pasta le alcanzaría aquel dinero.
Hacía tiempo que Sam no volvía a su casa del modo en que lo hizo aquella noche. Hacía tiempo que no se atizaba con lingotazos de un buen bourbon. No sabe Dios como pudo abrir la puerta atravesar la cocina y caer vestido como estaba en su cama. Estaba en llamas cuando se acostó.
A la mañana siguiente Sam despertó a causa de unos irritantes rasguidos en la puerta. Como un zombie se aproximó a la puerta, allí estaba Cloe, sentada en la escalerilla coqueteando con su moño rojo.
- Márchate de aquí maldita gata. No tienes nada que hacer en mi casa- le gritó Sam. Pero Cloe desafiando los gritos de Sam cruzó entre sus dos piernas, ingresó a la cocina y se arrepolló en el centro del sillón de Sam.
- Oye maldita gata, le dijo Sam. Que tal si sales de ahí antes de que vuelva a despertarme o retorceré tu pescuezo hasta que salten las tripas por tu boca. Dijo esto y volvió a tirarse en la cama. Era demasiado grande la resaca para andar lidiando con un animal a esas horas de la mañana.
Sam soñó con demonios sin piernas, con ogros sin brazos y con gárgolas que se le introducían en los oídos. Despertó envuelto en transpiración y asustado. Todavía le zumbaba la cabeza. Parecía como si el bourbon se hubiera transformado en lava volcánica dentro de su cerebro.
Fue por agua. Llenó un jarro y procedió a beberlo. Debía del modo que sea detener el fuego que abrazaba sus entrañas. El agua corrió por los costados de su boca, chocó contra su pecho y fue a dar contra el piso. Cloe saltó del sillón y con su lengua rosada comenzó a beber el agua que al descuido dejaba caer Sam.
- Oh todavía estas aquí maldita Gatubela.
Amagó con darle una patada. Cloe se encogió y quedó tiesa. Su moño rojo quedó posado sobre su cabeza. Sam rió de la ridícula posición en que quedó la gata y se tiró en el sillón a escuchar el disco de Armstromg que había dejado Leslie puesto en el reproductor. Durmió unas horas más. Ni Leslie ni Michael lo despertaron. Ellos como él, estarían duros en sus catres esperando que se les quite la resaca.
Sam se levantó de muy mal humor y con hambre. Revolvió en vano la alacena. Ayer había dado cuenta de la última conserva de atún que quedaba. Lo recordó. Fue esta su habitación. Metió su brazo bajo la cama y extrajo un talego con rosquillas. Observó dentro. Estaban levemente enmohecidas. Se sentó en el sillón y comenzó a quitar las partes malas de las rosquillas.
Se llevó una a la boca. Observó como la gata comenzó a comer las virutas enmohecidas del piso. Daba un bocado y lo observaba. Daba otro bocado y lo observaba. Sam partió una rosquilla con sus dedos comió una mitad y le arrojó a Cloe la otra mitad. La trompeta de Armstrong efectuaba un sonido lánguido y dulce. Como si imitara el vuelo lento de una mariposa de verano. La última rosquilla fue para Cloe, Sam se la dió directamente en la boca.
El mundo está lleno de idas y vueltas. Nunca dejas de sorprenderte en este maldito mundo, pensó Sam.
Estaba por caer nuevamente la noche. Había un recambio en los sonidos que llegaban del exterior. Menos bocinazos de los carros y más vocinglería de los jóvenes que salía procurarse algo de entretenimiento.
Sam había pasado la tarde dormitando sobre el sofá. Levantandose solamente para echarse una meada o para volver a colocar un disco. Cloe no se alejó en ningún momento del sofá. Algo de Sam le atraía. Tal vez su olor a animal salvaje. A criatura del Bronx.
Cerca de las diez de la noche pensó en llamar a Linda. Hacía dos días que no veía a su novia. Hoy era viernes y juntos solían salir a dar un paseo. Chutarse algo de perico en una plaza y beber aguardiente del gollete. Luego si las estrellas brillaban con cierta intensidad podían ir a bailar rocknroll a The Tabern o aTrixi Club o sencillamente tumbarse a follar en alguna esquina desierta. Sam recordó que había cortado su servicio telefónico. No quería pagarle un puto duro más a los señores del teléfono. La única posibilidad de llamar a Linda era correrse hasta el bar de Lily Strachey y telefonearle. Pensó que no tenía ninguna moneda pero podía pedirle prestada una a Lily o a Michael si se encontraba allí. Pero sus piernas estaban muy cansadas. Parecía como si llevara barras de plomo adheridas a sus muslos y pantorrillas. Se dijo que lo mejor sería esperar que Linda venga por él. De un momento a otro lo haría. Abrió una de las ventanas y el fresco de la noche lleno de oxigeno sus pulmones. Estiró los brazos hacia el techo. Oh Dios estoy verdaderamente malherido, como si una bala de cañón hubiera atravesado mi cuerpo, pensó Sam. Y volvió a dejarse pillar por la tentación del sofá. El disco de Armstrong sonaba por quinta vez. Antes de volver a dormirse una especie de pánico amenazó a Sam. Recordó que dentro de la nevera no tenía ni siquiera una maldita botella de cerveza para beber. Ni tampoco un miserable sorbo de aguardiente en la alacena. Menos una pizca de chute para hacer correr por sus venas. Su corazón latía sobresaltado. Volvió a pensar en el viejo apotegma que un anciano le reveló una noche estando preso. Oye chico sabes una cosa si hay algo que no se lleva bien en este mundo es la pobreza y el vicio. Procura ser un hombre adinerado si te gusta enchufarte perico y beber champan. En caso contrario viviras siempre al borde del infierno.
Sam intentó pensar en otra cosa. Trajó hasta el sofá un libro. El único que poseía en su casa. Un volumen muy delgado con poemas de E. E Cummings. Lo había solicitado en préstamo de la nueva biblioteca de parados que había organizado el condado. Es mejor que mantengamos entretenidos con algo a estos sátrapas antes de que se den cuenta de todo -pensó Sam que habían pensado los organizadores de la biblioteca de parados. Pesé a ello había cogido un volumen de los poemas de Cummings. Le gustó el árbol de la portada. Le recordaba a un álamo que había en su casa cuando niño antes de que su madre lo interne en el maldito orfanato. Estuvo un buen rato contemplado el árbol. Se sumergía en el verde de la acuarela y recorría lentamente la ramas como si estuviera recorriendo los pasillos de un extenso laberinto. Fue hasta la cocina. Abrió el grifo y llenó otra vez la jarra de agua. Se le ocurrió que sería una buena idea beber un buen sorbo cada vez que su cuerpo le pida un lingotazo de aguardiente o un chute. Beber un trago de agua pensando que era aguardiente de la mejor. Acaso no actuaban así los placebos?. Esas píldoras que dan en el hospital cada vez que cae alguno con síndrome de abstinencia? Ven deja tu brazo libre, deja que te chutemos esta delicia dicen los enfermeros y uno piensa que son tan buenos que te chutan una buena pasta cuando te estan chutando aspirina. Cloe maulló.
Oh gatita debes tener sed igual que yo-le dijo Sam casi en un susurro. Volcó agua de la jarra directamente en el piso y la gata bebió con avidez.
El primer poema de Cummings trataba sobre un payaso de circo. Sam no alcanzó a comprenderlo. O eso creyó. Que diablos quería decir el poeta con eso de que la cubierta de la carpa era por siempre iba a ser por siempre la noche estrellada del payaso. Por que terminar un poema de esa manera. Tan abruptamente. Decididamente los poemas de Cummings no tenian un final facil como los cuentos que el había escuchado alguna vez. No obstante le gustaba.
Le gustaba la tensión q ue el poeta dejaba en el aire. Como un símbolo a descifrar. Como si todo no fuera tan cierto en este mundo. Realmente le gustaba ese modo de ver la vida.
Estaba sumergido en el segundo poema cuando sintió la lengua rosada de Cloe lamer su pierna. La miró una vez y siguió leyendo. La gata volvió a insistir. A Sam le resultaba agradable sentir sobre su piel la lengua tibia de Cloe. Ahora debes tener hambre gatita. Sam recordó que en la casa no había nada que comer y que anoche había gastado todo el dinero que la señora Davies le había dejado para alimentar a Cloe. Sintió un enorme sentimiento de culpa. Como nunca había sentido. Ni siquiera cuando engaño a Leslie con una enorme roca de clorohidrato. Ni siquiera cuando telefoneo a Linda diciendole que estaba descompuesto del hígado cuando en realidad estaba con dos zorras dominicanas retozando en la cama.
Entró al lavabo y cogió una agujeta. Infló las venas de su brazo y extrajo sangre hasta llenar la jeringuilla más grande que poseía. Luego cogió un plato y la descargó.
La sangre bailoteaba en el plato. Era una buena cantidad. Casi la misma que se le debe escapar a un ratón cuando lo cogen y lo estrujan los dientes de un gato. Sam miró su sangre, era de un color rojo oscuro y de a poco se iba solidificando en el plato como si fuera gelatina. Se lo acercó a Cloe. La gata bebió vivazmente la sangre de Sam. Espero que no te acostumbres pequeña Drácula. Solo lo hago esta vez para calmar tu hambre.
Sam se recostó en el sofá. Sintió un bienestar en todo su cuerpo. Oxigeno en su cerebro. Después de todo, pensó, no era a base de sangrías que recuperaban a los enfermos hasta no hace muchos años. No era la mejor manera de recobrarlos de una enfermedad.
¿Y si esto fuera el comienzo de una nueva vida? ¿ Si de una maldita vez dejara de lado los tóxicos y el alcohol? ¿Cuántos años más podría soportar chutándose las venas a diario y dejándose arrastrar por olas cada vez más peligrosas de aguardiente sin volverse decididamente loco?
¿Y Leslie? ¿ Y Michael? ¿Qué dirían de su nueva vida en limpio sus viejos amigos de Trixi? ¿Dejarían de visitarlo? ¿Dejarían de venir a escuchar discos con él? ¿Le volverían el rostro en la calle cuando le vieran?
¿Y Linda? ¿ Le llamaría pavo frío como llamo a Jim su anterior novio cuando se dejó internar en una clínica de desintoxicación? ¿También lo despreciaría de esa manera a él?
Sam dejó que todas estas preguntas queden en suspenso. Que formen un amasijo detrás de su manto cerebral y se pierdan como guijarros lanzados al aire por un niño. No quería echar a perder el tibio entusiasmo que había cobrado después de darle de comer a Cloe. Después de renovar su sangre.
Sabía que la idea de convertirse en un tipo limpio duraría lo que un cordero recien muerto en un pantano de caimanes hambrientos. No había dudas acerca de ello. Seguramente mañana andaría de cuclillas con Leslie buscando alguna agujeta perdida bajo la cama. Seguramente telefonearía a Linda para salir a tomar unos buenos lingotazos. Pero le gustaba saborear el anca de esa dudosa bestia huidiza del destino. Ver como un enjambre de luciérnagas vacilantes iluminaba el recodo de sus sinuosidades hasta renovarlo casi por completo.
Tal vez las cosas sean así, pensó Sam. Tal vez solo tenga que contentarme con entrever posibilidades. Con dejarse llevar brevemente por el sosiego de los pequeños oasis que se plantan azaroso a la orilla del camino. Tal vez los hombres, seres empeñados en la vorágine y el dolor, vivamos de eso.
Pensó en que mañana se levantaría temprano saltaría la cerca de dividía su casa con la de la señora Davis y con una barreta haría saltar la cadena que amarraba las puertas de del armario. Cogería en préstamo, el escardillo, la pala, la escobilla barre- hojas y la cortadora de césped con motor a gasoil, todas la herramientas de jardinería en fin y saldría por el barrio a ofrecer sus servicios de jardinero. Se imaginó vestido con un sombrero de paja y un mono de jean gastado. Sesgaría hierba y filetearía los terrones de tierra seca de alrededor de los rosales y bonillas. Emparejaría las paredes de los cercos y espolvorearia veneno para pillar hormigas.
Cloe trepó hasta el sofá y se acomodó en el otro extremo de donde estaba Sam. Juntos comenzaron a dormirse.

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